jueves, 16 de junio de 2011

COMENTARIO SOBRE EL LIBRO “EXILIO A LA VIDA”. (16 de Junio

DE 2011)



Apreciados amigos:

El libro que motiva esta reunión hoy es de un gran valor histórico, de un profundo contenido humano y político, sin dejar de decir que es también una oportuna y necesaria advertencia para las generaciones presentes y futuras, por muy dolorosas que sean las situaciones personales que en él se relatan.

Quisiera iniciar estos comentarios sumarios evocando brevemente una experiencia personal, si ustedes me lo permiten.

Finalizados mis estudios universitarios, fui a estudiar a Francia.

Allí tuve la oportunidad de visitar un museo, en Besacon, el Musée de la Resistance et de la deportation. Con dos amigos venezolanos.

Les confieso, que ni las películas que había visto, ni los libros leídos sobre el tema, podían ser mínimamente comparados con el horror que pudimos experimentar en el recorrido que hicimos por aquellas salas. Por primera vez, y creo que nunca después, he podido tener una impresión mayor.

Fue tal el impacto emocional, que cuando salimos, y no les exagero, nos sentamos en un banco a las afueras, sin pronunciar palabra alguna durante varios minutos, los tres mirando el horizonte, empalidecidos, ensimismados, desconcertados, los corazones arrugados, haciéndonos las mil preguntas, los porqués, no podíamos creer que tanta maldad había sido posible entre seres humanos. Acabábamos de ver imágenes gráficas horrendas, objetos hechos con piel humana, leído testimonios espeluznantes, de la Shoáh, del Holocausto.

No exagero tampoco si les digo que ese choque con tales imágenes repugnantes, me dejó marcado para siempre. Cuando pienso en ellas, y la lectura de Exilio a la vida me las recordó, a pesar de la lejanía en el tiempo, siento similares escalofríos. Cada vez que veo una película sobre el tema, o leo un libro, como es el caso del que aquí nos reúne, el estremecimiento es el mismo, pero también la indignación, mi revuelta, que sigue viva aún hoy, a pesar de que no tenga las mismas energías de entonces.

En segundo lugar, quisiera hacer un recorrido histórico muy a grandes saltos, sobre la normativa internacional sobre los derechos humanos.

Cuando culminó la Segunda Guerra Mundial, el mundo entero parecía haber tomado conciencia de las monstruosidades, de las salvajadas, que los enfrentamientos bélicos habían traído consigo, con vistas a no cometerlas de nuevo. No sólo se trataba de repudiar la experiencia lacerante y cruel que vivieron de manera particular los judíos y otras minorías, era necesario igualmente sentar las bases de un mundo diferente, en el que nos pudiéramos reconocer todos como seres humanos que somos, independientemente de las diferencias naturales, de las creencias, de las costumbres, de las tradiciones, del nivel socioeconómico, de las leyes.

Así las cosas, los líderes del mundo, impactados por los horrores recientes, idearon y concretaron nuevas reglas universales para la convivencia, la paz y la seguridad internacionales, para evitar, en definitiva, que se reprodujera la pesadilla vivida. Los principios que inspiraron a las NNUU y otras organizaciones son muestras de esta disposición de no permitir que volvieran a suceder estos horrores. Nuevos ideales humanitarios debían mover a las naciones y sus gobernantes en lo sucesivo. No más guerras era la consigna. Y era además necesario imponer el reino del respeto a los derechos humanos; su garantía y plena vigencia. Se suscribieron los correspondientes tratados, y se crearon las instituciones encargadas de velar por el cumplimiento de aquellos principios. En Nuremberg se buscó marcar, reafirmar, la voluntad de que aquellos desvaríos, en lo adelante, no iban a ser tolerados, la impunidad no iba a tener cabida. Una nueva sensibilidad internacional se evidenciaba.

Pero el ser humano, con sus naturales pasiones, intereses, ambiciones, sueños, contradicciones, conflictos interminables, iba a volver a sus andadas. Las guerras, ahora limitadas, se seguirían produciendo, con sus secuelas horrendas, con el ingrediente de los contenidos étnicos, racistas, que tanto repudio había generado la experiencia aberrante de los judíos y otras minorías bajo la bota nazi. La segregación, el apartheid, la discriminación no han sido erradicados; el odio sigue promoviéndose. ¿Es la especie humana, como diría Cioran, la peor enemiga de ella misma?

Así, se reincidía en inaceptables violaciones a los derechos humanos, que el repudio universal a la atroz experiencia de la Shoáh y otras parecidas, nos había hecho creer que estarían erradicadas por siempre.

Situaciones como las vividas en los países latinoamericanos en la época ignominiosa en que las dictaduras militares se enseñorearon sobre nosotros, nos hacían volver a esta inescapable realidad. Los seres humanos seguimos perpetrando crímenes contra nosotros mismos, contra los derechos humanos, en nombre, o bien de intereses mezquinos, de ambiciones ilegítimas de poder, de ideas religiosas, de ideologías demenciales, de supuestas superioridades morales o étnicas.

En África, e incluso en Europa, quién iba a creerlo, hemos presenciado conductas políticas aberrantes que reviven situaciones que creíamos sepultadas en el pasado. “Limpieza étnica es la expresión acuñada para describir lo que ocurrió hace pocos años en la antigua Yugoslavia, con los albano-kosovares. En su enloquecida conducta los gobernantes serbios pretendieron y lo lograron, borrar de los registros públicos, de nacimientos, de identidad y de propiedades, a los que no eran considerados de la raza o la etnia en el poder. Como si no hubieran existido. ¿Cuál era la diferencia de estas atrocidades genocidas con la solución final de los nazis?

Lo sucedido en Ruanda en 1994, y 20 años antes en Burundi, no fue menos pavoroso. En este caso, los Hutus masacran a los Tutsis por motivos étnicos, antes fue al revés. En pocos días, el genocidio cometido fue de entre 800.000 y 1 millón de personas asesinadas con armas blancas principalmente. Una matanza aterradora. Se ha dicho que fueron gastados 134 millones de dólares en la preparación, la planificación, del genocidio, con dinero que organizaciones internacionales habían entregado para otros fines. Se cuenta que una ministra del gobierno ruandés declaró entonces que había que librarse de todos los tutsis: “sin tutsis todos los problemas de Ruanda desaparecerían". Cuando veo estas manifestaciones de indolencia criminal, de crueldad sin nombre, recuerdo aquella frase de Víctor Hugo: "Los salvajes que cometen esas fechorías son horribles, y los civilizados que les dejan cometerlas, espantosos."

Estas y otras experiencias, como las de los Khamers rojos en Camboya, la persecución contra los chechenos en Rusia, la represión en el Tibet, la de los kurdos gaseados por Sadam Hussein; las locuras religiosas del Talibán; el surgimiento de una suerte de fascismos indigenistas en América Latina; la reedición de grupos neonazis en Europa; los atropellos a los DDHH de la teocracia iraní o el actual goteo macabro de muertes en Siria, nos deberían seguir llamando a la reflexión, alertándonos, advirtiéndonos de lo que nos puede suceder.

Debemos rechazar no sólo la “purificación” étnica, también la religiosa y la ideológica.

Ningún pueblo, ninguna etnia, ninguna nación, ninguna religión, está exenta de vivir situaciones similares o parecidas, con mayor o menor intensidad, pero igual de repugnantes para la conciencia del hombre libre, porque en estos casos la maldad es una cuestión de grados, no de naturaleza.

La democracia y las libertades están acechadas permanentemente, hay una amenaza larvada contra ellas en nuestras sociedades, que en cualquier momento, cual fiera, puede clavarse en nuestra yugular. Es la persistencia de la mentalidad totalitaria del “siglo de las sombras” del que hablaba J.F. Revel. No proviene sólo del fanatismo religioso o étnico, trastocado en terrorismo, en ideología de la destrucción, sino también de la intransigencia política. Todo sistema democrático, como se sabe, es frágil; las libertades, necesarias e irrenunciables, son a veces utilizadas por los que no creen en ellas o las desprecian, para destruirlas desde adentro, incluso mediante leyes perversas contrarias a los principios del estado de derecho.

Leyes que lo desnaturalizan, lo corrompen, lo degradan, a veces con mecanismos malignamente diseñados. En Alemania, país de alta cultura, en 1933, fue así.

De la actuación de gobernantes con ideologías demenciales no estamos curados. André Glucksman decía unos atrás que “frente a un comunismo que se pierde, aparecen otras diez creencias mortíferas". Y tenía mucha razón.

La comunidad internacional ha ido creando instituciones, normas y mecanismos para salvaguardar los derechos humanos, para intervenir de manera consensuada y desde la multilateralidad, e incluso mediante la fuerza, en aquellos casos o situaciones en que los gobernantes cometen atrocidades contra sus pueblos. Si vemos a nuestro vecino asesinar a su esposa e hijos, no podemos permanecer indiferentes, lavarnos las manos o voltear para otro lado. Y el planeta hoy, gracias a la ciencia y la tecnología, es un pañuelo, es una vecindad, aunque algunos no se hayan percatado de ello o se nieguen a reconocerlo.

Solo desde hace pocos años es que podemos contar con un Tribunal Penal Internacional para castigar el genocidio, los delitos de guerra y de lesa humanidad. Nunca es tarde cuando estos instrumentos jurídicos llegan, a pesar de sus deficiencias, de su débil eficacia real.

El pensador y filósofo francés, Raymond Aron, hablaba de “religiones seculares” cuando se refería a las ideologías comunista y nazi-fascista. Estos credos políticos, milenaristas, totalitarios, fenómenos idénticos, son esencialmente intolerantes. Estoy convencido de que existe una “fe totalitaria” en esas religiones seculares. Éstas, hoy, han experimentado mutaciones. A veces, no utilizan necesariamente la fuerza, y se valen convenientemente de leyes espurias, inicuas, fraudulentas, para obtener sus fines inconfesables. Desgraciadamente, en nuestras sociedades convivimos con gente que en el fondo odia o no tolera la libertad, que se sienten bien en el autoritarismo; hay otros que por comodidad, por cálculo, porque vendieron su alma o por miedo se vuelven cómplices, por activa o por pasiva, de estas situaciones.

Estos movimientos, entre otras cosas, pregonan el odio entre clases y etnias, entre hermanos. El premio Nobel de la paz, Elie Wisel ha dicho: "El odio no sabe de fronteras ni raciales ni étnicas. El odio es contagioso, usa máscaras diferentes, y puede estar en cualquier organización religiosa o civil.”

Por tanto, aquella “fe”, cimentada en el odio y la intolerancia, esta patología social, puede ser caldo de cultivo para cualquier aberración antidemocrática, para la reedición de las atrocidades que llevaron a estas personas que aparecen en “El exilio a la vida”, a desarraigarse forzadamente de la tierra que las vio nacer, y a huir del infierno que unos hombres, igual que ellas mismas, habían levantado en nombre de una supuesta superioridad racial, de una voluntad de poder que perseguía imponerse a los demás. ¿Por qué los hombres sentimos la necesidad de construir sistemas políticos que nos destruyen?

¿Por qué estas ideologías y estos sistemas políticos demenciales tienden a producir leyes contrarias a los derechos humanos?

Los testimonios que hemos podido leer en “Exilio a la vida” aparentemente son cosas del pasado, pero no improbables hoy.

De la lectura de esos testimonios, desgarradores, extraigo las expresiones: supervivencia, dolor, miedo, resistencia, sufrimiento, barbaridad, amargura. Pero también vi: valoración de lo vivido, la felicidad recuperada, la capacidad de amor aun intacta, fe viva, voluntad de trabajo, perseverancia, esperanza y deseos de paz.

Aún hoy, y a pesar de mi optimismo escéptico, o de mi escepticismo optimista, sigo rebelándome cada vez que veo una muestra de atropello, de injusticia o de desconocimiento de la libertad de cualquier ser humano, en cualquiera de sus formas, crudas, sutiles, engañosas, disfrazadas o sofisticadas, supuestamente legales, sea donde sea, por el motivo que sea y por quien sea.

No quiero que mis hijos o mis nietos tengan que pasar por esos trances tan amargos, en los que quedaron vidas valiosas truncadas por el odio racial, la mediocridad, la intolerancia e ideologías delirantes.

Me niego a exilarme de la vida. Me niego a exilarme de mi país. Por eso luchamos contra políticas o leyes que pretenden suprimir la libertad de todos, mi derecho a opinar y a elegir mis gobernantes, a viajar, movilizarme, a comprar lo que desee, a poseer lícitamente bienes, a educarme, a divertirme como quiera.

Que esta valiosa publicación, que sus testimonios, se conozcan. Es mi mayor deseo. Que los jóvenes los tengan presentes, es vital que hagamos todo lo posible por impedir que ese infierno vuelva a reproducirse.

Jorge Semprún, recientemente fallecido, escritor de la memoria lo han llamado, estuvo preso en Buchenwald. En varios de sus libros describió los mismos horrores que leemos en “Exilio a la vida”. En la oportunidad en que España dio el paso a la democracia, dijo que se podía decretar la amnistía, pero no la amnesia. Parafraseándolo podemos decir también que se podría perdonar pero no decretar el olvido.

Porque como ha señalado Elie Wiesel, no hay vida sin memoria. En lo que hemos hablado hoy, el pasado reclama su presencia, los espectros de ese pasado se materializan para decirnos que podemos tropezar con la misma piedra. Sólo reconociendo nuestras debilidades y miserias, pero también nuestra inmensa capacidad de superarnos, podremos construir el mundo posible.

Para finalizar, aquí les dejo dos interrogantes perturbadoras que el premio nobel de la paz, Elie Wiesel, se ha hecho y que deberíamos respondernos: ¿Qué hacemos con nuestra memoria, nuestro trauma? ¿Podrá nuestra memoria convertirse en generosidad?

EMILIO NOUEL V.

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