jueves, 28 de marzo de 2013

KANT EN EL CALLEJÓN DEL GATO

Emilio Trigueros

El País


Al investigar los fundamentos de la ética en su Crítica de la razón práctica, Kant no pretendía ofrecer una serie de buenas prácticas y recomendaciones útiles: aspiraba a demostrar que la razón moral que habita el interior de toda persona seguía una ley central, del mismo modo que el movimiento de los astros cumplía la ley de la gravedad. Como es sabido, Kant expresó esa ley de la razón moral así: obra siempre de manera que puedas desear que tu comportamiento se convierta en legislación universal. En sus obras, Kant expuso distintos ejemplos de zonas grises morales, que proponía resolver determinando si sería posible una sociedad en la que todos se comportaran de esa manera. Aplicado ese método al pasado reciente de nuestro país, rendiría algo así como esto: cada vez que un líder político se rodeó de una guardia de fieles en vez de abrir su organización a los mejores; cada vez que un directivo tomó decisiones que ponían en juego irrazonablemente el futuro de su empresa, pensando en maximizar su bonus; cada vez que un analista no advirtió a sus jefes con suficiente insistencia del riesgo de una operación; todos ellos creían habitar en esa zona gris del realismo y de las justificaciones genéricas del tipo “así es como funcionan las cosas”. Por desgracia, la conclusión de la prueba de Kant está a la vista: si en amplias capas de la sociedad cunden esos comportamientos individuales, si se normaliza que lo amoral es inteligente, el resultado es un país enfermo y desquiciado.
Esa confusión entre intereses propios, o de grupo, y el territorio moral de Kant, donde la razón de cualquier ser humano puede acceder al mismo conocimiento del bien, es intrínseca a la vida; pero ha resultado particularmente hipertrofiada por la desmesurada primacía ideológica que ha adquirido la economía y que se sintetiza en el principio de que debe hacerse “lo necesario y que funcione económicamente” —una solemne perogrullada con la que, por cierto, cualquiera hace de su capa un sayo—. A quienes siguen la actualidad se les endosan a diario multitud de cifras y estadísticas, y los líderes políticos apenas se dirigen a ellos más que usando lemas manidos (sobre competitividad, productividad, austeridad…); en cierto modo, la clase política está pagando ahora la penitencia por haberse presentado durante años como talismanes que dominaban los engranajes mágicos de la economía y a los que debíamos atribuir el crecimiento y las infraestructuras; súbitamente, “la economía” se ha transformado en una despiadada fuerza a la que se someten por responsabilidad. Bajo las formas de debates teóricos y medidas varias, lo que viene sucediendo desde 2010 en la UE es una gigantesca renegociación de deudas y garantías últimas de pago, destinada a evitar pánicos financieros en cadena como el que siguió a la caída de Lehman Brothers en Estados Unidos; con la diferencia de que, mientras de la crisis financiera norteamericana existe una investigación pública con múltiples testimonios ante el Congreso de EE UU, los europeos seguimos sin tener la menor idea de cómo fue posible que los Gobiernos griegos fueran sobrefinanciados temerariamente, o sobre por qué comenzó a llover dinero del cielo para empresas, bancos y familias de España en cierta época. A falta de que alguien sea responsable de algo, los españoles hemos ido aprendiendo a bofetadas que los mercados financieros funcionan con principios tan sencillos como aprovechar o inducir subidas de precios de activos (en especial allí donde detecten agentes incautos y asimetrías de información), con el objetivo de recoger beneficios y largarse justo antes de que los cambios del viento derriben el castillo de naipes.

Nadie sabe por qué fueron sobrefinanciados los gobiernos griegos tan temerariamente
Una herencia intangible de la llamada burbuja es que seguimos siendo incapaces de abordar nuestros problemas sin abjurar de esa preeminencia del “lo que funcione económicamente”, y de la visión inherente de que la sociedad no es más que una trama de intereses particulares que hay que encajar. Ante ese pragmatismo inexpugnable que se extienden en tópicos hasta el infinito, cabe citar lo que Kant escribió, años antes del surgimiento de las ideologías: “Como quiera que el interés propio es universal, hay hombres juiciosos a los que se les ha ocurrido que la búsqueda del propio interés es la única ley común natural posible. Sin embargo, nada puede resultar más extravagante; pues convertir la suma de los intereses individuales en ley de una sociedad solo puede conducir a antagonismos y al exterminio de la sociedad; esto es, el principio del interés propio se trata de lo más opuesto a lo que podamos desear que se haga ley moral, pues destruiría la sociedad”.
Es difícil que algún europeo no desee una Europa que sea el territorio de la razón de Kant: una razón que por sí misma, hecha de principios y moldeada por palabras, establece un camino por el que todos, en nuestro fuero interno, sabemos que debemos caminar, con el último fin de que toda persona sea un fin. Resulta difícil, sin embargo, discernir una idea de Europa entre la permanente refriega de tácticas políticas y el crudo embate de las deudas. Determinar qué cosa debe ser la unión política de Europa en un artículo seguramente sea un empeño quijotesco, pero merece la pena, al menos, intentar fijar que el corazón de Europa no es un país, ni una moneda: el corazón de Europa es un lugar geográfico real, con unos pocos siglos de existencia, que abarca desde el norte de Italia hasta París y Londres, por el oeste, hasta Viena y Berlín, por el este, y llega a las capitales nórdicas, en el que se produjo la conjunción de ciencia, arte, técnica y prosperidad de la que parte el mundo moderno, de Galileo a Goethe, de Montaigne a Bach, de James Watt a Max Planck o de Marie Curie a Rita Levi. En los alrededores de ese corazón, países con cierta debilidad institucional e inseguridades históricas, pero miembros de pleno derecho del patrimonio humanista europeo, hemos aspirado a que ser parte de la Unión actuara como cohesión disuasoria contra las tragedias de nuestro pasado.

Resulta difícil discernir una idea de Europa entre la permanente refriega de tácticas políticas
Es triste que, con esa tradición ilustre y con el capital intelectual que debe presumirse en los líderes europeos, estemos asistiendo tan a menudo a decisiones de poder puro, fatalmente inevitables. Nadie espera que bellas palabras oculten las fuerzas que tensan nuestro continente, la distorsión que el exceso de crédito produjo en la estructura económica de países enteros o el creciente poder ante trabajadores y Gobiernos de las empresas triunfadoras de la globalización. A pesar de todo, frente a las frustraciones, la razón puede al menos ofrecer un sentido a lo que ocurre, salvar nuestra capacidad de entendernos y ser personas, con la cuota de sacrificio nacional o individual que nos toque.
En ausencia de un debate europeo más inteligible, la sociedad española parece aceptar con resignación que la troika de BCE, FMI y Comisión esté atando en corto a la trinidad de políticos, constructores y financieros que regía nuestra particular democracia; no faltan los entendidos que remontan las causas de nuestra desdicha actual a una panoplia de males históricos, entre ellos la tendencia al compadreo, el amiguismo y la corrupción. Sin embargo, ese espíritu derrotista no hace justicia a los principios morales que se han transmitido siempre en muchas familias españolas, ni a la capacidad de lucha de los que sufren hoy, ni a quienes en la plaza pública han mantenido encendida la guía de la dignidad. Es fácil comparar la ética de Kant con los reflejos distorsionados de las miserias españolas que ya mostraba el callejón del Gato, pero tampoco vendría mal que aquel hombre bueno de inteligencia excepcional fuera más honrado por las cercanías de la puerta de Brandeburgo o en los pasillos de Bruselas. Menos poder inescrutable y más razón pura, menos eufemismos reformistas y más razón moral, es lo que, cabe esperar, exigiría la razón de Kant.
Cuando Willy Brandt, que había sido miembro de la resistencia antinazi, visitó como canciller alemán el gueto de Varsovia en 1970, no dijo “la culpa fue de otros”, “así es como funcionan las cosas en las guerras, irracionalmente”, “en la historia de muchos pueblos hay episodios terribles, por desgracia” o “yo no estaba allí”. Cayó de rodillas. Así se abren senderos entre las ruinas del pasado, así se contribuye a hacer un gran país y así, entonces, se construía Europa.
Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.

jueves, 21 de marzo de 2013


EL CANDIDATO DEL BOSTEZO


Como perro sin amo anda el candidato del gobierno. Se cobijaba bajo la sombra de su líder, mientras éste vivió. No brillaba, ni aún brilla, con luz propia, pero ido aquel, su ídolo, ha quedado desamparado, desprovisto de todo lo que le podía salpicar de su mentor en materia de liderazgo.

Su orfandad política es dramática, sin mencionar la intelectual. Sus enormes esfuerzos para transmutarse en el finado han sido en vano; no da pie con bola, a lo sumo llega a una caricatura. Los dirigentes chavistas de la primera hora lo desprecian en voz baja y a los arreados, apenas lo ven y oyen, les da un ataque incontrolable de bostezo.  
Visto lo visto y el desastre administrativo y económico que está perpetrando el presidente cooptado, hasta los antichavistas de más uña en el rabo comienzan a añorar al original, y esto es ya decir mucho.  
Los cubanos ya no hallan qué hacer con esta candidatura desabrida y anodina. Lo disfrazan de militar cuban style y le inventan una épica revolucionaria de cuadro entrenado por “los gloriosos revolucionarios cubanos”; pero nada, el hombre no responde, ni levanta el ánimo a los chavistas.
Las pocas veces que uno aguanta más de tres minutos oír hablar a Nicolás, nos topamos con una performance como orador, en contenido y forma, de una precariedad  que  nos sobrecoge.
Es un personaje de retórica descafeinada y ayuna de ideas que pudieran mover a la gente al entusiasmo.
Sus discursos son una ristra de eslóganes panfletarios, repetida sin cesar, sacados del baúl de una izquierda vetusta y desconectada de la realidad. Las soluciones concretas a los problemas que su corta administración ha agudizado, están ausentes. Al oírlo, queda claro al observador que las desconoce, que no tiene la más mínima idea seria para enfrentarlos. El pueblo ya está comparándolo con uno de esos discos “quemaitos” que venden en las calles, y que se quedan pegado en todas las canciones.
No tiene nada qué decir de su propia cosecha. Todo su discurso se le va en que si el “comandante supremo” me dijo esto, que si me ordenó aquello; que “como decía mi adorado comandante”,  que si esto era lo que él quería, que si sigo por su mismo camino, etc, etc, etc. Y así lo vemos, presentándose como una suerte de remedo del líder ido para siempre, que a medida que pasan los días se vuelve una parodia patética y mal ejecutada.
De modo que si nos atenemos a lo que muestra el candidato del bostezo, de llegar a ser electo, lo que nos esperaría sería la bancarrota del país.
La oposición democrática tiene en el evento electoral que se avecina una gran oportunidad de crecer numéricamente y de consolidar su fuerza de cara a la grave situación que se dibuja en el horizonte.
El candidato del gobierno no cuenta con las herramientas políticas y técnicas, ni con los equipos de gobierno, para superar esos retos.
La oposición y su candidato Henrique Capriles lo superan con creces, de allí que tal competencia signifique la ocasión de reiterar nuestras soluciones y de ampliar nuestra audiencia y apoyo electoral.
En esta larga y compleja lucha, tenemos todas las de ganar. El triunfo definitivo lo garantiza nuestra voluntad decidida de lograrlo y nuestra convicción de que en efecto llegaremos a la meta más temprano que tarde.
El candidato del bostezo es garantía de violencia, escasez, mayor inflación y destrucción de nuestra economía y del empleo. Es la continuidad de la mediocridad y la corrupción en funciones de gobierno. Es el camino seguro al caos y la pobreza. Es el candidato de la entrega del país a los tiranos de Cuba.
A votar y a defender nuestros votos llaman. Es la vía que seguimos los partidarios de la democracia, la libertad y la paz.

EMILIO NOUEL V.

@ENouelV

martes, 19 de marzo de 2013


EL MITO DE CHAVEZ EL INTEGRADOR




Ya he perdido la cuenta de las veces que he recordado un principio inconmovible en materia de uniones económicas internacionales: sin mecanismos concretos que generen vínculos fuertes y duraderos entre los que participen en estos proyectos, la integración no llegará a feliz término, porque con sólo retórica no se hace integración.
Al observar los regímenes de integración que han avanzado y/o logrado resultados satisfactorios, el denominador común es el establecimiento de estructuras institucionales y dispositivos efectivos, más allá de la palabrería.
La Unión Europea, caso emblemático, nos ha legado una enorme experiencia al respecto. Si bien hubo un impulso político inicial y necesario, protagonizado por el liderazgo de postguerra, la construcción comunitaria europea que hoy conocemos, se alcanzó gracias a las regulaciones, disciplinas y mecanismos puestos en práctica. Con pura retórica, no se hubiera llegado a lo que hoy es esa Unión. Muy bien lo decía Jean Monnet: petits mots, grands pas. Pocas palabras, grandes pasos.
Estos comentarios iniciales me permiten abordar el papel exagerado que algunos han conferido al ex presidente Hugo Chávez en esta materia, llevados solo por el centimetraje discursivo de éste.
En los funerales recientes de este mandatario, hemos visto un desborde de discursos, declaraciones y artículos laudatorios que han ido más allá de lo que es natural frente estos eventos. Se ha adulterado, a mi juicio, el papel cumplido por él en el tema que nos ocupa. Hay algunos, incluso Presidentes, que hasta llegan a llamarlo falsamente forjador, promotor o artífice de la integración, cuando no hizo nada que pueda acreditarlo como tal o que lo coloque por encima de lo que otros presidentes igualmente hicieron, aunque con menos estridencia.
Y uno puede hacerse varias preguntas: ¿a cuál integración se refieren los que le otorgan tal rol determinante? ¿Es integración la ALBA? ¿Es contribuir con la integración sacar a Venezuela de la CAN y el Grupo de los 3?
Ciertos desinformados le han adjudicado a Chávez la autoría o el impulso de la propuesta y creación de la Comunidad de Estados de Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) y la de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR). ¿Tiene esto sustento?
Demos respuesta a estas interrogantes.
La integración que defendió Chávez fue meramente retórica. Nunca habló ni le interesó aquello que hace que los países se integren, que erijan lazos perdurables: lo económico- comercial. El creía, fundamentalmente, que era un asunto político-militar y que lo demás vendría por añadidura, si es que esto último fuera necesario.
La ALBA es una suerte de junta de beneficencia presidida y financiada por Venezuela. Este país es el centro de la iniciativa. Hacia los demás miembros reparte recursos sin contrapartida alguna; y en el mejor de los casos (CUBA), recibe servicios en condiciones leoninas o de sobrefacturación para nuestro país. La ALBA no tiene reglas de intercambio comercial, ni una institucionalidad que pueda llamarse tal, ni siquiera tiene personalidad jurídica. Sus fines son político-ideológicos, contrarios al mercado, excluyentes y de confrontación con el mundo desarrollado. La verdadera integración brilla por su ausencia.
Venezuela, incorporada a la interdependencia e integración económica hemisférica antes de la llegada de Chávez al gobierno, pudo sacar provecho económico de su pertenencia a la Comunidad Andina y el Grupo de los 3.  Las cifras positivas son elocuentes. Sin embargo, el “Artífice de la Integración”, de manera absurda denunció aquellos tratados, causando un golpe mortal a esos regímenes, y graves perjuicios a la economía de nuestro país. Con estas políticas anti-integración ¿se puede hablar de Chávez como “paladín de la integración”?
Por último, debemos salir al paso a otra mentira repetida muchas veces en estos días de discursos funerarios. Se adultera la verdad cuando se dice alegremente que Chávez es inspirador, propulsor y creador de entes como UNASUR y CELAC.
Si bien se puede admitir que Chávez siempre tuvo a flor de boca el tema de la integración –y ya sabemos a qué tipo de integración se refería- en todos sus discursos proferidos en los ámbitos internacional y nacional, no puede llegarse a afirmar sin faltar a la verdad, que es el mentor de los entes mencionados. UNASUR siempre fue un proyecto impulsado por Brasil, y que Chávez haya sugerido el nombre, como lo hizo, cuando dejó de llamarse Comunidad Suramericana de Naciones, no lo hace su creador.
Por su parte, la CELAC se construye sobre la base del Grupo de Río y la CALC, y a propuesta del presidente de México, Felipe Calderón, en la XX Cumbre del Grupo de Río en 2008, que tuvo lugar en República Dominicana, no de Chávez.
Frente a este asunto, lo que al final nos queda es la convicción de lo fácil que sucumbe una gran parte de los medios, analistas, observadores y políticos, ante la retórica de un hombre carismático, demagogo y dicharachero, cuya ejecutoria real en este campo dista mucho de las profesiones de fe integracionistas de los discursos inflamados y declaraciones altisonantes que embriagan a muchos descaminados. 
No hay duda, Chávez sólo persiguió dividir el continente.
¿Chávez integracionista? ¡A otro perro con ese hueso!


EMILIO NOUEL V.
Twitter: @ENouelV
E-mail: emilio.nouel@gmail.com




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domingo, 17 de marzo de 2013

REMENBERING RONALD DWORKIN


  CHARLES FRIED
NEWREPUBLIC.COM
For those of us who have read and appreciated Ronnie Dworkin’s writing, who have heard him lecture, debate or teach a class, and most of all who have had the privilege and pleasure of being his friends, he has made our lives better, richer and more delightful. I say better because he was first of all a person of high seriousness and moral commitment. He lived well and chose the loveliest spots to do his living—a mews house by Washington Square, Belgravia in London, Chilmark Pond on Martha’s Vineyard—and in the company of two beautiful and gifted women, his first wife and after her death his second. In all that beauty, elegance and even luxury there could never be any doubt about his constant, consuming seriousness about his work. Montaigne, who would have greatly enjoyed Ronnie’s company, writes in his essay Of Experience that “it is for little souls, buried under the weight of business, to be unable to detach themselves cleanly from it or to leave it and pick it up again.... I think it right that the faculty [of the Sorbonne] should dine all the more comfortably and pleasantly for having used the morning profitably and seriously in the work of their school.”
And serious his labor was. In his great essay, which was the foundation for so much else that he did, Taking Rights Seriously, he proposed a program for seeing law as coextensive with morals. This authorized and indeed required that he pass from what might be a merely formal point to the substantive consideration of where morality does take us in infusing legal institutions with moral purpose. His text was the Constitution of the United States. He saw in the controversies about the meaning of free speech, of due process, of equality not just a project of textual exegesis or of the parsing of precedent, but a struggle to discern and explicate the deepest moral truths that underlay that document. And indeed he was not much occupied with the textual and precedential intricacies that are the stuff of ordinary constitutional scholarship. If he had had such a parochial focus, his work would not have had the universal appeal and relevance to audiences who do not share our texts, precedents and history. Early on, he proposed equal concern and respect as what he came to call the sovereign virtue. In the book by that name he reflected quite concretely on the political happenings of the day—such ephemera as the rights and wrongs of the Clinton impeachment—moving on to the most austere and intricate argumentation about what equality should be taken to mean and how that conception articulates with the adjacent concept of liberty. That argument was surely the distillation of many hours of exploration and debate, many drafts circulated and revised, fine points refined. In that work he proposes a hypothetical schema that brings to mind John Rawls’s thought experiment of the original position.
And indeed he learned from Rawls, as did a whole school of political philosophers. But beyond specifics what he learned and taught was the possibility, the intellectual necessity, of substantive, not just formal, moral inquiry, how the principles and the content of the right and the good can be displayed to show what should be done, how government should govern, what rights we have. It has been said, and with some justice, that, to quote Richard Posner, his arguments of high principle somehow always came out to “polemicize in favor of a standard menu of left-liberal policies.”
But to dismiss his arguments for that reason is to miss the point. The great point is that we can argue, produce reasons for and require conclusions by force of reason on the issues—great and small—of the day. If you disagree with his down-to-earth conclusions—about pornographycampaign financeabortion and euthanasia, or the character of George W. Bush’s picks for the Supreme Court—his essays invite you to reason with him, and they offer the conviction that reason can umpire and even declare a winner in such debates. Anyone who has undergone the discipline of the famous NYU seminars he conducted with his friend and infinitely subtle, refined intellectual peer, Thomas Nagel, would see the life of reason in its highest form. An invitee would offer a paper, which all the participants would have read beforehand. Dworkin and Nagel would take him to lunch and the three of you would decide what are the main themes and pressing questions raised by the paper. Then that afternoon at the seminar itself the two of them would present the guest’s thesis to the assemblage. I am sure I am not the only such guest who found that their presentation of his thesis was finer and richer than he himself might have thought. For it was their, and certainly Ronnie’s fundamental style to look for what was the very best in any argument, and only then to proceed to criticize and perhaps to dismantle or demolish it.
Ronnie’s last book1Justice For Hedgehogs (the title a cheeky recollection of Isaiah Berlin’s famous The Hedgehog and the Fox, itself a cheeky reference to an aphorism of Archilochus: “The fox knows many things, the hedgehog one big thing” said not at all in celebration of the latter) is a summation of  his thought not just about law and political morality but about, as he puts it, “living well and the good life.” And his passage from what is the best and richest life for us to choose to how we should therefore—yes, therefore—treat others, the passage from what he calls ethics to what he calls morality and political morality is deeply thrilling. It turns on the much used concept of dignity, to which he gives rich and concrete meaning: It has to do with giving our lives a meaning that we choose for them, what he calls authenticity, the taking of our lives, the one life we shall ever have, seriously and making of it something distinctively ours. But this connects intricately with morality, the principles of how we must treat others. And here the bridge is the notion that if we insist on our own dignity, on our right and—in Kant’s sense—duty to make something of ourselves, then we must, must accord the same dignity to each of the persons with whom we have to do, intimately or in the great skein that is a political society. Here is a moving reworking of the theme of the primacy of the right over the good, for there is no primacy only mutual implication.
No account of Dworkin’s work and person can omit mention of, indeed must dwell, on the elegance of his writing style, of his argumentation, of his person. He is the exemplification of the good life and living well. He lived high but never for a moment hesitated to argue passionately for policies and parties that would surely have cut deeply—a la Francois Hollande—into his ability to live that way. His writing style was pithy and memorable. Arguments had a nerve. Proposals were on offer. And sentences and paragraphs built to a crescendo in a rhetorical but also a logical finale. The First Century B.C. Roman engineer and architect Vitruvius laid it down that buildings must have firmitas, utilitas, venustas—the last being a quality named for the goddess of love and beauty. Ronnie’s work and life had all three.

viernes, 15 de marzo de 2013


Schumpeter

The transience of power

The powerful do not stay that way for long

The Economist




IF PARTISANS on the left and right agree on anything, it is that power is becoming more concentrated. Occupy Wall Street types protest against the all-powerful 1%. Tea-partiers rage against the cosmopolitan elite. Al Gore’s presidential campaign in 2000 may have been inept, but his campaign slogan—“the people versus the powerful”—is defining the politics of the 21st century.
It is easy to see why. During the financial crisis governments used oceans of public money to rescue banks from the consequences of their own folly and greed. Bankers quickly went back to paying themselves fat bonuses. Inequality is growing in many countries. Plutocrats wax richer as the middle class is squeezed and the poor are trodden underfoot. Hedge-fund moguls and casino kings spend fortunes to sway American elections—and the Supreme Court tells them to carry on spending.
Such is the popular view of power. Moisés Naím says it is bunk. In “The End of Power” Mr Naím, a former Venezuelan cabinet minister now ensconced at the Carnegie Endowment for International Peace, a think-tank, argues forcefully that rigid pyramids of power are collapsing. Micropowers are learning how to frustrate macropowers. Bigwigs are finding it harder to wield power and harder to hold on to it. The barriers that used to protect insiders, such as economies of scale and long-established relationships, are crumbling.
In the 1950s and 1960s the corporate world was ruled by cabals of giants—by the “Big Three” in American cars and broadcasting and the “Seven Sisters” in global oil. C. Wright Mills, a sociologist, complained that America was ruled by a tiny elite. J.K. Galbraith, an economist, argued that there was not much difference between state planning as practised by the Russians and corporate planning as practised by General Motors.
Today’s corporate world could hardly be more different. Time is being compressed: Google was incorporated only in 1998 but is now one of the world’s biggest companies. Geography too is being tightened: who would have guessed in Galbraith’s day that one of the world’s leading aircraft-makers would be Brazilian (Embraer) or that one of its most innovative clothes brands would be Spanish (Zara)? In 1980 a corporation in the top fifth of its industry had only a 10% chance of falling out of that tier in five years. Eighteen years later that chance had risen to 25%.
Bosses, too, spend less time at the helm: the tenure of the average American chief executive has plunged from about ten years in the 1990s to five-and-a-half today. Those who disappoint are held to account: about 80% of CEOs of S&P 500 companies are ousted before retirement. Bosses must confront a growing army of critics from within the capitalist system: look at the way that Apple’s head honcho, Tim Cook, has been roasted by angry investors. They also face a growing army of critics from outside. Even banks have been chided for sins such as interest-rate rigging (Barclays), money-laundering (HSBC) and illicit dealings with Iran (Standard Chartered).
The same pattern is being repeated in every walk of life. Take politics. In 2012 only four of the OECD’s 34 countries had governments with an absolute majority in parliament. The Netherlands spent four months without a government in 2010. Belgium spent 541 days without one in 2010-11. Established parties are ceding ground to upstarts such as the UK Independence Party or Beppe Grillo’s Five Star Movement in Italy. They are also constrained by rival power centres, both transnational and provincial. Or take organised labour. In America big labour’s clout is waning faster than that of big business. Unionisation in the private sector has fallen from 40% in 1950 to less than 7% today. Old labour baronies such as the AFL-CIO have been challenged by upstarts such as the Service Employees International Union.
Why is power becoming more evanescent? Mr Naím is reluctant—too reluctant—to credit the internet, which is surely the most obvious force undermining hierarchy. He points instead to three revolutions: “more”, “mobility” and “mentality”. Global GDP has grown fivefold since 1950, so more people have access to more things than ever before. People are more mobile; the UN estimates that there are 214m migrants in the world, 37% more than two decades ago. People are also more self-directed (or egotistic). Even in Saudi Arabia 20% of marriages end in divorce.
There are obvious objections to Mr Naím’s argument. The supposedly anarchic internet is now ruled by five big companies (except in China, where the state calls the shots). Among banks and accountancy firms, power is more concentrated than it was at the turn of the century. Amazon and eBay may grow more dominant than any of the giant retailers of the 1950s.
Look on my works, ye Mighty, and despair
But Mr Naím has good objections to the objections. His argument is not that companies are shrinking but that they are becoming more fragile. Internet giants can no longer rely on the economies of scale that kept General Motors and Sears on top for decades. Rather, they must constantly struggle to keep their products innovative and their brands fashionable—or fall prey to more agile upstarts. Powerful people are less secure than they were, too. The composition of the top 1% is constantly changing as CEOs lose their jobs and young go-getters outpace their elders.
Mr Naím celebrates the anti-power revolution for holding the mighty to account and providing ordinary people with opportunities. But he sees downsides, too. The more slippery power becomes, the more the world is ruled by short-term incentives and ever-changing fears. Politicians fail to tackle long-term problems such as climate change. Companies think of little besides the struggle for survival. Nonetheless, it would be worse if the populists were right and the 1% really did rule the world.

miércoles, 13 de marzo de 2013

EL MUNDO SIN CHÁVEZ  



La desaparición física de Hugo Chávez ha servido, entre otros temas, para evaluar el impacto que su figura política tuvo en el entorno mundial, no sólo en el más cercano.
Ciertamente, la actividad de este presidente en el ámbito internacional fue notoria, y todos sabemos el papel que en ello jugó contar con ingentes recursos financieros, sin los cuales hubiera pasado inadvertido.
Y esto lo afirmamos, sin dejar de reconocer sus cualidades personales, carisma y aptitudes políticas, que pudieron ser potenciadas por aquella bolsa repleta de dólares, utilizada discrecionalmente para su promoción personal y la de su proyecto político-ideológico.
Sin esa fuente inagotable de dinero, no habría ALBA, ni negocios con Bielorrusia, Irán, Cuba, Argentina, China, Brasil y tantos otros. Ni organizaciones, partidos, periodistas y políticos, que recibieron donaciones generosas, se hubieran convertido en sus propagandistas a tiempo completo.
Sin tales negocios y ayudas, brillarían por su ausencia los apoyos abiertos y/o solapados, los panegíricos desmedidos, el aplauso a sus ocurrencias, las neutralidades benévolas y las tolerancias resignadas. Ciertamente, las opiniones sobre el personaje no hubieran tenido la profusión alcanzada y, además, fueran otras, no tan indulgentes.
Los dineros del petróleo producen sus efectos. Decenas de artículos, análisis y discursos laudatorios, incluso algunos hiperbólicos y estrambóticos, son producto o bien de interesados y tarifados, o bien del desconocimiento sobre el país desastroso y dividido que dejó el ahora difunto líder. Además, como dice acertadamente Bernard-Henri Levy, los funerales de Chávez desencadenaron una explosión de cretinismo político.
Un ministro de Francia de la izquierda en el poder, que vino a las exequias en representación de su gobierno, ha llegado al insólito extremo de decir que “Chávez es De Gaulle más Leon Blum”.  Y al oírlo, uno respira profundo y se pregunta si esto es una broma o si este señor perdió el juicio. Tamaño disparate quedará para el récord de Guinness. ¿Qué dirá al respecto monsieur Laurent Fabius, Ministro de Exteriores, o los franceses ante tal despropósito?  
Pero hay otros, democristianos (Gonzalo Arenas y Héctor Casanueva), que declaran cosas como ésta: “Chávez marcó la vida de la región con una impronta integracionista que buscó fortalecer América Latina y el Caribe frente a los desafíos de la globalización”. ¿Estos señores ignoran que Chávez golpeó a la integración latinoamericana sacando a Venezuela de la Comunidad Andina y del G3? ¿Que no paró de criticar los esquema de integración existentes, proponiendo esquemas que nada de integración contienen como la ALBA, que se agotan en una profusa retórica hueca?
¡Qué fácil sucumben algunos políticos al discurso inflamado y mentiroso de los demagogos!
Es asombroso ver en estos días en nuestro país cómo han convertido a un hombre que hizo todo lo posible por destruir nuestro aparato productivo con sus políticas erradas, que descalabró las instituciones, que sembró el odio y que nos colocó en un camino incierto, en un “campeón de los pobres”, cuando todas sus políticas realmente se dirigen a mantenerlos en la situación precaria en la que están, dando una impresión falsa de bienestar mediante el reparto populista a manos llenas de la renta petrolera.  No hay duda, tienen razón los que dicen que Chávez, al igual que otros gobernantes, prefirió comprar la paz social que construir la Venezuela del mañana.  
Mentiras tras mentiras hemos oído estos días sobre el finado Chávez. ¿Es él el único que ha hablado de los pobres en nuestro país, que "los puso en el centro de su discurso"? ¿Cuando no ha sido así en la retórica de los demagogos que en el mundo han sido?
Resulta asombroso cómo compran tantas mentiras fuera de nuestras fronteras.
Pero pareciera que así como el reparto y el manirrotismo de renta enloquecido está llegando a su fin internamente, igual pasará con el que han aprovechado en el extranjero.  
Llega a término también el estilo estridente de un presidente que desde Venezuela llamaba a la atención y escandalizaba a menudo con sus burlas y payasadas.
Brasil ya no tendrá más a un peón que haga el trabajo sucio con eficacia, vociferando contra el Imperio y los poderes mundiales. Evo Morales, Daniel Ortega y Rafael Correa no contarán más con la plataforma ALBA. Cristina Kirchner queda en cierto modo descolocada en la región sin el soporte irrestricto de un gobernante compinche. La tiranía cubana seguirá en su deriva hacia la supervivencia y sacando el mayor jugo posible a Venezuela mientras pueda, y a la espera de tomar otros rumbos. 
Estoy seguro que poco a poco se irá desvaneciendo esta imagen internacional forjada a punta de petrodólares, y a los venezolanos no nos quedará otra que seguir combatiendo a lo interno, entre otros asuntos, la pretensión de convertir en un santo a un personaje que tanto daño causó a nuestra Patria. 

EMILIO NOUEL V.

@ENouelV

email: emilio.nouel@gmail.com


Deux ou trois choses que je sais du chavisme




      BERNARD-HENRI LEVY

La mort d’Hugo Chavez, puis ses funérailles à grand spectacle, ont donné lieu à un déferlement de crétinisme politique, et donc de désinformation, sans précédent depuis longtemps.
Je passe – car c’est connu – sur cet « ami des peuples libres » dont les meilleurs alliés étaient des dictateurs aux mains couvertes de sang : Ahmadinejad ; Bachar al-Assad ; Fidel Castro ; hier, Kadhafi.
Je passe, car c’est également de notoriété publique, sur cet « hybride de Léon Blum et de Gaulle » dont l’antisémitisme maladif aura fait fuir, en quatorze ans, deux tiers de la communauté juive vénézuélienne : cet adepte des thèses négationnistes de Thierry Meyssan, ce disciple du révisionniste argentin Norberto Ceresole ne s’étonnait-il pas que « les » Israéliens « critiquent beaucoup Hitler » alors qu’ils ont « fait la même chose et presque pire » ? et comment un juif de Caracas pouvait-il réagir quand il voyait son président stigmatiser cette « minorité », les « descendants de ceux qui ont crucifié le Christ », qui s’était, selon lui, « emparée des richesses mondiales » ?
Ce qui est moins connu, en revanche, et que l’on s’en voudrait de ne pas rappeler tant ce culte posthume devient envahissant et toxique, c’est que ce « socialiste du XXIe siècle », grand « défenseur des droits de l’homme » devant l’Eternel, a régné en muselant les médias, en fermant les télévisions qui lui étaient hostiles et en interdisant l’opposition sur les grandes chaînes nationales publiques.
Ce qui est moins connu, ou délibérément passé sous silence par ceux qui veulent en faire une source d’inspiration, sic, pour une gauche à bout de souffle, c’est que ce merveilleux leader, soucieux des travailleurs et de leurs droits, ne tolérait les syndicats qu’officiels, les grèves que contrôlées, voire orchestrées, par le régime et aura, jusqu’à la dernière minute, poursuivi de sa vindicte, criminalisé, jeté en prison, les syndicalistes indépendants qui, tel Ruben Gonzalez, représentant des mineurs de la Ferrominera, refusaient d’attendre le bolivarisme réalisé pour exiger des
conditions de travail décentes, moins d’accidents au fond de la mine, des salaires corrects.
Ce qui a été effacé de la plupart des portraits diffusés au fil de ces journées de deuil planétaire et qui doit, pourtant, être rappelé si l’on ne veut pas que le post-chavisme tourne à un cauchemar plus terrible encore, c’est la répression, au nom de la nécessaire « normalisation culturelle », des Indiens Yukpa de la Sierra de Perija ; c’est l’assassinat ciblé, couvert par le régime, de ceux de leurs chefs qui, comme Sabino Romero en 2009, refusaient, eux aussi, de plier l’échine ; et c’est, d’une manière générale, la mise en sommeil forcée des mouvements démocratiques et populaires qui n’avaient pas l’heur d’être dans la ligne – sait-on que les droits des femmes, par exemple, ont dramatiquement régressé sous le Comandante ? et est-ce faire injure à un grand mort que de noter que deux dispositions du Code de la famille (l’une protégeant les femmes victimes de violences conjugales, l’autre les divorcées) ont été abolies par son régime, car jugées trop petites-bourgeoises au regard des canons du machisme régnant ?
Et quant aux bons esprits, enfin, qui veulent se souvenir que ce national-populisme aura eu « au moins » le mérite de donner à manger aux affamés, de soigner les plus démunis et de réduire la pauvreté, ils omettent de préciser que ces réformes n’ont été rendues possibles que par une fuite en avant budgétaire, elle-même financée par une rente pétrolière colossale et colossalement gonflée par la hausse du prix du brut – et dont le résultat fut que l’économie réelle du pays, la modernisation de ses infrastructures et de ses équipements, la création d’entreprises productrices de richesse durable, ont été allègrement sacrifiées sur l’autel d’un césarisme qui préférait acheter la paix sociale que construire le Venezuela de demain.
Chavez a fait venir, à prix d’or, des dizaines de milliers de médecins mercenaires cubains – mais a laissé mourir ses hôpitaux. Il a, plutôt que de s’embêter à le produire, acheté à l’étranger
70 % du pain distribué au peuple, mais sans jamais se demander ce qui se passerait le jour où le baril de brut (aujourd’hui 110 dollars) retomberait à son prix (un peu plus de 20 dollars) de l’année de son arrivée au pouvoir : en clair, cela s’appelle la politique de l’autruche, ou de la cigale, ou hypothéquer, tout simplement, l’avenir.
Et si le régime a bien, en effet, donné du travail à nombre de ceux qui n’en avaient pas, il s’est heurté à cette loi d’airain qui, en économie, pénalise les systèmes fondés sur la rente, la corruption généralisée, le clientélisme à grande échelle et, last but not least, la création artificielle de richesse : l’augmentation du salaire minimal (aujourd’hui 250 dollars) aura été, sur quatorze ans, inférieure au chiffre de l’inflation ; la moitié de la population active vit toujours de débrouille et de petits boulots en marge de l’économie oficielle ; en sorte qu’il n’est pas exclu que cette longue décennie de socialisme pétrolier se solde par la paupérisation nette de ces fameuses couches populaires qui étaient censées bénéficier, pour prix de leur renoncement à des libertés devenues, comme le cancer, des produits d’exportation de l’impérialisme, de la manne dont les arrosait le dictateur prodigue.
Paix à l’homme Chavez, bien sûr.
Mais parler de bilan globalement positif du chavisme est une insulte au peuple vénézuélien.
Le présenter comme une alternative pour les peuples de la région témoignerait d’une irresponsabilité dont on espère la gauche européenne guérie.