jueves, 31 de octubre de 2013

MERCOSUR EN CARACAS, PURO BLABLÁ


                                                       

El Mercosur es un proyecto de integración estancado y con la decadencia marcada en la frente. Digan lo que digan, con la retórica inflamada incluso, ésa es la realidad.
Y con más proteccionismo, estatismo e ideología no va a salir de la calma chicha en la que está sumido.
El gobierno venezolano, anfitrión esta semana del bloque de países que lo conforman, es un factor más para la profundización de esa deriva inconveniente y contraproducente. Su participación en Mercosur es también una incongruencia, si de democracia hablamos. ¿los Protocolos de Ushuaia letra muerta?
Una idea que fue buena, que permitió aumentar los intercambios comerciales entre sus miembros fundadores, a la larga, ha sido mal instrumentada. Después de 22 años, no hay mercado común, ni siquiera una unión aduanera perfecta.
Por otro lado, la indispensable y ventajosa supranacionalidad ha sido rechazada por los mercosurianos, le tienen alergia. Al no existir órganos autónomos e independientes con atribuciones y potestades por encima de los países, la disciplina y la coordinación necesarias en todo proceso integracionista han estado ausentes, lo que ha operado en perjuicio de los eventuales avances.  La bilateralización, en definitiva, se ha impuesto, convirtiéndose en un proceso más cercano de la cooperación que de la integración. Y las controversias y contramarchas recurrentes son muestra de ello.
Cuando se revisan las estadísticas, un dato incontrastable es que la mayor parte del comercio de sus integrantes se realiza con socios fuera del bloque, especialmente, Europa, a la que  Brasil y Argentina venden 70.000 millones de dólares anuales, superando, con creces, el total del mercado mercosuriano. Al interior de éste cerca del 20% de los flujos comerciales totales se realizan, principalmente entre los dos grandes. De los aproximadamente 54 mil millones de dólares del comercio intrabloque en 2011, 45 mil corresponden a Argentina y Brasil. En la práctica, no hay mercado común, o en cualquier caso un mercado a dos.
Ante esta deriva incierta, novedosas y pragmáticas propuestas económicas se abren camino en el hemisferio, como las que se vuelcan sobre el Pacífico.
Venezuela se incorpora a Mercosur en forma traumática y deslucida, y a duras penas, después de estar esperando 5 años para que la aceptaran.
Ella aportará, como compradora, fundamentalmente, 4 o 5 mil millones de dólares anuales, aproximadamente. Es tal el desbalance que en el año 2012, vendimos a ese bloque apenas 135 millones de dólares y compramos  nada menos que 4.500 millones de dólares. Si se comparan esta cifras con las anteriores al gobierno chavista,  el abismo es notorio.
Hoy, en Caracas, el gobierno venezolano habla de “un nuevo Mercosur”. No sabemos qué quiere significar con esa expresión. ¿Será un Mercosur político, ideologizado, como lo quería el finado Presidente, en donde lo económico seria subalterno?
Me temo que es de nuevo puro blablá, el mismo de siempre. Retórica vacía, sin sustento real, ignorancia supina de cómo se bate el cobre en los negocios internacionales, ideología barata, que si es seguida por los demás socios, será el entierro de Mercosur.  

EMILIO NOUEL V.
@ENouelV
emilio.nouel@gmail.com  


sábado, 26 de octubre de 2013

FUERA DEL ÁREA
  Fernando Savater
EL PAÍS
Después del llanto y crujir de dientes producido por el fallo del Tribunal de Estrasburgo, bastante justificados, conviene recuperar la compostura y recordar unas cuantas cosas que ayuden a superar la tendencia patriótica a la autoflagelación (y de paso cuestionen el júbilo de los proetarras y asimilados, a los cuales podíamos hacerles la misma pregunta que a la hiena necrófaga: “¿De qué coño se ríen?”). 
La llamada doctrina Parot no ha sido tumbada ni desautorizada y sigue siendo tan razonable como siempre. Es una respuesta lógica a la necesidad de adecuar proporcionalmente la pena al delito cometido. No tendría ningún sentido condenar a un asesino a miles de años de cárcel si la remisión de su condena a todos los efectos solo pudiera operar sobre los 30 años —ahora 40— de cumplimiento máximo de la pena. Ya sabemos que nadie va a estar mil años encarcelado, pero esa enorme condena no pude tener otro objetivo que garantizar que los beneficios penitenciarios que puedan corresponder al reo no abreviarán su estancia en prisión como si sus delitos fueran de menor cuantía.
Por supuesto todo el mundo tiene derecho a rehabilitarse, pero el primer paso de la rehabilitación es aceptar la responsabilidad penal por los crímenes cometidos. El resto llegará cuando toque. Por ejemplo, si alguien que ha matado a una docena de personas cree que está en la cárcel como preso político es que aún no ha empezado a rehabilitarse: ni él ni quienes le apoyan en semejante disparate. Sobra decir que esta exigencia de adecuación del castigo a la culpa nada tiene que ver con la venganza, salvo que aceptemos que toda justicia tiene su parte de venganza domesticada, lo cual no deja de ser un tema de reflexión filosófica interesante.
Un tribunal es un árbitro. Ha pitado falta injusta, pero debemos acatarlo
Lo que el Tribunal de Estrasburgo ha derogado es la posibilidad de aplicar esta medida razonable de modo retroactivo. Su fallo está jurídicamente bien fundamentado, según los que entienden de eso, aunque no era inevitable ni el único posible. La irretroactividad de las penas es un principio jurídico fundamental, pero en este caso no se trata de que la pena se alargue retroactivamente, sino que se computan de manera distinta los beneficios penitenciarios que el reo ha ido acumulando y puede acumular en el futuro, algo que podría aceptarse sin renunciar al principio de irretroactividad (véase, por ejemplo, La doctrina Parot, de Javier Tajadura, en Claves de razón práctica, número 222). En esta ocasión el alto tribunal europeo ha dado prioridad a suprimir cualquier sospecha de irretroactividad, pero aceptando en cambio poner en solfa la proporcionalidad de la pena al delito: de los dos principios fundamentales comprometidos ha elegido uno en detrimento del otro, aunque es evidente que hubiera podido decidir de modo opuesto sin que su fallo dejara de estar también competentemente motivado. Para ese tipo de opciones comprometidas y comprometedoras están los tribunales: si no, bastaría con introducir los datos en una computadora y esperar su cálculo invariable. Y desde luego el dictamen del tribunal debe ser cumplido en su debido modo y manera por nuestras autoridades, no porque España haya violado los derechos humanos de nadie sino porque ha firmado unos convenios jurídicos europeos. Los tribunales son árbitros, y aunque los árbitros puedan equivocarse y tomar decisiones erróneas, sin ellos no hay partido. Han pitado penalti y por injusto que a algunos nos parezca debemos acatarlo…
A fin de cuentas, podemos enorgullecernos de que España no ha sido castigada por tener una legislación atroz, sino, al contrario, por no haber aceptado la legislación más dura vigente en otros lugares. Junto con Portugal, España es prácticamente el único país de la Unión Europea que no tiene cadena perpetua, sea revisable o no. Muchos nos alegramos de ello y queremos que siga siendo así, pero en casos como el que nos ocupa comprendemos la comodidad que ofrece a los jueces esa condena a perpetuidad. Nadie puede creer que un criminal que hubiese causado decenas de víctimas en las fuerzas de seguridad de Inglaterra o Francia iba a salir en libertad tras 20 años de cárcel, ni tras 40 ni probablemente nunca. Es cierto que esas condenas son revisables y que se tiene en cuenta el arrepentimiento del recluso, pero tal arrepentimiento nada tiene que ver con un pesar de corazón por las fechorías cometidas, sino que exige demostrarse colaborando activamente con la policía para detener a los cómplices o esclarecer otros delitos. Los pentiti de la Mafia italiana no se limitan a llorar sus pecados, sino que denuncian y dan testimonio contra los capos: así se salvan a veces de la cadena perpetua. Por eso no hace mucho 18 condenados a reclusión de por vida en Francia pidieron que para ellos se reimplantase la pena de muerte: porque sus delitos atroces no eran del tipo que permite delatar a jefes o cómplices y por tanto no les cabía esperar razonablemente abreviamiento de su prisión. En nuestro país las cosas están establecidas de otro modo, hemos intentado compensarlo con medidas suplementarias y nos han pitado fuera de área jueces representantes de los países que no se andan con tantas contemplaciones.
Alguien que ha matado a una docena de personas y cree que es un preso político no ha empezado a rehabilitarse
Y ahora volvamos a una cuestión más de fondo. Es evidente que España, el último país de Europa que ha padecido un largo y sanguinario terrorismo que ha amenazado seriamente el desarrollo de su democracia, podía esperar una comprensión distinta de los países europeos que durante décadas permanecieron ajenos a nuestra tribulación, miraron para otro lado o hasta mostraron mayor tolerancia social para los criminales que para sus víctimas. Algo no hemos debido explicar bien, no solo en Europa sino en América, cuando hace pocas semanas se reunía en México, bajo la interesada batuta de Lokarri, un encuentro continental por el asentamiento de la paz en el País Vasco en el que volvía a hablarse de “libertad para el País Vasco”, “presos políticos” y se mantenía seriamente que “ya es hora de que el País Vasco y España vivan como buenos vecinos”, rematándolo todo que firmasen en apoyo del Acuerdo de Aiete una serie de expresidentes americanos tan estimables como Belisario Betancur, Ricardo Lagos, Julio María Sanguinetti y otros. Sin duda es un efecto más de ese buenismo que no consiste en hacer el bien sino en quedar bien, pero aún así no deja de sorprender tan abominable despiste.
Supongo que de nada servirá recomendarles a ellos y a otros —incluyendo españoles, desde luego, cuya buena voluntad en casos como este ya es más difícil suponer— un repaso de lo que ha sucedido en el País Vasco y de lo que pasa ahora como el que lleva a cabo Teo Uriarte en su reciente libro Tiempo de canallas. La democracia ante el fin de ETA (editorial Ikusager). Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros, como se ha dicho en ocasiones semejantes…
Fernando Savater es escritor.

viernes, 25 de octubre de 2013

LA GUERRA INJUSTA
          ENRIQUE KRAUZE
LETRAS LIBRES
Todos los países confrontan tardeo temprano las culpas de su pasado pero algunos se toman su tiempo. Es el caso de Estados Unidos. Ante sus tres pecados originales –la esclavitud, el trato a los nativos americanos y las guerras imperiales–, el verdadero revisionismo histórico comenzó hace apenas medio siglo. Todavía en los cincuenta, en la mente popular prevalecía la imagen idílica del Sur propuesta por Lo que el viento se llevó, y en Más corazón que odio el valiente y probo Ethan Edwards (John Wayne) podía sacar tranquilamente su pistola para intentar matar a la pequeña Debbie (Natalie Wood) secuestrada años atrás por los comanches y por ello irremisiblemente perdida para la cultura del hombre blanco y civilizado. La pasión crítica de la generación de los sesenta, el movimiento por los derechos civiles y la guerra de Vietnam modificaron el pasado. De entonces para acá la producción académica, editorial, museográfica y cinematográfica que corrige la óptica racista de la esclavitud y las guerras indias ha sido cada vez más valiosa y abundante.
Con la historia del militarismo imperial ocurre un fenómeno más ambiguo. Parecería que la literatura histórica y la cinematografía acompañan los zigzags de la política exterior. Si bien Vietnam provocó un vasto autoexamen nacional, las guerras posteriores al 9/11 vieron aparecer libros que reivindicaban el espíritu bélico de Teddy Roosevelt y sus “espléndidas pequeñas guerras” en el Caribe. En los últimos años, tal vez debido al desastroso involucramiento en Iraq, el péndulo ha oscilado de nuevo hacia la consideración de los errores y los crímenes. En este marco moral se inscribe el excelente libro de Amy S. Greenberg sobre la primera aventura imperial de Estados Unidos, la que por más de un siglo se conoció como “la guerra mexicana” (“the Mexican war”) y que Greenberg rebautiza como “a wicked war” (“una perversa guerra”), que es exactamente como Ulysses S. Grant (que participó en ella igual que Sherman, Jackson y Lee) se refería a ella en 1879:
No creo que haya habido una guerra más perversa que la que emprendió Estados Unidos contra México. Lo creía entonces, cuando era solo un joven, pero no tuve el suficiente valor moral para renunciar.
Esa no fue la opinión de Justin H. Smith, cuyo libro The war with Mexico(Premio Pulitzer de 1920) sostenía que la guerra “había sido deliberadamente provocada por acto y voluntad de México”. La idea de un México “belicoso” prevaleció hasta principios de los setenta, incluso en autores sólidos como David Pletcher, que todavía en 1973 explicaba “clínicamente” el conflicto: “México era un país enfermo, aquejado por el equivalente nacional a la gota, la fiebre intermitente y la parálisis progresiva [...] Su enfermedad inspiró en su ambicioso vecino más avidez que compasión.” Por su parte, la historiografía mexicana ha refutado desde siempre esas supuestas causas documentando factores como la larga data del expansionismo estadounidense, el frenesí que provocó en los años cuarenta la idea casi religiosa del Destino Manifiesto y la incidencia de los intereses del Sur en atizar el conflicto para ensanchar el número de estados esclavistas.
De entonces para acá han aparecido varias obras estimables sobre diversos aspectos de la guerra. Quizá la más completa por su cobertura detallada del aspecto militar y su atención a las fuentes mexicanas seaEagles and empire, de David A. Clary (2009). Con todo, por su extensión y prolijidad, no deja de ser una historia especializada. Había espacio para una historia narrativa que con sensibilidad y equilibrio introdujera al lector general en aquel remoto y casi olvidado drama entre las dos jóvenes repúblicas americanas. En A wicked war, Amy S. Greenberg logra ese propósito mediante un eficaz artificio biográfico: contar la guerra a través de la vida de cinco personajes estadounidenses marcados por ella.
El primero es el presidente James K. Polk, el metódico y obsesivo político de Tennessee, antiguo presidente de la Cámara de Representantes y protegido de Andrew Jackson que, acompañado por Sarah, su imperiosa mujer, manejó milimétricamente la guerra de principio a fin y con tal obsesivo tesón que murió a las pocas semanas de dejar el poder. Frente a él, como en un drama griego, se alzó el célebre tribuno Henry Clay, a quien Polk venció sorpresivamente en las elecciones de 1844. Clay, cabeza del partido Whig, se opuso a la inminente anexión de Texas (pactada con los texanos por el presidente saliente John Tyler) porque sabía que conduciría a una guerra que consideraba innecesaria e injusta pero nunca imaginó que su propio hijo, Henry Clay, Jr., moriría en ella. También en la guerra moriría un personaje menos notorio, John J. Hardin, exsenador por el distrito de Springfield, Illinois, que quiso emular en México las hazañas de su padre y abuelo en las guerras de Independencia de 1812 y las guerras indias. Su contrincante de partido era el joven abogado Abraham Lincoln, cuarta figura del elenco. La guerra, a la que se opuso, lo tocó muy tangencialmente pero contribuyó a perfilar su ideario político. El personaje final es Nicholas Trist, secretario sucesivo de Thomas Jefferson (casó con su nieta) y de Jackson, que Greenberg rescata del olvido pero que merecería una estatua en ambos países por su contribución a la paz.
Greenberg no teoriza sobre las causas de la guerra, prefiere narrar vívidamente la concatenación de hechos que la precipitaron. En 1844, la victoria presidencial de Clay (después de dos intentos infructuosos) parecía asegurada. Pero su archirrival demócrata Jackson indujo entre los suyos la improbable candidatura de Polk, que resultó popular por su apoyo a la anexión de Texas y su abierto mensaje expansionista. Las elecciones de fines de 1844 fueron cerradísimas. Si el abolicionista Partido de la Libertad no hubiera restado votos a Clay en Nueva York, la historia habría sido distinta. Clay representaba la posibilidad de una relación política y diplomática paciente y respetuosa (no bélica y menos imperial) con las frágiles repúblicas hispanas de América. La guerra con México fue el presagio de la actitud que terminó por consolidarse en 1898, con la guerra en Cuba y Filipinas. No es casual que el biógrafo de Clay haya sido uno de los más lúcidos críticos del imperialismo a principios del siglo xx: Carl Schurz.
La psicología política de Polk –profeta armado del Destino Manifiesto– fue un factor decisivo. Estaba convencido de que “era la voluntad de Dios que las tierras más ricas de México, en especial la franja fértil a lo largo del Pacífico, pasaran de manos de sus residentes inquietos a los blancos laboriosos que saben custodiar mejor sus recursos”. Quizá no quería la guerra en sí misma pero, teniendo varias opciones para negociar los temas contenciosos con México (pago de reclamaciones, frontera de Texas), escaló el conflicto hasta provocar la chispa que precipitó la violencia. Se trataba, según Polk, de una guerra justa, provocada por los mexicanos incapaces de cumplir sus deudas y absurdamente reacios a vender (como Francia y España habían vendido Louisiana y la Florida) un territorio que comprendía Nuevo México y California y que evidentemente no podían poblar, aprovechar ni gobernar.
Estados Unidos, una república joven que, como la mexicana, acababa de conquistar con una guerra su independencia, ¿habría accedido a vender territorio? Polk no se hacía esas preguntas porque veía a los mexicanos como seres inferiores racial e intelectualmente, a los que había que enseñar a “respetar”. “El concepto de justicia que tenía Polk –aduce Greenberg– fue moldeado indudablemente por su experiencia como dueño de esclavos [...] Como sucedió con los dueños de esclavos más conservadores en la década de 1840, Sarah y James Polk creían que el dominio de los blancos sobre los negros era parte del plan divino. El dominio de los fuertes sobre los débiles, y de los blancos sobre los negros o los mestizos, no solo era una realidad de la esclavitud, sino, a sus ojos, era lo correcto.”
Lo significativo es que esta idea de supremacía racial fue compartida por una vasta mayoría del electorado americano que apoyó con entusiasmo la guerra con México. No faltaron desde el principio voces disidentes, aun de personajes tan contrarios entre sí como el esclavista John C. Calhoun (que acuñó la frase “la guerra del señor Polk”) y el expresidente John Quincy Adams (que veía esa escandalosa guerra como un complot de los esclavistas para dominar el Congreso). Y aún en el teatro mismo de la guerra, Zachary Taylor, el viejo comandante de la fuerzas americanas que iniciaría las hostilidades en la frontera, pensaba que “la anexión es insidiosa como política y perversa como hecho”. Su amigo el teniente coronel Ethan Allen Hitchcock reconoció: “No tenemos una sola partícula de derecho para estar aquí [...] Da la impresión de que el gobierno envió un pequeño contingente con el propósito de desatar una guerra, para entonces tener el pretexto para tomar California y tanto territorio como desee de este país.” Pero la explosión paralela de la población (alrededor de veinte millones en 1845) y la imprenta en Estados Unidos (en la prensa, folletines, novelas, historias) convergieron en la gran causa nacional de la guerra hasta hacerla un fenómeno cultural sin precedente. Walt Whitman, editor de un diario demócrata en Brooklyn, expresó aquel fervor con aliento profético: “¡México debe ser cabalmente castigado! [...] Avancen nuestras armas con un espíritu que enseñará al mundo que, si bien no buscamos pendencias, los Estados Unidos sabemos aplastar y desplegarnos.”
El autoengaño colectivo era evidente. A despecho de algunas bravatas en la prensa y el Congreso, lo último que México quería era la guerra, que asumió finalmente como una fatalidad y como la única respuesta honrosa posible. Pero Whitman –con toda su autocomplacencia moral– reflejaba el ánimo del público y anticipaba la historia: aplastar y desplegarse.
*
Esta guerra injustificada duró propiamente del 24 de abril de 1846 (día que en se abrieron hostilidades en Matamoros) hasta el 16 de septiembre de 1847 (día de la independencia en el que los mexicanos vieron ondear en el Palacio Nacional –en palabras de un eminente historiador– “el odiado pabellón de las barras y las estrellas”). Dos contingentes americanos cerraron pinzas, por mar y tierra, en el segundo semestre de 1846 para capturar los puertos de la Alta California y el territorio de Nuevo México. En 1847, el escenario principal fue el norte y centro del país. La fuerza comandada por Taylor avanzó desde la frontera barriendo Monterrey de manera sangrienta (20-24 de septiembre de 1846) hasta batirse con el ejército mexicano comandado por Santa Anna en la primera batalla mayor (La Angostura, 22-23 de febrero de 1847). Aunque no hubo un triunfador claro, el público americano exaltó hasta niveles míticos la figura de Taylor. Polk, que recelaba de él (con razón: lo sucedería en la presidencia), dispuso transferir parte de sus fuerzas al Golfo de México, donde el general Winfield Scott acometería el cerco al puerto de Veracruz (9-29 de marzo de 1847) y a partir de ahí recorrería por cinco meses la ruta de Hernán Cortés hasta la ciudad de México. (De hecho, muchos soldados se veían a sí mismos émulos de los conquistadores españoles y traían consigo el reciente libro de Prescott sobre la Conquista.) Luego de librar la decisiva batalla de Cerro Gordo (18 de abril de 1847), a mediados de agosto los estadounidenses llegaron al Valle de México donde se librarían cuatro batallas históricas y sangrientas: Padierna, Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec, antes de apoderarse de la ciudad de México. Después de meses de tensa ocupación, el 2 de febrero de 1848 se firmaron los Tratados de Guadalupe Hidalgo en los cuales México aceptaba que su frontera con Texas era el Río Grande y cedía por quince millones de dólares (tres al contado, el resto a plazos) los territorios de Nuevo México y California. Polk habría querido añadir al paquete Baja California. Y había voces que pedían la anexión total del país. Pero gracias a Trist, que terminó por actuar así por su cuenta, el arreglo fue menos brutal. “Para Trist –dice Greenberg– la invasión norteamericana de México y su ocupación de la capital fue ‘algo de lo que todo americano sensato debe sentirse avergonzado’.” Y no era el único en sentir vergüenza: “Siento pena por el pobre México”, escribió Grant a su novia. Las últimas tropas estadounidenses salieron de Veracruz el 2 de agosto de 1848.
El libro de Greenberg tiene dos méritos mayores: su empleo de testimonios personales de la guerra y su registro de las atrocidades cometidas por los norteamericanos (en particular los voluntarios) a su paso por el país. Se trata de una historia que no ha sido contada en detalle, ni siquiera por autores mexicanos. En el norte de México ocurrió esta escena, perpetrada por voluntarios de Arkansas:
La cueva estaba llena de voluntarios, que gritaban como locos, mientras que en el suelo pedregoso yacían más de veinte mexicanos, moribundos y muertos en charcos de sangre, mientras que las mujeres y los niños se abrazaban a las rodillas de los asesinos e imploraban piedad [...] Casi treinta mexicanos yacían masacrados en el piso, casi todos con la cabellera arrancada. Las grietas de las piedras se llenaban de sangre que se iba coagulando.
Refiriéndose precisamente a esos actos, Scott escribió al secretario de Estado en enero de 1847: “Nuestros militares y voluntarios, si solo una décima parte de lo que se dice es cierto, han cometido atrocidades –horrores– en México, suficientes como para hacer que el cielo rompa en llanto, y todo americano, de moral cristiana, se sonroje al pensar en su país. Asesinatos, robos y violaciones de madres e hijas en presencia de los hombres atados se han vuelto un suceso común a lo largo del Río Grande.” Sin embargo, un mes después de escribir su carta (contra todas las reglas internacionales de la guerra) Scott mismo negó a los cónsules europeos que se lo solicitaban la evacuación de niños, mujeres, ancianos y enfermos en Veracruz y bombardeó sin misericordia el puerto, destruyendo casas, iglesias, hospitales. Un testigo escribió el día siguiente al Día de San Valentín de 1847: “No nos volvamos a quejar de la barbarie mexicana –pobre, degradada, ‘arrasada por el clero’ como es–. Ningún acto de crueldad inhumana perpetrado por sus más desesperados bandidos puede superar los actos de ayer, cometidos por nuestra soldadesca.”
La lectura paralela de los testimonios que recoge Clary da una idea aproximada de aquella perversa guerra tal como la vivió la población civil. Abundaron escenas de violaciones, saqueos, robos, asesinatos en los que las “víctimas [...] comúnmente eran indios pobres o castas”. Desde Veracruz, el capitán Sydenham Moore le escribió a su esposa que creía que había más de seiscientos civiles muertos, “entre ellos, lamento decir, hay muchas mujeres y niños”. A su vez, el capitán Robert E. Lee le dijo a su esposa: “Mi corazón sangra por los habitantes.”
Conforme los reporteros daban cuenta de las atrocidades, en muchas ciudades americanas el fervor guerrero fue atenuándose hasta convertirse en vergüenza y repugnancia. El propio Hardin, antes de morir en La Angostura, describía a su familia la pobreza del país invadido y confesaba sus dudas sobre la justificación de la guerra. “Los civiles mexicanos [...] siempre nos trataron con amabilidad”, escribió un oficial con remordimiento. Para apreciar directamente esa amabilidad basta mirar con atención los daguerrotipos que reproduce Greenberg, tomados en Saltillo, a principio de 1847. Gente pobre viendo pasar las caravanas norteamericanas como si fueran seres de otro planeta, gente pobre posando con ellos, risueña, temerosa. Gente pobre. ¿Estos eran los feroces enemigos, los representantes de la “raza desleal”, a quienes había que someter?
Greenberg conjetura que las atrocidades eran un eco del pasado reciente: las guerras indias habían dejado su marca sobre las tropas americanas: “cuando se enfrentaban con una ‘raza desleal’, las reglas de la guerra no se aplicaban. La venganza, a sus ojos, era justicia”. El propio Scott había participado en las masacres de indios cherokees en 1838. Sea como fuera, las batallas cruciales de la ciudad de México dejaron un saldo aún mayor de víctimas. Tras la batallas de Padierna –recuerda Clary– “lo más perturbador de todo fue ver a las cientos de soldaderas muertas esparcidas entre los cadáveres de sus hombres”. El Diario del Gobiernodeclaró: “Mexicanos, estos son los hombres que nos llaman bárbaros y nos dicen que vienen a civilizarnos [...] Que los maldigan todos los cristianos, como ya lo hace Dios.” Mientras tanto, The New York Heraldpontificaba: “Como a las vírgenes de las sabinas, ella [México] pronto aprenderá a amar a su violador.” Pero ese amor nunca se dio. Las últimas batallas fueron una carnicería, porque las tropas mexicanas (y muchos ciudadanos de a pie, armados con piedras y ladrillos) cobraban cara la invasión. Meses después del cese al fuego, la ciudad vivió aterrorizada por las imágenes y testimonios de saqueos, asesinatos a mansalva y ejecuciones. El coronel George Moore de Illinois adelantaba el veredicto histórico que otros muchos americanos (Thoreau, Emerson, John Quincy Adams, Grant y aun –atenuadamente– el propio Whitman) tendrían finalmente de la guerra: “La guerra dejó un reproche sobre nosotros”, Estados Unidos, “que años y años no podrán remover”.
Entre todos los testimonios de reprobación, Greenberg destaca el discurso de Clay en Lexington, Kentucky, a fines de 1847, en el que señaló la responsabilidad de Polk en provocar una guerra “innecesaria” de “agresión ofensiva” y habló del “espíritu indómito de aventura” que había derivado en un loco “sacrificio de vidas humanas... un desperdicio de tesoros humanos... cuerpos retorcidos... muerte y... desolación”. Clay justifica la postura de México. México, no Estados Unidos, estaba “defendiendo sus hogares, sus castillos y sus altares”.
Su voz grave retumbaba –escribe Greenberg–, Clay se inclinaba sobre el podio, y advertía a su audiencia sobre los peligros de anexar a México, y citaba ejemplos históricos para probar que el imperialismo inevitablemente llevaba a la ruina de la nación conquistadora. Se detuvo un largo tiempo en las “funestas y fatales” consecuencias de emular al Imperio romano, los efectos nocivos que tenía sobre el carácter el convertirse en un “poder conquistador y belicoso”.
Y recordó un ejemplo más cercano: “Todo irlandés odia, con odio mortal, a su opresor sajón”, y trazó un paralelo entre Irlanda y México. ¿Sabía entonces que un grupo de irlandeses se había pasado a luchar al bando mexicano? ¿Se enteró del modo en que fueron colgados como desertores en la ciudad de México? Su recuerdo ha permanecido en nuestra memoria: “el batallón de San Patricio”.
El discurso de Clay (que exigía al Congreso terminar la guerra sin anexar un acre de México más allá de la frontera original con Texas) conmovió a su partidario, el senador de Illinois Abraham Lincoln, que en su intervención exigió señalar el “punto en particular” (“the particular spot”) en el que, según la versión de Polk, los mexicanos habían provocado al ejército de Taylor para desatar la guerra. Su insistencia le valió por años el mote de “Spotty” Lincoln.
*
Greenberg advierte en su introducción que no abordaría la historia militar. Quizá su libro se habría beneficiado de disminuir un poco el detalle biográfico de sus protagonistas (que a veces distrae de la trama central) a favor de un registro sobre las condiciones materiales y sociales de ambos ejércitos. Las diferencias eran abismales, no solo en la alta formación de los oficiales (el papel de Lee como ingeniero inspeccionando la topografía del terreno, al menos en tres momentos, fue decisivo) sino en el armamento. La movilidad de la caballería ligera (Flying Artillery[*]) era cinco veces mayor que la de las viejas, pesadas y mal provistas piezas mexicanas. Y frente a los rifles y pistolas de repetición americanos poco podían los lentísimos, anticuados y a menudo inservibles fusiles mexicanos, reliquias de las guerras napoleónicas compradas en los mercados de Europa. Santa Anna, vilipendiado en la historia mexicana como un traidor, hizo la hazaña de levantar tres ejércitos sucesivos de casi veinte mil hombres para las batallas de La Angostura, Cerro Gordo y la ciudad de México. Pero se trataba de tropas populares, que en el primer caso recorrieron por días, casi sin víveres ni agua, el helado desierto de San Luis Potosí y en esas condiciones libraron una batalla digna.
¿Cuántos militares estadounidenses participaron en la guerra? Aunque las cifras difieren, Greenberg habla de 59,000 voluntarios y 27,000 regulares. En lo que sí hay consenso es en el número de muertos: 13,768. Teniendo en cuenta que la población total era de cerca de veinte millones, se trata de la tasa de mortandad más alta de Estados Unidos en una guerra exterior en su historia. Las cifras de muertos mexicanos, tanto civiles como militares, nunca han sido computadas con precisión, pero es claro que excedieron ampliamente a las de sus rivales. La población mexicana era entonces de ocho millones de habitantes. Quizá murió uno de cada doscientos mexicanos.
*
En México, la reacción inmediata fue una hondísima lamentación. Guillermo Prieto, que participó como voluntario en la batalla de Padierna, en 1848 publicó pasajes estremecedores, como este: “Al amanecer el 20 de agosto, los americanos, volteando nuestra posición por movimientos efectuados con la velocidad del relámpago, inclinaron su artillería y la nuestra sobre las fuerzas dispersas que huían por el descenso de las lomas y quedaron regueros de cadáveres; heridos que se arrastraban moribundos; carros hechos pedazos y mujeres enloquecidas de aullar, con los brazos levantados y los ojos de lobas perseguidas [...] Aquella avalancha rodaba, se escurría loca, espantosa, en dirección de Churubusco.”
Otro testigo de primera mano fue José Fernando Ramírez, nada menos que el ministro de Asuntos Interiores y Exteriores. Dejó un conjunto de cartas que constituyen un invaluable diario del conflicto. Leerlo es una tortura. El duelo se transforma en furia e impotencia. Ramírez repudia la invasión pero deja clara la responsabilidad de las elites rectoras mexicanas en la derrota: el poderoso y rico clero (que negó el crucial apoyo financiero); las clases altas (indiferentes y aún condescendientes con el invasor); el Congreso, dividido en partidos irreconciliables que se empeñaban en discutir la forma conveniente de gobierno o en discursos incendiarios en vez de procurar medidas prácticas (como la no imposible mediación inglesa) que habrían podido modificar el curso de la guerra; y, finalmente, la oficialidad del ejército, muchas veces cobarde y apocada, dividida por vanidades absurdas, y sobre todo impreparada. Ante tal falta de liderazgo, era natural que la tropa (“masas de hombres sin instrucción y desarmados”) imaginara invencibles a los “gringos”. “No pienso en una victoria –escribió Ramírez–, deseo únicamente que salvemos el honor.” En sus dramáticas páginas, se avergüenza de que los mexicanos no defendieran su territorio como los rusos o españoles ante Napoleón, pero al final se sorprende al advertir en la tropa y en la gente común “el despertar de un grandísimo entusiasmo. Dios quiera que dure”. Duró, pero fue reprimido: “Avisé a las personas de mi familia que estoy sano y salvo de cuerpo. Mi alma está destrozada.”
Desde la azotea de su casa en el barrio de San Cosme, Lucas Alamán vio con su catalejo las batallas finales. Escribía entonces los capítulos finales de su magna historia de la independencia de México. Y no se le escapó la cruel paradoja de concluir esa obra al tiempo en que el país sufría una nueva conquista, infligida a México por un país que ni siquiera existía en los tiempos en que Hernán Cortés vencía a los valientes mexicas. Por eso su visión fue apocalíptica: “México parece destinado a que los pueblos que se han establecido en él en diversas épocas desaparezcan de su superficie dejando apenas memoria de su existencia.” Había ocurrido con los mayas, los toltecas y los mexicas. Y ante sus ojos estaba ocurriendo nuevamente:
[...] así también los actuales habitantes quedarán arruinados y sin obtener siquiera la compasión que aquellos merecieron, y se podrá aplicar a la nación mexicana de nuestros días lo que un célebre poeta latino dijo de uno de los más famosos personajes de la historia romana: Stat magni nominis umbra: no ha quedado más sombra de otro tiempo ilustre.
Han transcurrido 166 años desde aquellos hechos. Más allá de la producción historiográfica y las leyendas heroicas, más allá de las conmemoraciones oficiales, de los monumentos que recuerdan los hechos y el registro en los libros de texto, aquella guerra adopta, en el universo mitológico de México, la forma de una cicatriz. Pero una cicatriz que vuelve a doler en los momentos serios y los momentos triviales: una decisión sobre la apertura comercial o un partido de futbol. El tenaz nacionalismo mexicano –defensivo, receloso, incandescente– es inexplicable sin ese agravio.
En Estados Unidos la guerra es parte de la prehistoria, y no parece inminente que, a pesar de la aparición de libros tan meritorios como el de Amy Greenberg, su memoria llegue a las pantallas de cine, ni siquiera como un espejo remoto de las mismas actitudes, errores, prejuicios y atrocidades que Estados Unidos ha cometido hasta tiempos recientes.
Pero el siglo xxi nos regala una oportunidad inesperada para que ambos países confronten y superen su pasado. Estados Unidos puede tomar la iniciativa. En 1847 había cien mil habitantes en Nuevo México y la Alta California. Ahora son varios millones en todo el país. Estados Unidos, esa es la verdad, tiene a México dentro de sí, y no puede darse el lujo de negarlo. La Ley de Amnistía a los migrantes, descendientes remotos de aquellos que padecieron la invasión, sería una buena manera de confrontar las culpas del pasado y reconciliarnos con él. ~

TLCAN A 20 AÑOS


            Jorge Castañeda

Pronto conmemoraremos el 20 aniversario de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El 1 de enero del 1994 comenzó una nueva etapa de nuestra relación  con Estados Unidos (y en menor medida con Canadá), que transformó al país. Será un magnífica ocasión para sacar un balance de estos dos decenios en México y reflexionar sobre lo que viene.
En EU ya empiezan los esfuerzos de prospección y de revisión histórica. El Council of Foreign Relationsde Nueva York, ya formó una comisión sobre la integración de América del Norte, presidida por Robert Zoellick, ex presidente del Banco Mundial, ex Subsecretario de Estado y ex Representante Especial de Comercio, y David Paetreus, militar retirado, ex-Director de la CIA y  ex jefe de las tropas norteamericanas en Afganistán. Durante un año buscarán una “gran idea” para el futuro de la región, inspirada en parte por el libro de Robert Pastor (miembro de la comisión), The North American Idea. En México no hay posibilidad de que suceda algo por el estilo, pero por lo menos podemos esperar una buena discusión sobre los saldos del TLCAN.
De darse, ojalá partiera de los orígenes: la verdadera historia de por qué Salinas decidió proponerle el acuerdo a Bush (padre); qué beneficios prometieron, qué denunciaron los críticos o adversarios mexicanos del convenio en cuanto a los peligros por venir. Sabemos que todos los bandos exageraron –ni llegaron todos los frutos prometidos, ni sucedieron todas las catástrofes anunciadas- pero será útil revisar que predijo cada quien. Tenemos la ventaja del tiempo: cinco presidentes  mexicanos, catorce años de crecimiento económico cercano al promedio de las dos décadas, dos muy buenos, dos muy malos, y dos de expansión casi nula (2001 y 2013). De suerte que ningún año demasiado malo o excesivamente bueno impacta mucho. Tuvimos dos alternancias políticas, tratados con otros países, presidentes con mayorías legislativas y lo contrario,  ataques terroristas en EU, Demócratas y Republicanos gobernando a partes iguales. Abunda la materia prima para el análisis.
Lo difícil será lograr un debate sustantivo y de buena fe, y la selección de los puntos de referencia. ¿Con qué debemos comparar el desempeño mexicano en el TLCAN? ¿Con los veinte años anteriores? ¿Con ejercicios contra-factuales, por definición hipotéticos,  y a veces descabellados? ¿Con lo hecho por  países cercanos durante el mismo lapso (Chile o Brasil), o con países lejanos en una época diferente pero en situaciones análogas (Europa del sur, por ejemplo)? Los opositores al tratado señalarán los resultados insuficientes (crecimiento económico raquítico -de 2.5% anual en promedio-, cero aumento de la productividad, inversión extranjera mediocre, escasa reducción de la pobreza, magro incremento del empleo manufacturero y de los ingresos reales), y sus partidarios esgrimirán argumentos en sentido inverso: crecimiento descomunal de las exportaciones (multiplicadas por seis en veinte años), democratización en México, “efecto Walmart” para las clases medias en pleno ensanchamiento. Los primeros sostendrán que muchas de las desgracias en el país durante estos lustros son atribuibles al TLCAN: Chiapas, narco, economía informal, magnicidios, migración masiva; los segundos responderán que nos hubiera ido peor sin TLCAN. Sería provechoso que todos procurarán fundamentar sus tesis con datos, por sesgados o selectivos que fueran.
Por mi parte, recordaré, en los meses que vienen, la posición que asumí entre 1990 y 1993 de criticar al tratado de Salinas, proponiendo otro acuerdo y no la perpetuación del status quo, y aceptando su realidad una vez aprobado. Trataré de detectar las disyuntivas que se presentaron y  en las cuales el país se equivocó, con la ayuda del TLCAN o a pesar de él. Y concluiré, creo, que el convenio no nos trajo grandes daños, que sus resultados son superiores al contra-factual inercial, pero inferiores a las expectativas, a las necesidades, a las posibilidades con un tratado diferente. Bienvenido el debate.

jueves, 24 de octubre de 2013

NEVER SAW IT COMING


         Alan Greenspan

Foreign Affairs

It was a call I never expected to receive. I had just returned home from playing indoor tennis on the chilly, windy Sunday afternoon of March 16, 2008. A senior official of the U.S. Federal Reserve Board of Governors was on the phone to discuss the board’s recent invocation, for the first time in decades, of the obscure but explosive Section 13(3) of the Federal Reserve Act. Broadly interpreted, that section empowered the Federal Reserve to lend nearly unlimited cash to virtually anybody: in this case, the Fed planned to loan nearly $29 billion to J.P. Morgan to facilitate the bank’s acquisition of the investment firm Bear Stearns, which was on the edge of bankruptcy, having run through nearly $20 billion of cash in the previous week.
The demise of Bear Stearns was the beginning of a six-month erosion in global financial stability that would culminate with the failure of Lehman Brothers on September 15, 2008, triggering possibly the greatest financial crisis in history. To be sure, the Great Depression of the 1930s involved a far greater collapse in economic activity. But never before had short-term financial markets, the facilitators of everyday commerce, shut down on a global scale. As investors swung from euphoria to fear, deeply liquid markets dried up overnight, leading to a worldwide contraction in economic activity.
The financial crisis that ensued represented an existential crisis for economic forecasting. The conventional method of predicting macroeconomic developments -- econometric modeling, the roots of which lie in the work of John Maynard Keynes -- had failed when it was needed most, much to the chagrin of economists. In the run-up to the crisis, the Federal Reserve Board’s sophisticated forecasting system did not foresee the major risks to the global economy. Nor did the model developed by the International Monetary Fund, which concluded as late as the spring of 2007 that “global economic risks [had] declined” since September 2006 and that “the overall U.S. economy is holding up well . . . [and] the signs elsewhere are very encouraging.” On September 12, 2008, just three days before the crisis began, J.P. Morgan, arguably the United States’ premier financial institution, projected that the U.S. GDP growth rate would accelerate during the first half of 2009. The pre-crisis view of most professional analysts and forecasters was perhaps best summed up in December 2006 by The Economist: “Market capitalism, the engine that runs most of the world economy, seems to be doing its job well.”
What went wrong? Why was virtually every economist and policymaker of note so blind to the coming calamity? How did so many experts, including me, fail to see it approaching? I have come to see that an important part of the answers to those questions is a very old idea: “animal spirits,” the term Keynes famously coined in 1936 to refer to “a spontaneous urge to action rather than inaction.” Keynes was talking about an impulse that compels economic activity, but economists now use the term “animal spirits” to also refer to fears that stifle action. Keynes was hardly the first person to note the importance of irrational factors in economic decision-making, and economists surely did not lose sight of their significance in the decades that followed. The trouble is that such behavior is hard to measure and stubbornly resistant to any systematic analysis. For decades, most economists, including me, had concluded that irrational factors could not fit into any reliable method of forecasting.
Financial firms believed that if a crisis developed, the insatiable demand for exotic products would dissipate only slowly. They were mistaken.
But after several years of closely studying the manifestations of animal spirits during times of severe crisis, I have come to believe that people, especially during periods of extreme economic stress, act in ways that are more predictable than economists have traditionally understood. More important, such behavior can be measured and should be made an integral part of economic forecasting and economic policymaking. Spirits, it turns out, display consistencies that can help economists identify emerging price bubbles in equities, commodities, and exchange rates -- and can even help them anticipate the economic consequences of those assets’ ultimate collapse and recovery.

(Ib Ohhlson)

SPIRITS IN THE MATERIAL WORLD
The economics of animal spirits, broadly speaking, covers a wide range of human actions and overlaps with much of the relatively new discipline of behavioral economics. The study aims to incorporate a more realistic version of behavior than the model of the wholly rational Homo economicus used for so long. Evidence indicates that this more realistic view of the way people behave in their day-by-day activities in the marketplace traces a path of economic growth that is somewhat lower than would be the case if people were truly rational economic actors. If people acted at the level of rationality presumed in standard economics textbooks, the world’s standard of living would be measurably higher.
From the perspective of a forecaster, the issue is not whether behavior is rational but whether it is sufficiently repetitive and systematic to be numerically measured and predicted. The challenge is to better understand what Daniel Kahneman, a leading behavioral economist, refers to as “fast thinking”: the quick-reaction judgments on which people tend to base much, if not all, of their day-to-day decisions about financial markets. No one is immune to the emotions of fear and euphoria, which are among the predominant drivers of speculative markets. But people respond to fear and euphoria in different ways, and those responses create specific, observable patterns of thought and behavior.
Perhaps the animal spirit most crucial to forecasting is risk aversion. The process of choosing which risks to take and which to avoid determines the relative pricing structure of markets, which in turn guides the flow of savings into investment, the critical function of finance. Risk taking is essential to living, but the question is whether more risk taking is better than less. If it were, the demand for lower-quality bonds would exceed the demand for “risk-free” bonds, such as U.S. Treasury securities, and high-quality bonds would yield more than low-quality bonds. It is not, and they do not, from which one can infer the obvious: risk taking is necessary, but it is not something the vast majority of people actively seek.
The bounds of risk tolerance can best be measured by financial market yield spreads -- that is, the difference between the yields of private-sector bonds and the yields of U.S. Treasuries. Such spreads exhibit surprisingly little change over time. The yield spreads between prime corporate bonds and U.S. Treasuries in the immediate post‒Civil War years, for example, were similar to those for the years following World War II. This remarkable equivalence suggests long-term stability in the degree of risk aversion in the United States.
Another powerful animal spirit is time preference, the propensity to value more highly a claim to an asset today than a claim to that same asset at some fixed time in the future. A promise delivered tomorrow is not as valuable as that promise conveyed today. Investors experience this phenomenon mostly through its most visible counterparts: interest rates and savings rates. Like risk aversion, time preference has proved remarkably stable: indeed, in Greece in the fifth century BC, interest rates were at levels similar to those of today’s rates. From 1694 to 1972, the Bank of England’s official policy rate ranged from two to ten percent. It surged to 17 percent during the inflationary late 1970s, but it has since returned to single digits.
Time preference also affects people’s propensity to save. A strong preference for immediate consumption diminishes a person’s tendency to save, whereas a high preference for saving diminishes the propensity to consume. Through most of human history, time preference did not have a major determining role in the level of savings, because prior to the late nineteenth century, most people had to consume virtually all they produced simply to stay alive. There was little left over to save even if people were innately inclined to do so. It was only when the innovation and productivity growth of the Industrial Revolution freed people from the grip of chronic starvation that time preference emerged as a significant -- and remarkably stable -- economic force. Consider that although real household incomes have risen significantly since the late nineteenth century, average savings rates have not risen as a consequence. In fact, during periods of peace in the United States since 1897, personal savings as a share of disposable personal income have almost always stayed within a relatively narrow range of five to ten percent.
THE JESSEL PARADOX
In addition to the stable and predictable effects of time preference, another animal spirit is at work in these long-term trends: “conspicuous consumption,” as the economist Thorstein Veblen labeled it more than a century ago, a form of herd behavior captured by the more modern idiom “keeping up with the Joneses.” Saving and consumption reflect people’s efforts to maximize their happiness. But happiness depends far more on how people’s incomes compare with those of their perceived peers, or even those of their role models, than on how they are doing in absolute terms. In 1995, researchers asked a group of graduate students and staff members at the Harvard School of Public Health whether they would be happier earning $50,000 a year if their peers earned half that amount or $100,000 if their peers earned twice that amount; the majority chose the lower salary. That finding echoed the results of a fascinating 1947 study by the economists Dorothy Brady and Rose Friedman, demonstrating that the share of income an American family spent on consumer goods and services was largely determined not by its income but by how its income compared to the national average. Surveys indicate that a family with an average income in 2011 spent the same proportion of its income as a family with an average income in 1900, even though in inflation-adjusted terms, the 1900 income would represent only a minor fraction of the 2011 figure.
Such herd behavior also drives speculative booms and busts. When a herd commits to a bull market, the market becomes highly vulnerable to what I dub the Jessel Paradox, after the vaudeville comedian George Jessel. In one of his routines, Jessel told the story of a skeptical investor who reluctantly decides to invest in stocks. He starts by buying 100 shares of a rarely traded, fly-by-night company. Surprise, surprise -- the price moves from $10 per share to $11 per share. Encouraged that he has become a wise investor, he buys more. Finally, when his own purchases have managed to bid the price up to $30 per share, he decides to cash in. He calls his broker to sell out his position. The broker hesitates and then responds, “To whom?”
Classic market bubbles take shape when herd behavior induces almost every investor to act like the one in Jessel’s joke. Bears become bulls, propelling prices ever higher. In the archetypal case, at the top of the market, everyone has turned into a believer and is fully committed, leaving no unconverted skeptics left to buy from the first new seller.
That was, in essence, what happened in 2008. By the spring of 2007, yield spreads in debt markets had narrowed dramatically; the spread between “junk” bonds that were rated CCC or lower and ten-year U.S. Treasury notes had fallen to an exceptionally low level. Almost all market participants were aware of the growing risks, but they also knew that a bubble could keep expanding for years. Financial firms thus feared that should they retrench too soon, they would almost surely lose market share, perhaps irretrievably. In July 2007, the chair and CEO of Citigroup, Charles Prince, expressed that fear in a now-famous remark: “When the music stops, in terms of liquidity, things will be complicated. But as long as the music is playing, you’ve got to get up and dance. We’re still dancing.”
Financial firms accepted the risk that they would be unable to anticipate the onset of a crisis in time to retrench. However, they thought the risk was limited, believing that even if a crisis developed, the seemingly insatiable demand for exotic financial products would dissipate only slowly, allowing them to sell almost all their portfolios without loss. They were mistaken. They failed to recognize that market liquidity is largely a function of the degree of investors’ risk aversion, the most dominant animal spirit that drives financial markets. Leading up to the onset of the crisis, the decreased risk aversion among investors had produced increasingly narrow credit yield spreads and heavy trading volumes, creating the appearance of liquidity and the illusion that firms could sell almost anything. But when fear-induced market retrenchment set in, that liquidity disappeared overnight, as buyers pulled back. In fact, in many markets, at the height of the crisis of 2008, bids virtually disappeared.
FAT TAILS ON THIN ICE
Financial firms could have protected themselves against the costs of their increased risk taking if they had remained adequately capitalized -- if, in other words, they had prepared for a very rainy day. Regrettably, they had not, and the dangers that their lack of preparedness posed were not fully appreciated, even in the commercial banking sector. For example, in 2006, the Federal Deposit Insurance Corporation, speaking on behalf of all U.S. bank regulators, judged that “more than 99 percent of all insured institutions met or exceeded the requirements of the highest regulatory capital standards.”
What explains the failure of the large array of fail-safe buffers that were supposed to counter developing crises? Investors and economists believed that a sophisticated global system of financial risk management could contain market breakdowns. The risk-management paradigm that had its genesis in the work of such Nobel Prize–winning economists as Harry Markowitz, Robert Merton, and Myron Scholes was so thoroughly embraced by academia, central banks, and regulators that by 2006 it had become the core of the global bank regulatory standards known as Basel II. Global banks were authorized, within limits, to apply their own company-specific risk-based models to judge their capital requirements. Most of those models produced parameters based only on the last quarter century of observations. But even a sophisticated number-crunching model that covered the last five decades would not have anticipated the crisis that loomed.
Mathematical models that calibrate risk are nonetheless surely better guides to risk assessment than the “rule of thumb” judgments of a half century earlier. To this day, it is hard to find fault with the conceptual framework of such models, as far as they go. The elegant options-pricing model developed by Scholes and his late colleague Fischer Black is no less valid or useful today than when it was developed, in 1973. But in the growing state of euphoria in the years before the 2008 crash, private risk managers, the Federal Reserve, and other regulators failed to ensure that financial institutions were adequately capitalized, in part because we all failed to comprehend the underlying magnitude and full extent of the risks that were about to be revealed as the post-Lehman crisis played out. In particular, we failed to fully comprehend the size of the expansion of so-called tail risk.
“Tail risk” refers to the class of investment outcomes that occur with very low probabilities but that are accompanied by very large losses when they do materialize. Economists have assumed that if people acted solely to maximize their own self-interest, their actions would produce long-term growth paths consistent with their abilities to increase productivity. But because people lacked omniscience, the actual outcomes of their risk taking would reflect random deviations from long-term trends. And those deviations, with enough observations, would tend to be distributed in a manner similar to the outcomes of successive coin tosses, following what economists call a normal distribution: a bell curve with “tails” that rapidly taper off as the probability of occurrence diminishes.
Those assumptions have been tested in recent decades, as a number of once-in-a-lifetime phenomena have occurred with a frequency too high to credibly attribute to pure chance. The most vivid example is the wholly unprecedented stock-price crash on October 19, 1987, which propelled the Dow Jones Industrial Average down by more than 20 percent in a single day. No conventional graph of probability distribution would have predicted that crash. Accordingly, many economists began to speculate that the negative tail of financial risk was much “fatter” than had been assumed -- in other words, the global financial system was far more vulnerable than most models showed.
In fact, as became clear in the wake of the Lehman collapse, the tail was morbidly obese. As a consequence of an underestimation of that risk, financial firms failed to anticipate the amount of additional capital that would be required to serve as an adequate buffer when the financial system was jolted.
MUGGED BY REALITY
The 2008 financial collapse has provided reams of new data on negative tail risk; the challenge will be to use the new data to develop a more realistic assessment of the range and probabilities of financial outcomes, with an emphasis on those that pose the greatest dangers to the financial system and the economy. One can hope that in a future financial crisis -- and there will surely be one -- economists, investors, and regulators will better understand how fat-tail markets work. Doing so will require better models, ones that more accurately reflect predictable aspects of human nature, including risk aversion, time preference, and herd behavior.
Forecasting will always be somewhat of a coin toss. But if economists better integrate animal spirits into our models, we can improve our forecasting accuracy. Economic models should, when possible, measure and forecast systematic human behavior and the tendencies of corporate culture. Modeling will always be constrained by a lack of relevant historical precedents. But analysts know a good deal more about how financial markets work -- and fail -- than we did before the 2008 crisis.
The halcyon days of the 1960s, when there was great optimism that econometric models offered new capabilities to accurately judge the future, are now long gone. Having been mugged too often by reality, forecasters now express less confidence about our abilities to look beyond the immediate horizon. We will forever need to reach beyond our equations to apply economic judgment. Forecasters may never approach the fantasy success of the Oracle of Delphi or Nostradamus, but we can surely improve on the discouraging performance of the past.