martes, 28 de enero de 2014


Resgatando Samuel Huntington: o realismo contra o multiculturalismo

Li O choque de civilizações, de Samuel Huntington, há muitos anos. Mas a mensagem ficou gravada em minha mente, como um antídoto realista contra as tentações infantis de se abraçar o multiculturalismo para evitar a angústia inevitável. Coisa de quem acha que pode resolver as questões geopolíticas convidando a Al Qaeda para um chá das cinco.
Pois bem: João Pereira Coutinho, em sua coluna de hoje na Folha, resgata o bom e velho Huntington, para esfregá-lo na cara de Tony Blair e seus seguidores da esquerda caviar. Ao menos Blair reconhece, agora, que a guerra é mais cultural do que qualquer coisa. Mas ainda pensa em diagnósticos dignos de uma criança no maternal. Diz Coutinho, resumindo a mensagem de Huntington:
Os conflitos acabarão por emergir entre civilizações —ou, melhor dizendo, entre diferentes concepções do mundo que não podem ser resolvidas, ou harmonizadas, por um piquenique multiculturalista ou um seminário acadêmico entre pacifistas “new age”.
Como escrevia Huntington, a questão futura não passa por saber qual é o lado certo da batalha; a questão primeira será saber quem somos nós. Porque é a identidade cultural, e não os interesses momentâneos do Estado, que irá definir os conflitos futuros. E, quando as coisas são postas nesses termos, não é possível ser meio muçulmano e meio cristão ao mesmo tempo.
O triste e duro fato da realidade: há boa parte de outras culturas que simplesmente rejeita nossos principais valores. Quando digo nossos, quero dizer ocidentais, incluindo o Brasil com alguma boa vontade na turma. Individualismo, secularismo, apreço às constituições, direito de minorias, estes são valores vistos como ameaçadores para alguns povos, apesar de as “primaveras árabes” despertarem grande esperança nos mais iludidos.
Para Blair, segundo Coutinho, a solução passa pela “tolerância” entre as culturas. A resposta certa, para o mundo das fadas e duendes, como alfineta o escritor português. Como tolerar quem almeja lhe destruir? Como dialogar com quem prefere te matar a te dar razão? Blair deveria ler mais Popper…
Em The Intolerance of Tolerance, o cristão D.A. Carson argumenta que a “nova” tolerância representa uma forma peculiar de intolerância. Antes, tolerar era aceitar a existência de pontos de vista diferentes, conviver com eles, ainda que contrário a eles, combatendo-os inclusive.
Hoje, significa aceitar os diferentes pontos de vista, como se todos fossem igualmente válidos, uma mudança que parece sutil, mas tem grandes consequências práticas. Agora, o “tolerante” precisa aceitar qualquer opinião como verdadeira. Em vez de aceitar a liberdade de expressão de opiniões contrárias, ele deve aceitar todas essas opiniões, ponto.
Essa mudança de paradigma dentro do próprio Ocidente vem pavimentando a estrada da possível destruição de nossos principais valores, assim como a cultura ocidental como a conhecemos. Não precisamos apenas tolerar as ideias islâmicas, com o direito de até mesmo combatê-las; devemos abraçá-las como igualmente válidas, ou “apenas diferentes” das nossas próprias ideias que fundaram a cultura de liberdade no Ocidente.
Pergunto: como enfrentar uma cultura que deseja destroçar na essência a nossa, quando já partimos desse ponto de fraqueza? Como Coutinho provoca, se Blair quer ser a Miss Universo, tudo bem, seu discurso parece adequado. Mas como estadista?
O que fazer então? Coutinho, usando Huntington, dá uma sugestão tímida, que serve ao menos como base para o começo da reação:  perante o “choque de civilizações”, deve haver maior coesão no interior do próprio Ocidente, entre países que partilham os mesmos valores fundamentais.
Ou isso, ou podemos seguir enfraquecendo nossos pilares culturais e abrindo o flanco para quem odeia nossa civilização, mas avança cada vez mais sobre ela. Coutinho conclui: “continuo preferindo o realismo carnívoro do professor de Harvard ao idealismo vegetariano de Tony Blair”. Eu também.
Rodrigo Constantino

lunes, 27 de enero de 2014

LOS MILITARES Y LA SUPERVIVENCIA DE LOS REGÍMENES AUTORITARIOS


                           

Recientemente hemos visto una cierta profusión de opiniones acerca del papel que están jugando los milicos en la política venezolana.
En no pocos artículos y tertulias se trata el tema, lo que denota una preocupación in crescendo acerca del futuro político civil de nuestro país, habida cuenta del ilegítimo e inconveniente alto perfil que representantes de la fuerza armada tienen en la burocracia estatal.
Este debate es pertinente, sobre todo, en punto a la caracterización del régimen imperante.
Quienes nos oponemos a él estamos obligados a definirlo en naturaleza y contornos a los fines de ser eficaces en el combate que conduzca a su derrota definitiva.
Inicialmente, el gobierno de Chávez no tuvo los rasgos en que hoy ha devenido el de Maduro. La militarización se incrementó a partir de que la confrontación política se hizo más encrespada y la crisis del país se agudizó. Se puede señalar como punto de inflexión los sucesos de los años 2001-2002. La grave situación económica que empieza a inquietar en estos inicios de 2014 reafirma esa deriva.
Hay indicios de que en el chavismo siempre estuvo presente, larvado, el militarismo, y de alguna forma se expresó también en la Constitución de 1999.
Pero lo cierto es que se puede decir que en la actualidad estamos frente a un gobierno militar-cívico en desarrollo, con probabilidad de profundizarse y consolidarse en el mediano plazo, a menos que cambie esa orientación o el estado de cosas presente.
Hemos tenido la oportunidad de revisar con algunos amigos trabajos que se han hecho acerca de regímenes políticos no democráticos que han debido, para su supervivencia, recurrir en momentos de crisis o reformas económicas profundas, a los milicos. (Ver: “Economic reform and the military: China, Cuba and Syria in comparative perspective” de Frank O. Mora and Quintan Wiktorowicz)
A cada uno de esos países, con sus peculiaridades históricas y políticas, y bajo distintas modalidades, no le ha quedado otra que incorporar a los militares a la dirección de las actividades económicas (“estrategias de supervivencia” las llama el estudio referido) para asegurar su lealtad. Unos, desde las palancas del Estado, y otros, asumiendo la producción, incluso, desde el campo privado, directamente o con testaferros, valiéndose del tráfico de influencias.
En tales casos, las tensiones sociales o entre los sectores civiles y militares, han sido resueltas de diferentes maneras, siempre los militares garantizando la gobernabilidad, estabilidad y permanencia de régimen.  
Las mencionadas experiencias son de gran utilidad para analizar lo que ocurre en nuestro país.
Para nuestro amigo Elie Habalian, en Venezuela se estaría dando una combinación de lo que ha sucedido en Siria y Cuba, guardando, por supuesto, el nuestro, unos rasgos específicos (país petrolero, entre otros), producto de su propia historia y circunstancias.
Una conclusión inquietante en los casos mencionados es que la “jugada” de incorporar a los milicos a las “tareas” económicas ha permitido la prolongación de los regímenes tiránicos de aquellas naciones, lo cual hace pensar en las dificultades mayores para salir de ellos, de tener lugar su consolidación.
La oposición venezolana debería abordar este tema de manera seria y profunda. Ir más allá de los análisis que se detienen en lo anecdótico o superficial, en los rumores sobre las distintas fracciones militares enfrentadas en el seno de la institución armada, o los chismes sobre supuestos encontronazos entre militares cubanos y venezolanos en Fuerte Tiuna.
No sería ocioso, a mi juicio, determinar en qué medida Chávez traía en su cabeza un proyecto militarista que ejecutó, inicialmente, a la chita callando, o si fue algo sobrevenido, presionado por las circunstancias, o si  “compró” el modelo a los Castro en el camino. Allí estarían algunas claves de lo que presenciamos hoy: la toma de las instituciones civiles por militares activos y de lo que esto puede significar en el futuro próximo.
Abrir ese intercambio de ideas podría ayudarnos a la estrategia política opositora, requerida de ajustes, entre ellos, el que pongamos en práctica hacia la institución militar, desnaturalizada en los últimos años. 


EMILIO NOUEL V.
@ENouelV
  

sábado, 18 de enero de 2014

DOS DÉCADAS DE LIBRE COMERCIO EN NORTEAMÉRICA

                                         


Luego de un intenso debate que incluso trascendió los límites de los países directamente involucrados, en 1984 se inicia una experiencia de integración comercial novedosa en nuestro hemisferio: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA).
En este mes está cumpliendo 20 años y vale la pena hacer un balance sumario que desmonte mitos y mentiras, y ponga los resultados obtenidos en su justo lugar.
Dos países desarrollados (EEUU y Canadá) y uno en vías de desarrollo (México) se acordaron entonces para crear una espacio común de libre intercambio comercial que incorporaría aspectos no contemplados en tratados de integración anteriores.
La valoración de sus resultados se puede hacer desde dos puntos de vista. Uno, a partir de los efectos reales de los mecanismos comerciales puestos en práctica, y dos, a partir de los efectos colaterales no menos importantes que podrían haber generado aquellos.
Los instrumentos principales apuntaban al libre comercio y las inversiones, y éstos son los que deben evaluarse de manera prioritaria.
Hay que igualmente advertir que el comportamiento que las economías tendrían en lo sucesivo no necesariamente podría atribuirse exclusivamente a los mecanismos del Tratado. No hay que olvidar que cada uno de los países mantiene su autonomía en materia de las políticas económicas internas. Así, resultaría inadecuado colocar al TLCAN como la causa o factor determinante de lo que los 3 países lograrían a la hora de evaluar el proyecto como tal.
Debe recordarse que al plantearse el proyecto, saltaron a la palestra pública los antiimperialistas y antiamericanos del continente para advertir que México, el débil del grupo, al ponerse en obra el TLCAN, sería aplastado o barrido por su vecino poderoso. Que esa integración entre desiguales no funcionaría. Que ningún beneficio traería tal yunta comercial con quien dominaba la economía mundial, cuyas transnacionales se apoderarían del país. En EEUU no faltaron tampoco los que se opusieron. El empresario y ex candidato presidencial Ross Perot, también cuestionó la propuesta por razones proteccionistas nacionalistas.
Pasadas dos décadas, lo anunciado por las  aves agoreras de la izquierda hemisférica no se dio, y México hoy puede exhibir resultados muy satisfactorios en términos comerciales, a pesar de que haya aún aspectos que deban ser redimensionados y/o mejorados. 
Las cifras son más que elocuentes. 
En 1993 México exportaba al mundo 51.883 millones de dólares y en 2013 alcanzó, septuplicando, los 390.000 millones aproximadamente. Sólo para comparar, Brasil, la economía latinoamericana más grande, exportó en 2013, 245.000 millones de dólares.
En materia de inversiones, en 1993 recibió 4.4 millardos de dólares; en 2013, 22.000 millardos.  El ingreso per cápita ha pasado de 4.500 dólares en 1994 a 9.700 en 2012.
México se ha convertido en una potencia exportadora, la primera de América Latina. Entre EEUU y México, hay un superávit comercial a favor del último.
Se cuestiona que a pesar de tales cifras, la tasa de crecimiento del PIB de México, durante estos 20 años, sea más baja que las de otros países de la región, lo que, a mi juicio, algunos se la atribuyen incorrectamente al TLCAN, cuando debería más bien apuntarse, en gran parte, a las políticas domesticas mexicanas.
Por otro lado, queda evidenciado que los estados mexicanos cuyas economías están orientadas a la exportación, como Querétaro, Puebla, San Luis Potosí, Sonora y Nuevo León, sus tasas de crecimiento están cercanas a las asiáticas (6,5%). De los 32 estados, 19 registraron un crecimiento económico igual o superior al nacional en 2011, que fue de 3,9%.
De modo pues que si hacemos un balance realista, a México le ha ido muy bien en el TLCAN, a pesar de que las cifras de pobreza no se hayan reducido de manera sustancial, y los beneficios del Tratado no han fluido de manera homogénea para toda la nación mexicana, problema éste que tiene más que ver con la ejecutoria del gobierno mexicano que con el TLCAN.
Es posible que algunos hayan tenido expectativas desmedidas o equivocadas con este proyecto, y al hacer el balance se sientan hoy un poco decepcionados. Jorge Castañeda, ex canciller de México, quien hace 20 años se opuso al TLCAN, señala que no ha cumplido con las promesas que entonces se formularon en su “venta” a la opinión pública. Sin embargo, dice que visto como acuerdo comercial ha sido una historia de éxito innegable para su país, el cual, según él, necesita aún más NAFTA, no menos.
Desde nuestra perspectiva, el TLCAN, con sus deficiencias y promesas supuestamente no honradas, es un ejemplo patente de que el libre comercio siempre reporta ventajas a los países, grandes y pequeños, no exclusivamente económicas. Que es un mito el que un país pequeño o mediano no pueda integrarse con uno grande porque sería aniquilado. Que es posible que las regiones de un país que no se pongan a tono con el entorno global se vean excluidas, en parte, de los beneficios de la integración. Que en los tratados económicos los intereses de todos, pequeños, medianos y grandes países, pueden ser conciliados de manera civilizada y en provecho común.
El TLCAN o NAFTA es una experiencia de integración de la cual se puede extraer lecciones enriquecedoras para proyectos futuros en el mundo.

EMILIO NOUEL V.
@ENouelV
emilio.nouel@gmail.com 



viernes, 17 de enero de 2014

NAFTA's Mixed Record

The View From Mexico
Jorge Castañeda

Foreign Affairs

When the North American Free Trade Agreement was proposed, it set off a vigorous debate across the continent about its benefits and drawbacks. Today, 20 years after it came into effect, perhaps the only thing everyone can agree on is that all sides greatly exaggerated: NAFTA brought neither the huge gains its proponents promised nor the dramatic losses its adversaries warned of. Everything else is debatable. Mexico, in particular, is a very different place today -- a multiparty democracy with a broad middle class and a competitive export economy -- and its people are far better off than ever before, but finding the source of the vast changes that have swept the country is a challenging task. It would be overly simplistic to credit NAFTA for Mexico’s many transformations, just as it would be to blame NAFTA for Mexico’s many failings.
The truth lies somewhere in between. Viewed exclusively as a trade deal, NAFTA has been an undeniable success story for Mexico, ushering in a dramatic surge in exports. But if the purpose of the agreement was to spur economic growth, create jobs, boost productivity, lift wages, and discourage emigration, then the results have been less clear-cut.
PLUSES AND MINUSES
Without a doubt, NAFTA has drastically expanded Mexican trade. Although exports began increasing several years before the treaty was finalized, when President Miguel de la Madrid brought the country into the General Agreement on Tariffs and Trade (the predecessor of the World Trade Organization) in 1985, NAFTA accelerated the trend. Mexico’s exports leapt from about $60 billion in 1994 (the year NAFTA went into force) to nearly $400 billion in 2013. Manufactured goods, such as cars, cell phones, and refrigerators, compose a large share of these exports, and some of Mexico’s largest firms are major players abroad. Moreover, the corollary of that export boom -- an explosion of imports -- has driven down the price of consumer goods, from shoes to televisions to beef. Thanks to this “Walmart effect,” millions of Mexicans can now buy products that were once reserved for a middle class that was less than a third of the population, and those products are now of far superior quality. If Mexico has become a middle-class society, as many now argue, it is largely due to this transformation, especially considering that Mexicans’ aggregate incomes have not risen much, in real terms, since NAFTA entered into force.
Despite impressive trade numbers, NAFTA has delivered on practically none of its economic promises for Mexico.
NAFTA also locked in the macroeconomic policies that have encouraged, or at least allowed, these gains for the Mexican consumer and the country. Although the Mexican government made undeniable economic policy mistakes in 1994 (when it froze the exchange rate and loosened credit), in 2001 (when it failed to pump-prime modestly), and again in 2009 (when it underestimated the magnitude of the contraction), over the long run, the authorities have kept in place sound public finances, low inflation, liberal trade policies, and a currency that has been unpegged and, since 1994, never overvalued.
This package has not been without its costs, but it has fostered a remarkable period of financial stability, bringing down interest rates and providing credit for myriad Mexicans. Over five million new homes -- albeit often ugly, small, and far removed from workplaces -- have been constructed and sold over the past 15 years, largely because families now have access to low, fixed-rate mortgages in pesos. Although no clause in NAFTA explicitly mandated orthodox economic management, the agreement ended up straitjacketing a government accustomed to overspending, overpromising, and underachieving. It prevented Mexico from returning to the old days of protectionism and large-scale nationalizations and caused the prices of tradable goods on both sides of the border to converge. As a result, NAFTA made Mexico’s traditional gargantuan deficits no longer viable, since they were now generators of currency crises, as in late 1994.
NAFTA’s political effects on Mexico are harder to assess. Many of those who disagreed with the deal, like me, opposed it because it looked like a last-minute propping up of the authoritarian political system, which had been devised in the late 1920s and was on its last legs in the mid-1990s. And indeed, to the dismay of those who believed that 1994 was the right time for Mexico to leave the Institutional Revolutionary Party (PRI) behind and move on to a full-fledged representative democracy, NAFTA did provide life support to what the writer Mario Vargas Llosa famously called “the perfect dictatorship,” which otherwise might have succumbed to the democratic wave sweeping Latin America, eastern Europe, Africa, and Asia at the time. But many other Mexicans with equally valid democratic credentials consider NAFTA directly responsible for the PRI’s loss of power in 2000. Without the trade deal, the logic goes, U.S. President Bill Clinton would never have agreed to the $50 billion U.S. bailout of Mexico in 1995, which some believe he made conditional on President Ernesto Zedillo’s acceptance of free and fair elections five years later, regardless of who won.
Both cases are difficult to prove. Multiple crises befell Mexico in 1994: the Zapatista rebel uprising in the state of Chiapas broke out; the PRI’s presidential candidate, Luis Donaldo Colosio, was assassinated; and the economy overheated, leading to a financial crisis in December of that year. Had NAFTA been rejected in late 1993, the PRI might well have lost the 1994 elections, since it would have suffered a tremendous setback and would have been unable to undertake the spending spree that ratification allowed. Conversely, one could argue that by committing any Mexican president to prudent economic policies and ever-closer relations with the United States, NAFTA helped speed the end of the PRI era by guaranteeing that no government could stray far from the policies that the Mexican business sector and Washington preferred. Politically, then, NAFTA either contributed to Mexico’s democratic transition or postponed it by six years; although the former assessment is understandable, the latter is more plausible.
Whatever the case, NAFTA helped open Mexicans’ minds. Mexican society had begun a process of modernization well before the 1990s, but by increasing all types of cross-border exchanges, the treaty accelerated the shift toward an attitude that has stressed Mexico’s victimization less and been less introspective and history-obsessed. Although the change has yet to cause a permanent retooling of Mexico’s foreign policy, everyday Mexicans’ views of the world, and of the United States in particular, have evolved thanks in large part to the trade agreement.
GROWING FLAT
Despite the real benefits NAFTA has wrought for Mexico, the economic growth so many of the treaty’s advocates imagined would ensue has remained elusive. Since 1994, the nation has been governed by five presidents from two parties, and the world has lived through the longest expansion in modern U.S. economic history, the worst recession since the Great Depression, and a commodity boom fueled by insatiable Chinese and Indian demand. That period was long and eventful enough to cancel out any aberrations. During this time, Mexico experienced two years of major economic contraction (1995 and 2009), two years of zero growth (2001 and 2013), and four years of high performance (1997, 2000, 2006, and 2010). But the country has averaged only 2.6 percent annual GDP growth.
Meanwhile, Mexico’s per capita income has just barely doubled over the past 20 years, rising, in current-dollar terms, from $4,500 in 1994 to $9,700 in 2012 -- growing at an average yearly rate of just 1.2 percent. Over the same period, Brazil, Chile, Colombia, Peru, and Uruguay experienced far greater growth in per capita GDP. And as a percentage of the United States’ per capita income, Mexico’s has barely budged, drifting from 17 percent in 1994 to 19 percent today. Real GDP per hours of work has increased by a meager 1.7 percent, meaning that productivity has remained flat, although there has been some improvement in the automobile sector (which was already doing well in the early 1990s), in the aeronautic sector (which did not yet exist), and in a number of so-called maquiladoras, factories in free-trade zones, in the north. Accordingly, real incomes in the manufacturing sector and the rest of the formal economy have remained stagnant, even if the fall in the price of some goods has softened the blow for workers.
One important reason for these disappointing results is Mexico’s failure to develop at home enough of what economists call “backward linkages”: connections to upstream industries that produce the materials for assembly further down the supply chain. In 1994, 73 percent of Mexico’s exports were composed of imported inputs; by 2013, the number had actually risen, to 75 percent. As a result, employment in the manufacturing sector has stayed unchanged, and so have salaries. Not even the tourism industry, Mexico’s largest employer, has performed that well. The number of Americans visiting Mexico today is twice what it was two decades ago, but Mexico’s market share of U.S. tourism has stayed flat, and the sector is growing at the same rate as before. Similarly, the maquiladoras created only about 700,000 jobs over the past 20 years, or, on average, 35,000 per year. During this period, roughly one million Mexicans entered the job market every year, and the country’s population rose from approximately 90 million to 116 million, which explains why the average wage differential between U.S. and Mexican workers has not shrunk.
It should come as no surprise, then, that the number of Mexican-born people living in the United States, legally and otherwise, jumped from 6.2 million in 1994 to almost 12 million in 2013. (And that second number takes into account the temporary slowdown in Mexican immigration to the United States between 2008 and 2012 and the nearly one million deportations of Mexicans from there between 2009 and 2013.) Thus, NAFTA has also failed to achieve its goal of discouraging emigration: as Mexican President Carlos Salinas said when the treaty was up for debate, “we want to export goods, not people.”
The absence of backward linkages in Mexico’s export sector stems from foreigners’ unwillingness to invest in Mexico, a problem that dates back to the 1980s. That decade, the country’s economy collapsed, mainly as a result of the excessive debt incurred by the earlier administrations of President Luis Echeverría and President José López Portillo. In 1989, Salinas was able to bring down the country’s foreign debt burden, but only at the cost of renouncing virtually any new foreign borrowing. The only alternative was to dramatically boost foreign direct investment, chiefly from the United States. And the only avenue for that was NAFTA: an agreement that would lock in sound economic policies and access to the U.S. market, providing investors with the certainty they required. Through NAFTA, Mexico sought to increase its foreign direct investment as a percentage of GDP to as much as five percent, far above what it had ever been before.
That didn’t happen. In 1993, the last year before NAFTA took effect, foreign direct investment in Mexico stood at $4.4 billion, or 1.1 percent of GDP. In 1994, the number leapt to $11 billion, or about 2.5 percent of GDP. But it remained stuck around there until 2001, when it rose to 4.8 percent, and then began a steady decline. If one takes the average of foreign direct investment for 2012 (a very bad year) and 2013 (a very good year), one finds that Mexico now receives only around $22 billion annually in foreign direct investment -- slightly less than two percent of GDP, well below the figures for Brazil, Chile, Colombia, Costa Rica, and Peru.
Foreign investors have proved particularly unwilling to channel capital into export-industry supply chains. Because domestic investment, public and private, has moved remarkably little since 1994, neither has the overall level of capital formation, which has averaged about 20 percent of GDP since the mid-1990s. At that rate, Mexico can attain only the mediocre growth it has known for 20 years. In other words, despite impressive trade numbers, NAFTA has delivered on practically none of its economic promises.
THE PATHS NOT TAKEN
A relevant question, however, is how the Mexican economy would have performed without NAFTA. It is difficult to see why it would have fared much worse. For one thing, growth was greater in other Latin American countries that did not have free-trade agreements with the United States for all of the 1990s and much of the next decade, including Brazil, Chile, Colombia, Peru, and Uruguay. Moreover, Mexico grew faster in per capita terms from 1940 to 1980, and the population was rising then at a faster rate than it is now. Had the Mexican government attempted to revive the unsustainable economic policies it pursued in the 1970s, things probably would have been worse. But it had already abandoned most of them by the mid-1980s, and many other countries have managed to adopt free-market policies without the benefit of a free-trade agreement. Thus, there is little reason to believe that in the absence of NAFTA, Mexico’s productivity, attractiveness for foreign investment, employment levels, and wages over the past 20 years would have been systematically lower, unless the government had attempted a return to the policies of the 1970s and early 1980s -- an improbable scenario.
There are other counterfactuals worth considering. Perhaps a different NAFTA would have worked better for Mexico. Many, including me, favored a more comprehensive, EU-style agreement. Such a treaty would have allowed for greater labor mobility and included the energy sector. And it would have offered various forms of resource transfers from the wealthy United States and Canada to poorer Mexico, akin to those that helped Italy in the 1960s, Ireland in the 1970s, Spain and Portugal in the 1980s and 1990s, and Poland more recently. Such changes still may not have helped, but Mexico’s low investment and productivity figures are partly a consequence of its shabby infrastructure, which could have been improved with U.S. and Canadian money. One could also argue that had Mexico opened up its oil industry to foreign investment just after the Gulf War, the decision would have sparked an investment boom (like the one some expect today) and would have convinced Washington to contemplate some type of immigration reform in exchange. There is no way to prove that different choices would have led to different outcomes, but in light of the picture today, they might have been worth trying.
As for the road ahead, some believe that President Enrique Peña Nieto’s energy, education, tax, and banking reforms will, by themselves, finally generate the five percent annual growth that has escaped Mexico since 1981. But that assessment looks too optimistic, absent other measures. Although it is conceivable that the gap between Mexico and the United States might finally narrow on its own, the better option for Mexico would be to embrace proactive policies and ideas. Indeed, perhaps this realization explains why the notion of North American integration, taken up by President Vicente Fox in 2001 and then left by the wayside, has begun to gain traction again. Whether in books or task forces in the United States and, to a lesser degree, Mexico, there is a growing sense that it is time to take new steps toward North American economic integration. Only Mexico can drive such a process, and for now, its government is shying away from bold foreign policy endeavors. That reluctance could change, however, if the current reforms are rejected or passed in such a diluted form that they fail to stimulate growth.
Instead of traveling down the same road for another 20 years, policymakers should consider a more ambitious path. They need not attempt to replicate the European model of integration, but they should include many of the items left off the table in 1994, such as energy, immigration, infrastructure, education, and security. In other words, despite the treaty’s disappointing results, maybe Mexico needs more NAFTA, not less.

miércoles, 15 de enero de 2014

                                 LAS INSIDIAS DEL DIÁLOGO 

                                         


"Nunca se debe atacar por cólera y con prisas. Es aconsejable tomarse tiempo 
en la planificación y coordinación del plan."

Sun Tzu

Unas cuantas cosas se han dicho y escrito acerca de entablar en el país un diálogo gobierno-fuerzas democráticas, habida cuenta de la crisis político-económica-social, cuyo agravamiento se hace cada día más patente.
Los polos políticos que rivalizan prácticamente están igualados, pero uno de ellos, que se apropió de las palancas de mando institucionales y de los recursos, desequilibra la contienda. Y es un dato de la realidad que son utilizados de forma autoritaria y desde una concepción ideológica totalitaria.
A pesar de que ha hecho todo lo posible, el poder establecido no ha logrado aplastar a los sectores democráticos. 
Vivimos una situación en que dos grandes porciones están enfrentadas, que en lo electoral se equilibran, aunque el poder de una de ellas, en lo institucional, no se reconoce.
La oposición ha venido predicando desde hace varios años la necesidad de concertarse frente a los grandes problemas, lo cual pasa por su reconocimiento en las distintas instancias públicas, y sin que ello implique rendir banderas, todo dentro de una estrategia constitucional, democrática, electoral y, sobre todo, pacífica.  
Es sólo en estos últimos tiempos que pareciera que ese llamado tiene alguna resonancia en sectores del gobierno. Las posiciones impermeables a esa necesidad estarían cediendo, no tanto porque haya una vocación allí para el compromiso democrático civilizado, como porque las circunstancias los obligan.
Los enemigos del diálogo están a ambos lados de la calle.
No sólo en el campo opositor se han manifestado posiciones contrarias a que el diálogo tenga lugar. Como siempre, en estos casos en que la política y no los hígados debe tomar la batuta para los necesarios acuerdos mínimos, los extremismos afloran. Son los que enloquecidamente buscan un enfrentamiento definitivo, suma cero, incluso violento, no importándoles las consecuencias.
Las aberraciones de estos inconscientes son tales que hace poco un opositor se preguntaba hasta cuándo se iba a posponer las muertes, si después de todo han sido asesinados por el hampa durante este gobierno, 200.000 personas. ¿Estará en sus cabales este señor cuando se aventura a plantear este tema de manera tan monstruosa? ¿Se habrá detenido a pensar que en esas muertes que “estaríamos” postergando al no salir a la calle a tumbar el gobierno, podría estar su hijo, hermano o él mismo?  
Un eventual diálogo no puede ser abordado desde posiciones cerradas e inconmovibles, de “tómalo o déjalo”. Cada una de las partes tiene sus aspiraciones e intereses, y también toda parcialidad anida problemas y contradicciones a su interior.
Pero por encima de ellos están los problemas de la sociedad como un todo, sobre los cuales, obviamente, hay distintas visiones.
Cierto, hay temas en los que no habrá acuerdos. Las ideologías enfrentadas no conciliaran. Hay talantes que serán difíciles de avenir, y no estamos lidiando con un gobierno democrático.
Si éste pretende reforzar su autoritarismo y deseo de borrar del mapa político a la oposición, será muy dificultoso cualquier regularización de los antagonismos. Si la oposición plantea, de arrancada, que sólo se puede hablar a partir de que el gobierno deje de ser lo que es o que se vaya de una vez, tampoco podrá haber diálogo.
Desde la oposición organizada se sabe a qué nos enfrentamos. Se equivocan de medio a medio los que llaman de forma insidiosa comeflores, ingenuos, entregados o claudicantes a quienes nos representan en la contienda política nacional porque están abiertos al diálogo.
Sin un esfuerzo que apunte a poner de acuerdo los dos polos enfrentados, la alternativa es el choque frontal, el caos, que a nadie favorecerá.
La oposición ha tenido la oportunidad de hablar y de hacer planteamientos concretos en las reuniones realizadas. Eso no significa necesariamente que los problemas estén en vías de solución o de que el gobierno cumpla lo prometido. Aun hay mucho trecho por recorrer, y el escepticismo no nos abandona todavía.
Los que no ven más que salidas definitivas de manera perentoria, es decir, la caída del gobierno ya, obviamente estarán en contra del diálogo.
Los impacientes e irreflexivos que insultan y escarnecen por la redes sociales y en artículos de opinión kilométricos, farragosos y en tono de Venezuela Heroica, a la dirigencia opositora; los del “todo o nada”, llenos de amargura y odio, que se ufanan de ser “radicales” y supuestamente “principistas”, son, por suerte, minoritarios.    
A ellos les recuerdo un pasaje de El Padrino en el que Michael Corleone (Al Pacino), le dice a su sobrino Vincent (Andy García), muchacho impetuoso, inexperto e imprudente, un “radical”, pues, palabras más, palabras menos, que la ira hace cometer muchos errores.
El sobrino de marras tenía un pronto, como dicen los españoles, que lo hacía caer en atolondramientos reiterados. La “sabiduría” y paciencia que había aprendido Michael de Don Vito, lo tenía en la cima del poder. Para él, no había que apresurarse en la toma de decisiones, el mismo resultado se podía lograr sin desbocarse, con cálculo y premeditación; al final el adversario sería barrido. 
Obviamente, no es aquella, la de la paciencia y la cabeza fría, una enseñanza exclusiva para el crimen. Es máxima también en la lucha por el poder político, desde que el mundo es mundo.
En la compleja política venezolana, abundan inmaduros y temerarios como Vincent, que se dicen puros, por contraste con supuestos traidores que se arrodillan en lugar de enfrentar sin dar cuartel al adversario. Provistos de una retórica maniquea, apocalíptica y fundamentalista, no pueden ver con claridad las opciones reales de salir de la crisis que vivimos.
A casi ninguno de estos comecandela se les ve organizando un partido o un movimiento. Su activismo de teclado se reduce a echar sombras de manera obsesiva sobre la honorabilidad de los dirigentes políticos que todos los días hacen cosas, acertando o errando, pero, en definitiva, actuando sobre la realidad.
Ojalá, más pronto que tarde, comprendan de qué trata la política.

EMILIO NOUEL V.
@ENouelV


domingo, 12 de enero de 2014

América Latina y Noruega: ciclo económico y democracia


Hector E. Schamis

El modelo exportador del siglo 19, la industrialización sustitutiva de mitad del siglo 20, la privatización y la apertura después de la crisis de la deuda en los ochenta, y el boom de las commodities del siglo 21 son, a grandes rasgos, las fases distintivas del desarrollo de América Latina. No obstante, y más allá de los evidentes contrastes, un rasgo se ha mantenido constante en la historia económica de la región: la política económica ha sido generalmente pro-cíclica, es decir que reproduce y refuerza los ciclos de auge y caída; “boom and bust”, como dicen los economistas.
Este dato es importante a la hora de pensar los desafíos de la región en el año que recién comienza y hacia el futuro. La propensión a implementar políticas pro-cíclicas significa que la economía crece rápidamente cuando los precios internacionales son favorables, pero a menudo colapsa dramáticamente cuando esos precios cambian. Ya sea por shocks positivos en los sectores energético, minero y agrícola, o bien por tasas de interés internacionales que incentivan el endeudamiento externo, se reproducen así los conocidos síntomas de la “enfermedad holandesa”. La rasgos estilizados de esta experiencia son una expansión económica ocasionada por el creciente ingreso de divisas externas, pero la apreciación del tipo de cambio real afecta paulatinamente la competitividad del sector industrial e induce el desplazamiento de la inversión hacia recursos naturales o intermediación financiera. En este contexto, la renta exportadora y el endeudamiento comienzan a ser usados para financiar las importaciones. Típicamente, ello invita políticas fiscales inconsistentes en el mediano plazo, sumando otro desequilibrio: de presupuesto.
La sustentabilidad de esta estrategia se torna así problemática, desacelerando el crecimiento de la economía. Si el déficit fiscal se financia con emisión, ello tendrá consecuencias inflacionarias, lo cual pondrá presión en el tipo de cambio, siendo que los actores buscan proteger el valor real de sus ingresos. Anticipándose a una mayor inflación y una posible corrida monetaria, el gobierno evita devaluar por medio de dos mecanismos, contradictorios entre sí: intervenir para mantener la paridad, perdiendo reservas, o imponer controles en el mercado de divisas y en las importaciones, generando insatisfacción social y desabastecimiento. La incertidumbre generalizada puede producir una devaluación aún más pronunciada y su concomitante fuga de capitales. La historia económica de la región continua siendo una historia de divisas: demasiadas cuando no hacen falta, y muy pocas cuando más se necesitan.
La desaceleración de la demanda y los precios de las exportaciones desde 2011, y sus efectos macroeconómicos—déficit fiscal, inflación y presión sobre el tipo de cambio—sugiere que algunos países ya están en el cambio de ciclo, a la puerta de la crisis. Más allá de los casos particulares, esto ilustra que persiste en América Latina la incapacidad de diseñar e implementar políticas contra-cíclicas, es decir, estrategias de ahorro fiscal destinadas a moderar los efectos de la inestabilidad de precios internacionales. Algo tan básico y antiguo como el mundo, alcanzaría con la metáfora bíblica para entenderlo: siete años de vacas gordas son seguidas por siete años de vacas flacas. El gran reto para la región es dilucidar el porqué de esta incapacidad y corregirla.
Una buena parte de la explicación pasa por la interacción entre la economía y la política bajo estos ciclos, los cuales por sí mismos exacerban el corto plazo. Este escenario es conducente a sistemas de dominación neo-patrimonialistas, donde diferentes facciones se disputan el control de las rentas en divisa extranjera, básicamente para distribuir los beneficios entre clientes políticos. Un corolario de ello es un aparato estatal de tenue densidad institucional, propicio para que un jefe del ejecutivo con autoridad discrecional sobre la política económica aproveche la fase positiva del ciclo, eludiendo los controles de las otras ramas del estado y concentrando poder en sus manos. Esto conforma con lo que varios especialistas han llamado un régimen “híper-presidencialista”. El problema es que cuando el ciclo cambia, y el crecimiento se convierte en recesión, la propia naturaleza cortoplacista de la estrategia pro-cíclica en combinación con una baja densidad estatal transforman las dificultades económicas en crisis políticas.
No es casual que estos ciclos de auge y caída se reproduzcan con mayor virulencia en sistemas con partidos políticos débiles, fragmentados o en crisis. Aquí entra la democracia en esta historia. Un sistema de partidos vigoroso otorga precisamente la densidad estatal que favorece la creación de mecanismos e instituciones contra-cíclicas, donde se crece menos durante la fase positiva, precisamente para suavizar el efecto de la caída ante un cambio de los precios internacionales. Un sistema donde los horizontes temporales se alargan—por la propia dinámica de negociación entre partidos—y gobernar deja de ser el mero reflejo los ciclos económicos—con poder ilimitado durante las vacas gordas y con disolución de autoridad durante las vacas flacas.
Los economistas siempre hablan de Noruega en estas discusiones. Un país en el que dos tercios de sus exportaciones están basadas en petróleo y sus derivados, una economía estructuralmente vulnerable a la enfermedad holandesa, pero que ha sido capaz de eludir el “boom and bust,” implementando políticas contra-cíclicas por medio del ahorro fiscal y acumulando esos ahorros en el sistema de seguridad social. Es decir, una economía capaz de crear instituciones que, por definición, alargan el horizonte temporal. Noruega debería ser un espejo para América Latina, agregan.
Tienen mucha razón y, de hecho, algunos países de la región han incorporado esas lecciones. Pero los politólogos, sin embargo, siempre les recordamos que el secreto tal vez resida en la secuencia histórica. No en vano, Noruega descubrió la democracia casi un siglo antes de descubrir petróleo.
Hector E. Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC.

sábado, 11 de enero de 2014

The Perilous Retreat from Global Trade Rules

Photo of Pascal Lamy
 Pascal Lamy

GENEVA – Over the last half-century, the world has been undergoing a “great convergence,” with per capita incomes in developing countries rising almost three times faster than those in advanced countries.­ But developments in 2013 revealed that the open trade regime that has facilitated this progress is now under grave threat, as stalemate in multilateral trade negotiations spurs the proliferation of “preferential trade agreements” (PTAs), including the two biggest ever negotiated – the Trans-Pacific Partnership (TPP), and the Trans-Atlantic Trade and Investment Partnership (TTIP).
The rules and norms arising from the General Agreement on Tariffs and Trade (GATT) and its successor, the World Trade Organization (WTO), have underpinned the export-led growth model that has enabled developing countries to lift millions of people out of poverty. The irony is that large developing economies’ rise to systemic significance is at the heart of the current deadlock in multilateral trade negotiations.
Advanced countries argue that emerging economies should embrace reciprocity and establish trade regimes similar to their own. Emerging economies counter that their per capita incomes remain far lower than those of their developed counterparts, and insist that addressing their enormous development challenges demands flexibility in terms of their trade obligations. The resulting stalemate has impeded meaningful discussion of the main issues – including non-tariff measures, export restrictions, electronic commerce, exchange rates, and the trade implications of climate-change-related policies – raised by an open global economy.
Against this background, mega-PTAs seem poised to re-shape world trade. The TPP negotiations involve a dozen Asian, Latin American, and North American countries, including Japan, Mexico, and the United States; the TTIP would encompass the world’s two largest economies, the European Union and the US; and the Regional Comprehensive Economic Partnership (RCEP) includes 16 Asia-Pacific countries. Japan is also developing an agreement with China and South Korea, as well as a deal with the EU.
Such PTAs are said to have the potential to improve conditions well beyond the borders of the countries involved. If either the TPP or the TTIP produces meaningful reforms to trade-distorting farm subsidies – becoming the first non-multilateral agreement to do so – the benefits will be truly international. But the PTAs that now exist or are being negotiated focus more on regulatory issues than tariffs, and would therefore require participants to reach agreement on a wide range of rules covering, for example, investment, fair competition, health and safety standards, and technical regulations.
This presents a number of obstacles. While some non-tariff measures might be easy to dismiss as protectionist, many others serve legitimate public-policy objectives, such as consumer safety or environmental protection, making it difficult to ensure that they do not conflict with the basic principles of fairness and openness.
Moreover, such agreements can lock various groups into different regulatory approaches, raising transaction costs for domestic traders and making it difficult for external goods and services to penetrate the bloc. Such market segmentation could disrupt supply chains and lead to efficiency-damaging trade diversion.
Finally, the ability of mega-PTAs to set norms that benefit non-participants might prove to be more limited than many believe. Transatlantic trade rules on currency valuation, for example, might leave Japan indifferent. And specific rules to protect intellectual property could do nothing more than prevent Brazil and India from participating.
Overcoming these obstacles will require, first and foremost, some level of coherence among PTAs, with the various deals following roughly similar principles when addressing regulatory issues. Furthermore, if regionalism comes to be perceived as coercive and unfriendly, countries could form defensive trade blocs, leading to economic fragmentation and heightened security tension. To prevent such an outcome, the deals should be relatively open to newcomers and amenable to the possibility of “multilateralization.”
But the need for policy coherence extends beyond the mega-PTAs. Optimal outcomes for international trade require attention at all levels to the interface between trade and a host of other policy areas.
Consider food security. Effective national policies concerning land, water, and natural-resource management, infrastructure and transport networks, agricultural-extension services, land-ownership rights, energy, storage, credit, and research are as important as trade arrangements to transferring food from surplus countries to those in need.
Likewise, regional cooperation on water and infrastructure is critical to improving diplomatic relations and establishing well-functioning markets. And, at the multilateral level, agricultural production and trade is influenced by policies on subsidies, tariffs, and export restrictions (although the latter are not currently governed by strict WTO rules).
Despite the great value of regional cooperation and coherent national policies, a functional multilateral trade system remains vital. In order to reinvigorate multilateral trade cooperation, governments must work together to address unresolved issues from the Doha agenda, such as agricultural subsidies and tariff escalation. To be sure, the agreement reached at the WTO’s recent ministerial conference in Bali represents a boon for world trade and multilateral cooperation.
But governments must expand the agenda to include guidelines aimed at ensuring that mega-PTAs do not lead to economic fragmentation. Future WTO rules on export restrictions could help to stabilize international markets for agricultural commodities. Trade in services could be liberalized further, and industrial subsidies could prevent countries’ green-innovation objectives from getting lost amid pressure to boost employment at home.
Moreover, global rules on investment could enhance the efficiency of resource allocation, while international guidelines for competition policy would serve the interests of consumers and most producers more effectively than the existing patchwork system. Increased cooperation with the International Monetary Fund on exchange-rate issues, and with the International Labor Organization on labor standards, could diminish trade tensions and enhance trade’s contribution to improving people’s lives.
A shared strategy for addressing non-tariff measures would help countries to avoid unnecessary trade friction. And new developments in energy production might facilitate more meaningful international cooperation on energy trade and investment.
All of this would require that emerging economies accept eventual alignment of their trade commitments with those of advanced economies, and that advanced countries accept that emerging countries deserve long transition periods. In 2014 and beyond, all parties must recognize that, in a multipolar world, an international trading system based on an updated set of rules is the least risky means of pursuing their growth objectives. The recent WTO agreement reached in Bali on streamlining border protocols, among other issues, shows that important steps in this direction can indeed be taken.