Más allá de un asunto interno: secesionismo e integración europea
Javier Tajadura Tejada. ARI 64/2014 - 22/12/2014
Tema: ¿Qué posición debería articular la UE, en base a consideraciones políticas y jurídicas, ante el riesgo de fragmentación y desestabilización que suponen los procesos secesionistas?
Resumen: El referéndum sobre la independencia de Escocia del pasado mes de septiembre se resolvió felizmente a favor de la integridad tanto del Reino Unido como de la UE. Sin embargo, su celebración podría abonar el precedente de que las tensiones centrífugas existentes en varios Estados miembros no deben resolverse a través del pacto, la convivencia y la moderación de los nacionalismos, sino aplicando el mero principio mayoritario coyuntural con el consiguiente efecto de potencial fractura territorial, daños específicos al contenido del proceso de integración y desestabilización general. Frente a ese riesgo, y en contra de la postura oficial más bien pasiva mantenida hasta ahora por las instituciones comunes, conviene que la UE delimite de forma muy clara las líneas rojas, señalando que no es compatible con el Derecho europeo la secesión de un Estado miembro y el posterior reingreso en la Unión.
Análisis
El referéndum escocés como punto de partida
Durante los días previos al referéndum sobre la independencia de Escocia del Reino Unido –celebrado el pasado 18 de septiembre– el mundo contuvo la respiración. Estaba en juego no sólo la integridad territorial de la segunda potencia militar de Occidente, sino la estabilidad económica y política de toda Europa. El contundente triunfo del “no” (con 11 puntos de diferencia) supuso un alivio considerable. Desde Washington hasta Bruselas, pasando por Berlín, el fracaso del independentismo fue recibido con júbilo en todas las cancillerías. Los mercados reaccionaron también positivamente. Los efectos de la victoria de los partidarios de la conservación del Reino Unido tal y como lo conocemos hoy se propagaron por toda Europa conjurando –a corto plazo y en un futuro inmediato– los riesgos de desestabilización general del continente europeo provocados por el arriesgado comportamiento del primer ministro británico.[1] Sin embargo, la celebración del referéndum de autodeterminación constituirá para movimientos y fuerzas políticas partidarias de la independencia en países como España, Italia y Bélgica un precedente digno de ser emulado. La mera posibilidad de que el Reino Unido hubiera quedado fragmentado es un riesgo que ningún político sensato hubiera debido correr. Cameron no fue pragmático, fue arrogante. También es muy discutible que su actitud fuera la de un demócrata pues la mera aplicación del principio mayoritario (cuando los sondeos señalaban una clara preferencia social de los escoceses por más competencias pero no la ruptura) buscaba más bien atajar el debate sobre la llamada devolution-max. Si hace dos años hubiera planteado a los escoceses las propuestas de mayor autonomía que ofreció días antes del referéndum, este podría y debía haberse evitado.
Durante los días previos al referéndum sobre la independencia de Escocia del Reino Unido –celebrado el pasado 18 de septiembre– el mundo contuvo la respiración. Estaba en juego no sólo la integridad territorial de la segunda potencia militar de Occidente, sino la estabilidad económica y política de toda Europa. El contundente triunfo del “no” (con 11 puntos de diferencia) supuso un alivio considerable. Desde Washington hasta Bruselas, pasando por Berlín, el fracaso del independentismo fue recibido con júbilo en todas las cancillerías. Los mercados reaccionaron también positivamente. Los efectos de la victoria de los partidarios de la conservación del Reino Unido tal y como lo conocemos hoy se propagaron por toda Europa conjurando –a corto plazo y en un futuro inmediato– los riesgos de desestabilización general del continente europeo provocados por el arriesgado comportamiento del primer ministro británico.[1] Sin embargo, la celebración del referéndum de autodeterminación constituirá para movimientos y fuerzas políticas partidarias de la independencia en países como España, Italia y Bélgica un precedente digno de ser emulado. La mera posibilidad de que el Reino Unido hubiera quedado fragmentado es un riesgo que ningún político sensato hubiera debido correr. Cameron no fue pragmático, fue arrogante. También es muy discutible que su actitud fuera la de un demócrata pues la mera aplicación del principio mayoritario (cuando los sondeos señalaban una clara preferencia social de los escoceses por más competencias pero no la ruptura) buscaba más bien atajar el debate sobre la llamada devolution-max. Si hace dos años hubiera planteado a los escoceses las propuestas de mayor autonomía que ofreció días antes del referéndum, este podría y debía haberse evitado.
A pesar del contundente rechazo que suscitan las actuales políticas del gobierno británico entre la población de Escocia (sólo uno de los 60 diputados elegidos en los distritos electorales de Escocia pertenece al Partido Conservador, que ostenta actualmente la mayoría en la Cámara de los Comunes), la gran mayoría de los escoceses fue consciente de lo que realmente estaba en juego. Y lo que se votaba no era la aceptación o el rechazo de unas políticas concretas, sino el mantenimiento o la destrucción de una comunidad política que durante más de tres siglos ha garantizado la convivencia en paz y en libertad. Además, se votaba la apertura, o no, de la caja de Pandora de la secesión y la fragmentación de Estados con base en planteamientos –ideológicos y políticos– similares a los que hace exactamente 100 años condujeron al suicidio de Europa, y cuyo potencial destructivo se vio incrementado por el presidente Wilson al introducir en 1919 el principio de autodeterminación de las nacionalidades en virtud del cual las “naciones culturales” debían convertirse en Estados independientes. El principio sirvió para destruir comunidades políticas potencialmente inclusivas –aunque en aquél momento fueran oligárquicas– como el Imperio Austro-húngaro, para erigir fronteras, crear conflictos y sumir a Europa, 20 años después, en una nueva guerra. Sobre los escombros de una Europa destruida, y con el deseo de evitar una nueva guerra, dirigentes políticos dotados de una gran altura de miras y con sentido de la responsabilidad histórica sentaron las bases del proceso de integración europea. Este proceso se configura como el principal baluarte político, jurídico y moral contra los peligros del nacionalismo (estatal o infraestatal).
Por todo ello, puede hasta cierto punto sorprender que la UE no haya reaccionado con mayor firmeza ante unos actos (el referéndum de Escocia, el del Véneto o el catalán) que, desde una perspectiva política y axiológica, suponen un ataque a su línea de flotación, a su razón de ser y a sus valores fundacionales; y desde una perspectiva jurídica, una violación manifiesta de los artículos 3 y 4 del Tratado de la UE (entre otros). El objeto de este análisis es poner de manifiesto la incompatibilidad existente entre cualquier proceso secesionista en el interior de un Estado miembro con el Derecho europeo, así como formular algunas propuestas tendentes a evitar que el referéndum escocés se configure como un precedente desestabilizador del proyecto de integración.
Las instituciones europeas ante la ofensiva secesionista
Los responsables políticos de la UE –y, singularmente, la Comisión– se han limitado a recordar que los nuevos Estados surgidos de un proceso de secesión territorial respecto a un Estado miembro (sea Escocia respecto al Reino Unido, Cataluña respecto a España o cualquier otro) quedarían fuera de la Unión, se convertirían en terceros Estados (en el supuesto de ser reconocidos como tales)[2] y deberían pedir el ingreso, caso de querer formar parte de la UE.[3] Que lo lograran o no dependería del complicado proceso de adhesión regulado en los Tratados y que exige, en todo caso, la unanimidad de los Estados miembros (incluyendo ratificación parlamentaria). Estas advertencias han sido formuladas para rechazar las tesis de quienes sostenían –contra toda lógica jurídica– que un Estado surgido de la fragmentación de otro podía continuar en el seno de la Unión. Desde esta perspectiva, el recordatorio de lo obvio, esto es, de que abandonar el Estado (el Reino Unido, España o el que sea) implica dejar de pertenecer a la UE, ha tenido efectos positivos. Pero, a pesar de ello, la posición oficial de la Comisión Europea da a entender que, desde una perspectiva estrictamente jurídica, la fragmentación de un Estado miembro es posible. Es decir, la Comisión sostiene que esa eventual fragmentación de un Estado miembro no sería contraria al Derecho comunitario europeo.
Los responsables políticos de la UE –y, singularmente, la Comisión– se han limitado a recordar que los nuevos Estados surgidos de un proceso de secesión territorial respecto a un Estado miembro (sea Escocia respecto al Reino Unido, Cataluña respecto a España o cualquier otro) quedarían fuera de la Unión, se convertirían en terceros Estados (en el supuesto de ser reconocidos como tales)[2] y deberían pedir el ingreso, caso de querer formar parte de la UE.[3] Que lo lograran o no dependería del complicado proceso de adhesión regulado en los Tratados y que exige, en todo caso, la unanimidad de los Estados miembros (incluyendo ratificación parlamentaria). Estas advertencias han sido formuladas para rechazar las tesis de quienes sostenían –contra toda lógica jurídica– que un Estado surgido de la fragmentación de otro podía continuar en el seno de la Unión. Desde esta perspectiva, el recordatorio de lo obvio, esto es, de que abandonar el Estado (el Reino Unido, España o el que sea) implica dejar de pertenecer a la UE, ha tenido efectos positivos. Pero, a pesar de ello, la posición oficial de la Comisión Europea da a entender que, desde una perspectiva estrictamente jurídica, la fragmentación de un Estado miembro es posible. Es decir, la Comisión sostiene que esa eventual fragmentación de un Estado miembro no sería contraria al Derecho comunitario europeo.
Desde esta óptica, la UE ha sostenido –y continúa haciéndolo– que los conflictos secesionistas son asuntos internos de los Estados miembros que ellos mismos deben resolver y que, como tales, no afectan a sus relaciones con la Unión. En consecuencia, la Comisión Europea –y el resto de instituciones europeas– se limitan a permanecer como espectadoras de unos procesos que no les agradan pero en los que no se consideran legitimados para intervenir. Esta postura se fundamenta en el supuesto silencio que el Derecho comunitario guarda sobre la cuestión y en una determinada interpretación del artículo 4.2 del TUE.
La retirada de un Estado miembro –aunque el asunto es complejo y desborda los límites de este análisis– tiene una cobertura jurídica expresa en los Tratados. Sin embargo, el caso de la secesión de una parte de un Estado no tiene cobertura jurídica alguna. No está contemplado por los Tratados. Algunos deducen de esa omisión, esto es, de la ausencia de una prohibición expresa, que está permitido. Es decir, que la secesión del territorio de un Estado no es contraria al Derecho comunitario europeo y que, por tanto, si un Estado miembro consiente su fragmentación, y con ello la reducción del territorio de la Unión, no está violando el Derecho Europeo. Frente a esta tesis, considero que una interpretación sistemática y teleológica de los Tratados conduce a entender lo contrario. Si los Tratados no prohíben los procesos separatistas es porque no se considera necesario hacerlo expresamente en la medida en que dicha prohibición se deduce de los valores, principios y fines de la Unión (artículos 2, 3 y 4 del TUE). Estos se sintetizan en la voluntad de alcanzar “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”. El fortalecimiento de la Unión es absolutamente incompatible con la fragmentación de los Estados miembros.
¿Pero qué dicen realmente los Tratados sobre la secesión en la UE?
Al ingresar en la UE en virtud del correspondiente Tratado de Adhesión, los Estados asumen el “acervo comunitario”, e incorporan así a su derecho interno el derecho comunitario europeo en su totalidad. Los Estados se comprometen a respetar el cumplimiento de ese derecho en la totalidad de su territorio y en relación a toda su población. El territorio de un Estado no es algo irrelevante para la UE. Antes al contrario, es el ámbito de aplicación espacial de su Derecho y de realización de sus políticas.
Al ingresar en la UE en virtud del correspondiente Tratado de Adhesión, los Estados asumen el “acervo comunitario”, e incorporan así a su derecho interno el derecho comunitario europeo en su totalidad. Los Estados se comprometen a respetar el cumplimiento de ese derecho en la totalidad de su territorio y en relación a toda su población. El territorio de un Estado no es algo irrelevante para la UE. Antes al contrario, es el ámbito de aplicación espacial de su Derecho y de realización de sus políticas.
Si el Reino Unido o España –o cualquier otro Estado miembro– consiente la reducción de su territorio está afectando de forma negativa y grave a la Unión al fragmentar el espacio europeo: el mercado interior y el espacio de libertad y justicia. Y desde un punto de vista jurídico, estarían violando de forma grave el artículo 4, apartado 3, auténtico pilar de la UE como Comunidad de Derecho:
“3. Conforme al principio de cooperación leal, la Unión y los Estados miembros se respetarán y asistirán mutuamente en el cumplimiento de las misiones derivadas de los Tratados. Los Estados miembros adoptarán todas las medidas generales o particulares apropiadas para asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas de los Tratados o resultantes de los actos de las instituciones de la Unión. Los Estados miembros ayudarán a la Unión en el cumplimiento de su misión y se abstendrán de toda medida que pueda poner en peligro la consecución de los objetivos de la Unión”.
La jurisprudencia constante y reiterada del Tribunal de Justicia de la UE sobre la primacía del Derecho europeo sobre el Derecho nacional disipa cualquier duda posible sobre esta cuestión. Desde el asunto Flaminio Costa (1964), el Tribunal afirmó que los Tratados prevalecen sobre cualquier norma de Derecho interno incluso de rango constitucional. Un Estado no puede ampararse en su Constitución nacional para llevar a cabo un incumplimiento del Derecho comunitario. Tampoco en una supuesta estructura constitucional que diera cobertura a la secesión (como se ha argumentado en el Reino Unido).[4] Si pudiera hacerlo, el Derecho comunitario no podría ser concebido como un auténtico ordenamiento jurídico o, dicho con mayor rotundidad, no sería Derecho. Por la misma razón, nadie discute que el principio de primacía opera también frente a cualesquiera reformas constitucionales que pueda emprender un Estado. Con independencia de su contenido y efectos, estas reformas nunca podrían ser alegadas para justificar el incumplimiento de obligaciones derivadas del Derecho comunitario.
En este contexto, la fragmentación de un Estado puede ser considerada como el resultado de una reforma constitucional (para quienes conciben esta como una operación materialmente ilimitada) o como una destrucción constitucional (para los que defendemos que la reforma tiene unos límites materiales que no puede sobrepasar, y la unidad de la comunidad política es uno de ellos), pero, al margen de ello, lo cierto es que para lo que nunca puede servir –desde el punto de vista del Derecho europeo– es para dejar sin efecto el cumplimiento de las obligaciones derivadas de dicho ordenamiento. Entender lo contrario supone admitir que cualquier Estado miembro utilizando el expediente de una reforma/destrucción de su texto constitucional podría romper el mercado único y el espacio europeo de libertad y justicia, consintiendo la secesión de parte de su territorio nacional. Sólo desde un formalismo extremo podría replicarse que no hay incumplimiento alguno puesto que en el resto del territorio el Estado miembro sigue cumpliendo sus obligaciones. Ello supone olvidar que desde la perspectiva de los fines atribuidos a la Unión en el artículo 3, apartados 2 y 3,[5] el mantenimiento de su unidad es ya una obligación de todo Estado miembro.
Por todo lo anterior, es posible defender que una interpretación conjunta de los artículos 3 y 4 del TUE permite deducir de ellos la obligación de todo Estado miembro de mantenerse unido y de adoptar todas las medidas necesarias para evitar su fragmentación (y la del ámbito de aplicación espacial del Derecho europeo).
Frente a ello no cabe oponer –como suele hacerse con frecuencia– el apartado anterior de la disposición citada, esto es, el artículo 4.2 del TUE:
“La Unión respetará la igualdad de los Estados miembros ante los Tratados, así como su identidad nacional, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo referente a la autonomía local y regional”.
En virtud de este principio, la Unión no puede interferir en decisiones políticas fundamentales de los Estados miembros como las relativas a la forma de la jefatura del Estado, la forma de gobierno o la articulación territorial del Estado. El respeto a la identidad nacional/constitucional supone que un Estado miembro puede organizarse territorialmente conforme a un sistema de centralización del poder político o bien adoptar una estructura federal. De ahí la referencia expresa a la autonomía regional y local. Según la interpretación mayoritaria, de este principio se deriva también el derecho de retirada recogido en el artículo 50 del Tratado.
Ahora bien, de este precepto no puede deducirse el derecho de los Estados a modificar unilateralmente su territorio, permitiendo, por ejemplo, la secesión de una parte del mismo. Esta interpretación no es, en modo alguno, la única posible. Un Estado miembro ha de tener en cuenta sus obligaciones europeas (y la posibilidad de crear peligrosos precedentes) antes de proceder a abrir la puerta a una secesión. Como hemos dicho, y sin entrar a analizar en profundidad el controvertido alcance del derecho de retirada previsto en el artículo 50 del Tratado, una cosa es que los Estados miembros puedan abandonar la Unión y otra muy distinta que sin hacerlo –esto es, permaneciendo en ella– puedan modificar –unilateralmente– su territorio y fragmentar así el mercado interior y el espacio de libertad y justicia. El razonamiento jurídico en virtud del cual quien puede lo más (abandonar la Unión) puede lo menos (reducir su territorio y excluir sólo a una parte del mismo del ámbito de la Unión, tal y como pretendía hacer el Reino Unido si Escocia se independizaba) no parece aquí fácilmente aplicable. Si un Estado miembro abandona la Unión, queda –en principio– desvinculado del Derecho europeo, y no cabe hablar de incumplimiento. Pero mientras un Estado permanezca dentro de la Unión está obligado a cumplir sus obligaciones (art. 3 y 4.3 del TUE) y entre ellas se encuentra la de garantizar su unidad territorial (y la del ámbito de aplicación espacial del Derecho europeo).
Tampoco son legítimas aquellas interpretaciones de este principio que pretenden atribuirle una finalidad absolutamente contraria a la que le otorgaron sus autores. Desde esta óptica, el hecho de que el principio de la “identidad nacional” o “constitucional” esté concebido como una garantía de la existencia misma del Estado miembro –y que, por tanto, la Unión debe respetar– impide cualquier interpretación del artículo 4.2 en el sentido de que la existencia misma (su conservación como una unidad de acción y decisión política) de un Estado miembro sea algo ajeno a la UE.[6] Esto supone transformar radical –e ilegítimamente– el significado y alcance del principio. Un principio configurado para garantizar la existencia y conservación de los Estados miembros (frente a la Unión) se ha utilizado –por algunos– para justificar la inacción y la pasividad de la Unión frente a los intentos de destrucción de un Estado miembro por fuerzas secesionistas o movimientos separatistas de diversa índole. Nadie pudo nunca sensatamente prever que el respeto del principio de identidad nacional y constitucional para lo que iba servir era para dar cobertura jurídica a la posible fragmentación de un Estado desde la perspectiva del Derecho europeo.
De una interpretación teleológica del principio de identidad nacional no se puede deducir que la conservación o fragmentación de un Estado miembro sea un asunto interno de éste y, como tal, ajeno a la UE. Al contrario, su recepción en los Tratados implica un compromiso activo por parte de la Unión y de sus instituciones en defensa de esa “identidad” en aquellos casos en que se ve existencialmente amenazada por fuerzas o procesos secesionistas. De una interpretación teleológica del principio de cooperación leal y del cumplimiento de las obligaciones derivadas del Derecho europeo no se puede concluir que la fragmentación de un Estado –por la secesión de una parte de su territorio– sea una opción que este pueda contemplar, sin más consecuencias que la salida de ese territorio “independizado” de la Unión. Una interpretación sistemática del artículo 4 en su conjunto, y en el contexto del Título I del Tratado, singularmente, los fines atribuidos a la Unión en el artículo 3, debería conducir a una conclusión de actitud más activa que la mera reticencia espectadora mantenida hasta ahora. Y esa conclusión es que los fenómenos secesionistas son problemas que afectan directamente a la UE. No son meros asuntos internos de los Estados miembros. Es preciso revisar la consideración de que el separatismo es un problema interno, cuando es evidente que la secesión, reduciendo el territorio de la Unión, repercute sobre el ámbito de aplicación del Derecho comunitario, fragmenta el mercado único y el espacio de seguridad y justicia común, y contradice los valores fundacionales del proyecto europeo. Por ello mismo, carece igualmente de fundamento seguir afirmando que el Tratado guarda silencio sobre la posibilidad (jurídica) de que un Estado miembro se desintegre. En relación con ello, de los artículos 3 y 4.3 del TUE se puede deducir la existencia de una obligación jurídica por parte de todo Estado miembro de la Unión de mantenerse unido y evitar su fragmentación. Y ello porque el mantenimiento de esa unidad resulta imprescindible para garantizar el cumplimiento del Derecho comunitario en su territorio. Al mismo tiempo, del artículo citado cabe deducir igualmente la obligación de la Unión –derivada de los principios de cooperación leal y de respeto a la identidad constitucional de los Estados– de no permanecer pasiva ante un proceso secesionista. Obligación que resulta incompatible con el discurso actual de seguir considerando esos procesos como asuntos internos.
Podría entonces afirmarse incluso que la Comisión Europea –como guardiana de los Tratados– no ha estado a la altura de las circunstancias. Políticamente ha transmitido la imagen de una institución más preocupada porque un Estado se exceda en algunas décimas en su déficit público anual que por su posible fragmentación. Jurídicamente no ha velado por el cumplimiento de los Tratados al realizar una interpretación de los mismos incompatible –por las razones expuestas anteriormente– con el principio de primacía del Derecho comunitario. Bien es cierto que su interpretación de los Tratados en este punto es tributaria del amplio consenso existente entre los Estados miembros sobre lo que son “asuntos internos” de estos.
Conclusiones
¿Qué hacer para evitar los procesos secesionistas?
En este confuso y peligroso contexto urge dar una respuesta política y jurídica al problema de la secesión: ¿qué puede hacer la UE para que no vuelva a repetirse un experimento con un potencial desestabilizador tan formidable como el sufrido en Escocia? En España, Bélgica, Italia, Chipre, Rumanía, Eslovaquia o Letonia y el mismo Reino Unido, por citar sólo algunos casos muy claros, fuerzas políticas independentistas apelan al precedente escocés como modelo. A partir de ahora debería quedar muy claro que no es un modelo válido para la UE.
En este confuso y peligroso contexto urge dar una respuesta política y jurídica al problema de la secesión: ¿qué puede hacer la UE para que no vuelva a repetirse un experimento con un potencial desestabilizador tan formidable como el sufrido en Escocia? En España, Bélgica, Italia, Chipre, Rumanía, Eslovaquia o Letonia y el mismo Reino Unido, por citar sólo algunos casos muy claros, fuerzas políticas independentistas apelan al precedente escocés como modelo. A partir de ahora debería quedar muy claro que no es un modelo válido para la UE.
La UE debería recordar que los procesos secesionistas son contrarios a los valores y principios fundacionales del proyecto europeo. Y que esa incompatibilidad no sólo es política, sino que también lo es desde un punto de vista jurídico. Como he expuesto en las páginas precedentes, la fragmentación de un Estado miembro por secesión de una parte de su territorio resulta incompatible con los artículos 3 y 4 del TUE. A la vista de la confusión existente y ante la gravedad de las amenazas que se ciernen en el futuro sobre el proyecto de integración europea, sería conveniente que las instituciones europeas entraran al fondo del problema.
Lo deseable –una vez más– sería emprender una reforma de los Tratados que cerrase la vía –de forma clara y definitiva– a cualquier aventura o experimento secesionista. Se trataría de introducir en el Tratado una regulación expresa que no sólo prohibiera todo proceso de secesión en un Estado miembro, sino que garantizara también que, en el supuesto de que dicha prohibición no fuera respetada, el pretendido nuevo Estado nunca podría ser admitido en la Unión. En todo caso, y mientras no se plantee un proceso de reforma de los Tratados (que, por otro lado, la crisis de la eurozona convierte en un objetivo ineludible) las instituciones –cada una en el ámbito de sus competencias– deberían contribuir a clarificar la situación y a conjurar las amenazas secesionistas.
El Consejo Europeo –por unanimidad– y el Parlamento Europeo –por una mayoría muy cualificada de representantes de los partidos europeístas– deberían aprobar sendas declaraciones políticas recordando, por una parte, que el Derecho comunitario implica la prohibición por parte de los Estados miembros de consentir cualquier secesión dentro de ellos, y formulando también, como advertencia general, la prohibición de ingreso de cualquier Estado surgido de la fragmentación de otro. Para ello habría que incluir esta advertencia en los denominados criterios de Copenhague. Al fin y al cabo resulta absolutamente incomprensible que quien aspira a una soberanía propia, y para ello quiere independizarse de un Estado, sea admitido en una organización cuya razón de ser y finalidad es precisamente compartir la soberanía.
En la Europa del siglo XXI, la ruptura de una comunidad política y la fragmentación de una sociedad no pueden presentarse nunca como un objetivo democrático legítimo. El derecho de secesión sólo puede justificarse –desde un punto de vista ético y jurídico– en el caso de comunidades cuyos miembros no vean respetados sus derechos fundamentales. Y es evidente que no es el caso ni del Reino Unido, ni de España, ni de Bélgica, ni de Italia.
Javier Tajadura Tejada
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco y autor de “El futuro de Europa: luces y sombras del Tratado de Lisboa” (Comares, Granada, 2010)
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco y autor de “El futuro de Europa: luces y sombras del Tratado de Lisboa” (Comares, Granada, 2010)
[1] Valgan por todas las palabras del que fuera ministro de Asuntos Exteriores de Suecia y enviado especial de la ONU en los Balcanes, Carl Bildt: “La independencia escocesa significaría un proceso de balcanización. Un sí escocés a la independencia activaría una grave crisis en Europa”.
[2] La UE y los Estados miembros nunca podrían reconocer a un Estado surgido de un proceso secesionista respecto a uno de ellos (salvo que este eventualmente lo hubiera consentido). Un proceso de esa naturaleza constituye por definición un atentado al principio de integridad territorial (consagrado en el artículo 4. 2 del TUE), que vincula a la Unión y a sus miembros, impidiéndoles reconocer al pretendido nuevo Estado.
[3] Esto fue señalado por primera vez con absoluta claridad por el presidente de la Comisión, Romano Prodi, en febrero de 2004, ante el Parlamento Europeo: “cuando una parte del territorio de un Estado miembro deja de formar parte de ese Estado, por ejemplo porque se convierte en un Estado independiente, los tratados dejarán de aplicarse a este Estado. En otras palabras, una nueva región independiente, por el hecho de su independencia, se convertirá en un tercer Estado en relación con la Unión y, desde el día de su independencia, los Tratados ya no serán de aplicación en su territorio”. Prodi añadía que el nuevo Estado podría presentar la solicitud de ingreso en la Unión, lo que sólo lograría “si es aceptado por el Consejo Europeo por unanimidad”. Barroso y Juncker, además de múltiples comisarios y portavoces de la institución, han insistido luego en esta postura.
[4] “Al Derecho nacido del Tratado –afirma el Tribunal de Justicia de la Unión– surgido de una fuente autónoma, por su propia naturaleza no se le puede oponer ninguna norma del Derecho nacional, sin perder su carácter comunitario y sin que se cuestione el fundamento jurídico de la Comunidad misma”; de ahí que “la alegación de los derechos fundamentales, tal y como están formulados por la Constitución de un Estado miembro, o de los principios de una estructura constitucional nacional no pueden afectar a la validez de un acto de la Comunidad o a su efecto en el territorio de dicho Estado” (Asunto Internationale Handelsgsellschaft, 1970).
[5] Art. 3 TUE: “2. La Unión ofrecerá a sus ciudadanos un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores, en el que esté garantizada la libre circulación de personas conjuntamente con medidas adecuadas en materia de control de las fronteras exteriores, asilo, inmigración y de prevención y lucha contra la delincuencia. 3. La Unión establecerá un mercado interior (…) La Unión fomentará la cohesión económica, social y territorial y la solidaridad entre los Estados miembros”.
[6] Según el Consell Assesor per a la Transició Nacional de la Generalitatr, el art. 4.2 del TUE “no prohíbe la secesión interna” sino que se limita a establecer el compromiso de la Unión de mantener su neutralidad en las cuestiones que afecten a la integridad territorial de los Estados.
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