Carlos Fernandez Liesa
El presidente de la Generalitat, Artur Mas, apelaba en presencia del fiscal jefe de Cataluña, José María Romero de Tejada, en la entrega de los Premios del Día de la Justicia, a “no confrontar la legitimidad democrática y la legalidad del Estado de derecho, porque eso supone llevar las cosas al límite”. La tesis que viene a mantener el señor Mas es que el presidente del Gobierno español se habría venido aferrando a la legalidad española, mientras que él sería el portador de la legitimidad democrática. Esta manera de ver las cosas constituye un sofisma, es decir, un argumento en defensa de una tesis que, sin embargo, es falsa.
Desde la perspectiva de la legalidad recordemos que según el derecho internacional el pueblo catalán no está incluido dentro de aquellos que son titulares del derecho de libre determinación. Tampoco el derecho internacional, en ningún instrumento jurídico o político, reconoce el derecho a decidir, que es un sinónimo adulterado del anterior. Allí está el precedente de las islas Åland, de los años veinte. La referencia al derecho a decidir puede ser una invocación a la democracia, que enlaza con la legitimidad democrática como mejor modelo, pero no resuelve la cuestión de cuál es el cuerpo electoral, que en nuestro sistema constitucional es la nación soberana, que es la española.
En los modelos antiguos de la Edad Media no se distinguía entre legalidad y legitimidad, pues en la teoría descendente del poder la jerarquía legal era legítima (Carl Schmitt). Esta equiparación entre legalidad y legitimidad también se ha dado en modelos modernos. Es verdad que en la modernidad se construye una nueva legitimidad, al sustituirse, como indica Habermas, el derecho sacro de origen divino por el derecho natural racional, en una nueva ética profana desligada de la religión. Pero cuando llegan con fuerza en el XIX y XX el positivismo y el normativismo, la legitimidad se vuelve a convertir en la creencia en la legalidad, que en mi opinión son nociones distintas.
Max Weber, referente de análisis de los modelos de legitimidad (religiosa, carismática, racional legal, este último es el modelo democrático), identifica legitimidad y legalidad, en una posición algo insuficiente. Por ello Habermas —o Rawls— han considerado que la dominación política no puede tener su legitimidad al margen de una teoría procedimental de la justicia. Un modelo, aunque sea democrático, necesita ser legítimo en el sentido de que se respeten no solo las reglas jurídicas sino también los procedimientos de cambio y que, además, sea permeable a valores y principios morales, o si se quiere de ética pública. Todos estos criterios, tanto los weberianos como estos últimos, se encuentran en la Constitución de 1978; nuestra Carta Magna aúna no solo la legalidad sino también la legitimidad.
En el debate legalidad-legitimidad todos tendrían que respetar el fair play, las reglas del juego limpio, la lealtad a lo pactado, además del clásico pacta sunt servanda. El núcleo duro del consenso constitucional no es solo legalidad sino también legitimidad, cuya transformación requiere respetar el procedimiento de cambio de las reglas y, por tanto, seguir la vía de los artículos 166 o 167 de la Constitución. Son las reglas constitucionales las que, al organizar el poder, permiten que Artur Mas sea molt honorable, por lo que debería ser leal con la legalidad y la legitimidad que son la fuente de su poder. Es legítimo que pretenda cambiarlas, pero no lo es que se las salte para ello. Mas ha perdido, hace tiempo, la legitimidad de ejercicio. Decía Kelsen, en su Teoría general del Derecho y el Estado, que legalidad y legitimidad son la misma cosa, salvo en caso de golpes de Estado. El señor Mas ha indicado que la no aceptación por el Tribunal Constitucional del estatuto catalán supuso la ruptura del consenso constitucional. Este argumento no se sostiene, pues es el órgano que ejerce el control de constitucionalidad.
Esto requiere altura de miras de todos y una renovación del consenso constitucional que permita su desarrollo o su reforma. No puede hacerse con titulares de periódicos sino encontrando fórmulas que permitan o una mutación constitucional, en el sentido de Jellinek, o una reforma constitucional, ambas desde el fortalecimiento del consenso. Finalmente habría que poner en valor que la Constitución de 1978 ha permitido lo mejor de nuestra historia y que el “derecho alternativo” que se nos ofrece es una quimera, como dijera su majestad el rey Juan Carlos, que se plantea al margen de la Unión Europea, del euro, de las organizaciones internacionales, de los lazos humanos que a todos nos unen y de la historia común.Junto a la legalidad y a la legitimidad no hay que olvidar el principio de efectividad que exige que el Estado de derecho no se doblegue ante los embates separatistas. Hay que defender el Estado, y el Estado de derecho, que en el caso de España no solo es lo legal sino también lo legítimo, lo que también es aplicable en Cataluña. Y también requiere esto una inteligencia emocional en el tratamiento de la cuestión, y de la riqueza de España, que tiene como una de sus señas de identidad la diversidad lingüística y cultural. Esa unidad en la diversidad, que es nuestra señala de identidad, requiere una gestión política que es muy compleja. Por ello, tanto el PP como el PSOE, o el resto de los partidos que no quieren hundir el sistema democrático actual, deben no solo defender la legalidad y la legitimidad de la Constitución, sino también intentar que siga siendo un pacto fuerte para el futuro, con la flexibilidad que se requiere para gestionar sociedades diversas.
Carlos R. Fernández Liesa es catedrático de Derecho internacional de la Universidad Carlos III de Madrid
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