Contra el error de la fragmentación
Francesc Trillas Jané
Las cuestiones referidas a la arquitectura institucional de nuestras sociedades no son un tema más, separado de las cuestiones que afectan a nuestro bienestar o a la mejora de nuestra democracia. Son aspectos cruciales de nuestro bienestar y nuestra convivencia en el siglo XXI. Es por ello por lo que hay que dar pasos decididos hacia la creación de un Estado federal europeo que respete y reconozca la diversidad de sus pueblos, pero que ponga en común los recursos necesarios para ser relevantes en un mundo que se enfrenta a retos tan importantes como el cambio climático, una concentración creciente de la riqueza que amenaza la democracia, el desempleo o la inestabilidad financiera. Todos estos son problemas compartidos que ningún Estado-nación, viejo o nuevo, puede resolver por sí solo.
Europa ha vivido prácticamente desde la caída del Imperio Romano en medio de la fragmentación y el enfrentamiento entre naciones, religiones y grupos étnicos. Este clima culminó en las desgracias del siglo XX. Desde las Guerras Mundiales hasta la de los Balcanes, pasando por la Guerra Fría. La Unión Europea es, de hecho, un intento de dejar atrás para siempre la división histórica del continente. Produce escalofríos escuchar a los soberanistas de distintos territorios europeos relativizar este hecho. Pero como toda nueva gran estructura democrática, avanza (y no puede ser de otra manera) lentamente y no de forma lineal. Hay que seguir luchando por ello, como históricamente han hecho las corrientes centrales de la izquierda española y del catalanismo. En realidad, las virtudes del proyecto europeo se visibilizan cuando se atiende a los conflictos surgidos por cuestiones de nacionalidad o etnia en la Europa no cubierta por la UE. Son conflictos que corren el riesgo de degenerar en un panorama parecido al que se vive hoy en Oriente Próximo.
La economía tradicional se siente cómoda cuando las cuestiones se pueden separar y tratar como cuestiones técnicas en quirófanos separados con distintos bisturís: el Estado se encarga de los bienes públicos y el mercado de los bienes privados; los individuos en cuanto propietarios maximizan el beneficio y separadamente en cuanto consumidores maximizan su utilidad; los incentivos monetarios se añaden y no entran en conflicto con nuestros incentivos intrínsecos por hacer las cosas bien. Muchos participantes en el debate sobre nuestra arquitectura institucional parecen estancados en esa concepción tradicional: podemos poner nuevas fronteras donde y como queramos, y eso es algo separado de los asuntos “sociales”, que no va a afectar a nuestro bienestar ni a nuestra democracia si no es para mejorarlos como por arte de magia. La economía más moderna, en diálogo con otras ciencias sociales, como explican los economistas de la London School of Economics Maiteesh Ghatak y Tim Besley en un trabajo reciente, ha llegado a conclusiones muy distintas: por ejemplo, el Estado no se puede separar del mercado, sino que es necesario para que éste sea equilibrado y estable. Y habría que añadir que poner o reafirmar fronteras, especialmente en Europa, no corresponde a otro “eje”, sino que es un proyecto social que entra en conflicto con la creación de bienestar y la mejora de nuestra democracia en el siglo XXI.
Thomas Piketty ha demostrado que existe una tendencia global al crecimiento mayor de las rentas del capital (y en particular, de la minoría más rica entre los perceptores de rentas del capital) que de la renta del resto de los ciudadanos, y que el fraude fiscal, que se organiza a nivel internacional, puede estimarse aproximadamente en un 10% del PIB mundial, aunque por su propia naturaleza el dato sea incierto y podría ser mucho mayor. La receta que Piketty sugiere para corregirlo es un impuesto progresivo internacional sobre el capital, inicialmente a escala europea. Es una propuesta factible en un contexto institucional de federalismo democrático europeo a partir de la unión política de la zona euro.
No sólo un horizonte de Europa fragmentada que vuelva al pasado pondría en riesgo el despliegue de políticas igualitaristas, sino que el mismo proceso de movilización por objetivos soberanistas dificulta la creación de mayorías amplias a favor de políticas realmente redistributivas y de arquitecturas institucionales que las hagan posible. ¿Por qué hay menos conflictos en el mundo por razones sociales que por razones étnicas o identitarias? Quizá porque las víctimas de la desigualdad no tienen recursos para movilizarse por si solas, mientras que en los conflictos por las soberanías una parte de las élites de los distintos bandos nacionalistas está dispuesta a poner el capital (público o privado) y una parte de los trabajadores puede poner el trabajo, aunque su agenda quede diluida por los intereses de los primeros.Algunos comentaristas han considerado que esta parte propositiva del trabajo de Piketty es más discutible que la parte de diagnóstico, pero en realidad debería ser al revés. Aunque el diagnóstico sea parcialmente borroso, lo cual es inevitable por la naturaleza de los datos relativos a la riqueza de los más poderosos, quienes no la muestran voluntariamente, eso no implica que debamos esperar para actuar. ¿Debemos esperar para actuar en el cambio climático a que exista una certeza absoluta sobre el grado exacto de calentamiento del Planeta? La concentración creciente del capital y el fraude fiscal organizado a nivel internacional son retos igualmente urgentes porque constituyen una amenaza a la democracia y los viejos y potencialmente nuevos Estados-nación son completamente incapaces de hacerles frente.
Una estructura y una cultura federal no sólo sirven para avanzar hacia la igualdad, sino también hacia una democracia de mayor calidad que dé solidez a la solidaridad y que respete la diversidad. Una mayoría creciente de los ciudadanos del mundo que viven en democracia lo hacen ya en federaciones que garantizan la libertad de todos los individuos. Es decir, en estructuras con varios niveles de Gobierno con competencias claras, con instancias de Gobierno compartido, y con un reconocimiento expreso de las singularidades culturales e históricas, que se valoran como una riqueza común. Parece que la mayoría de los humanos que pueden decidir han elegido el federalismo, con más o menos elementos de asimetría según la evolución histórica. Aunque muchas federaciones contienen elementos consociativos que a veces entran en contradicción con la regla de la mayoría (para preservar derechos que se consideran prioritarios sobre ésta) lo cierto es que las formas federales de Gobierno han hecho posible la convivencia democrática y la solidaridad de grandes agregados caracterizados por una enorme diversidad. Las estructuras federales, a diferencia de las estructuras confederales, permiten que cada nivel de Gobierno rinda cuentas de sus actos directamente ante los ciudadanos, y que exista una elevada correspondencia entre la responsabilidad fiscal de recaudar impuestos y la responsabilidad del gasto. Una democracia de calidad implica un uso cuidadoso de los distintos instrumentos posibles que caben en ella, en especial en lo que se refiere a la combinación entre democracia representativa y democracia directa, o una mejora de los mecanismos participativos y deliberativos. La presión soberanista por parte de partidos de dudosa raigambre democrática en Reino Unido y en Francia para celebrar referendos para salir de la UE, ante la resistencia con la boca más o menos pequeña de partidos con un pedigrí democrático mucho mayor (como los partidos laborista o liberaldemócrata británicos), muestra las contradicciones entre la radicalidad democrática y la calidad democrática. Y es que éste es otro ejemplo de las dificultades de separar las cosas: “Hagamos referendos de autodeterminación y después (separadamente) ya nos federaremos, de igual a igual”. Es muy difícil querer decidir de la manera que más conviene a los soberanistas, y a la vez ser partidarios de una arquitectura federal, que cuesta imaginar que podamos alcanzar alentando consultas que nos dividan. Mejor votar para proponer y/o ratificar acuerdos a los que se llega mediante procesos representativos, deliberativos y participativos, que posibiliten sociedades plurales y libres realmente caracterizadas por la igualdad entre los individuos.
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