La inclusión de los valores democráticos y el respeto por los
Derechos Humanos como principios inspiradores y consustanciales a las
instituciones internacionales y sus normativas, es un tema que aparece por
primera vez al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Es, sin duda, una expresión
más del fenómeno globalizador en su dimensión político-jurídica.
No pocos debates y análisis ha suscitado este asunto en los
ámbitos político y académico. Y en el campo del Derecho Internacional esta
materia ha producido una crucial transformación que ha sacudido sus paradigmas,
inconmovibles hasta hace pocas décadas.
La democracia, como aspiración ideal de las sociedades
contemporáneas, ha logrado trascender los límites político-territoriales
nacionales y se ha convertido en un valor universal, a pesar de que hay
culturas que no la toleran y regímenes de distinto corte autoritario que la han
proscrito.
Esta aspiración política milenaria, que apareció como modelo
de gobierno hace aproximadamente 25 siglos en culturas mediterráneas y fue
tomando, mucho tiempo después, cuerpo y desarrollo en las sociedades más
avanzadas de la civilización occidental, a mediados de la centuria pasada
permeó hacia los espacios institucionales internacionales y ha impulsado
normativas que han pretendido ser vinculantes para las naciones contemporáneas.
Podemos afirmar hoy que la democracia es no solo un principio
inspirador y modelo político deseable para las sociedades nacionales, sino
también una pauta obligatoria jurídicamente exigible en varios espacios
pluriestatales.
Se ha llamado a la norma que ha recogido el Derecho
Internacional, Cláusula democrática,
la cual está referida no sólo a la democracia en el marco de las relaciones
políticas entre los Estados entre sí, sino, y sobre todo, al comportamiento
democrático interno de los países, el cual debería ser acorde con ciertos
criterios mínimos aceptados por la comunidad internacional.
Éstos son muy generales y básicos, lo que ha dado pie a interpretaciones
diversas y subjetivas respecto de su alcance y efectividad.
Situaciones particulares de algunos regímenes políticos en
nuestro hemisferio americano, han generado discusiones sobre si debería
aplicarse o no la Cláusula Democrática
establecida en algunas organizaciones internacionales de cooperación e
integración, como la OEA, Mercosur o la Comunidad Andina.
En años recientes, el cuestionamiento que han expresado
algunos gobiernos de nuestra región, frente a las normativas hemisféricas sobre
los Derechos Humanos (DDHH), es motivo de preocupación de los ciudadanos y
políticos del continente, que siempre han visto en aquellos, importantes y
eficaces instrumentos y garantías frente a los eventuales abusos y
arbitrariedades de los gobiernos de cualquier corte ideológico. Es conocido que
Hugo Chávez y Rafael Correa han atacado al sistema de protección de los DDHH de
la OEA, llegándose, en el caso del gobierno de Venezuela, hasta la denuncia de
la Convención Americana sobre la materia.
En el campo de los estudiosos del Derecho Internacional,
igualmente, se han formulado planteamientos controvertidos que ponen en tensión
las nociones de soberanía, no intervención y/o no injerencia, por un lado, y el
respeto de los principios democráticos constitucionales y el Estado de Derecho,
por otro.
Así las cosas, en la región y en el mundo, pensadores,
académicos y políticos de diversa procedencia, han propuesto el establecimiento
de criterios, estándares o normas de conducta que apunten a la promoción y
protección efectiva de la democracia y los DDHH, cuyo control y aplicación
debería ser coordinada por autoridades internacionales.
La llamada “Doctrina
Betancourt” es un ejemplo de esta visión. El ex presidente venezolano, a
mediados del siglo pasado, planteó a la OEA una reforma de su tratado
originario que apuntaba, precisamente, al establecimiento de una sanción
colectiva (exclusión de los entes internacionales, rompimiento de relaciones
diplomáticas y económicas) para los regímenes antidemocráticos del hemisferio.
Decía entonces: “…que en
torno a los gobiernos dictatoriales se tienda un riguroso cordón profiláctico
multilateral a fin de asfixiarlos para que no constituyan oprobio de los
pueblos y amenaza permanente”.
Queda claro que en el fondo de esta cuestión hay una controversia
relativa a la ética en las relaciones internacionales.
El historiador de las ideas, Jean Francois Revel, escribió en
cierta ocasión, acertadamente, a nuestro juicio, que había que revisar la
noción de Estado soberano, a los fines de considerar, de ahora en adelante,
basar la soberanía de los Estados en la legitimidad democrática y la
solidaridad internacional. Decía que era necesario “hacer de la legitimidad democrática lo único que justifique el
reconocimiento de un Estado por todos los demás”. Y añadía: “Para beneficiarse del derecho de no
injerencia de los otros, un Estado deberá haberlo merecido, apoyándose en una indiscutible
legitimidad democrática”.
Esta posición de principio categórica en defensa de la
democracia, va a contravía de los defensores a ultranza de la soberanía
absoluta y de la no injerencia en los asuntos internos de los Estados en los
casos de violaciones a la democracia.
Este es un debate que sigue estando vigente en el mundo de
hoy.
EMILIO NOUEL V
@ENouelV
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