Joaquin Estefanía
El País
En qué momento la “crisis del capitalismo global” pasó a ser la “crisis del euro”? Este mes han hecho cuatro años del primer rescate a Grecia, la intervención inicial a un país europeo que luego tendría secuelas de distinto signo en Irlanda, Portugal, España y Chipre. Repasemos las hemerotecas: entonces no pasaba por la imaginación de nadie que un miembro de la eurozona tuviera que pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional (FMI), especializado en polémicos y crueles salvamentos a países del Tercer Mundo, al Banco Central Europeo (BCE) y a la Comisión Europea. ¿Fue ese el momento inicial de la crisis del euro?
Desde entonces, el proyecto europeo se ha caracterizado por las políticas de austeridad. En su excelente libro Austeridad. Historia de una idea peligrosa (Crítica), el profesor de Economía de la Universidad de Brown, Mark Blyth, define este concepto como “una forma de deflación voluntaria por la cual la economía entra en un proceso de ajuste basado en la reducción de los salarios, el descenso de los precios y un menor gasto público, todo enfocado a una meta: la de lograr la recuperación de los índices de competitividad, algo cuya mejor y más pronta consecución exige (supuestamente) el recorte de los presupuestos del Estado y la disminución de la deuda y el déficit”. Según quienes abogan por esta terapia, su adopción sabrá generar una mayor “confianza empresarial”, dado que los Gobiernos habrán dejado de copar el mercado inversor al absorber todo el capital disponible mediante la emisión de deuda, así como de incrementar la deuda nacional, ya de por sí “excesivamente grande”.
La austeridad no es un proceso neutral desde el punto de vista distributivo de los sacrificios que exige. La política de austeridad ha liquidado el llamado método Monnet, que resume Sami Naïr en El desengaño europeo (Galaxia Gutenberg). Jean Monnet, padre de la UE junto a personajes tan europeístas como Robert Schuman, Konrad Adenauer o Alcide de Gasperi, entendía que el único modo que permitía avanzar entre tantas diferencias como las que manifestaban los distintos países era un acuerdo sobre la orientación económica, política y social de la zona, y de ningún modo una opinión hegemónica (como la que impone hoy Alemania). Y teorizaba tres pasos complementarios: construir un mercado europeo, avanzar en la supranacionalidad y —con igual jerarquía— la solidaridad de hecho entre países y ciudadanos.
Es esta tercera pata europea la que ha demolido y fracturado la política de la austeridad autoritaria, la austeridad impuesta independientemente de las condiciones de cada país y de cada grupo social. Veamos lo sucedido en España, a la luz de los últimos datos conocidos: de los 26 millones de parados europeos, casi seis de ellos son españoles. Pues bien, más del 20% de estos últimos (1,27 millones de personas) lleva desempleado más de tres años, habiendo crecido este colectivo un 22% en tan sólo un año. Ello plantea dos tipos de problemas concatenados: el más inquietante, el que los parados de muy largo plazo han agotado en su inmensa mayoría el seguro de desempleo o los subsidios adicionales, lo que les hace aumentar el colectivo vinculado con la pobreza y la exclusión. El segundo efecto es la histéresis, la inempleabilidad; cuanto mayor tiempo permanece una persona fuera del mercado de trabajo, más obsoleto le convierte para los que tienen que contratarlo. Otra cifra reciente, proporcionada también por el Instituto Nacional de Estadística (INE), es el número de desanimados que han dejado de buscar trabajo porque creen que no van a encontrarlo: 483.000 personas, un 21% más que en el año 2011. Este número sería sin duda mayor si incluyera a quienes el desánimo les ha llevado a abandonar el país y volver a sus lugares de origen o, sencillamente, a emigrar, como hicieron sus abuelos.
Las políticas activas de empleo son de competencia nacional, no comunitaria. El que haya o no programas de choque para paliar estos problemas depende del Gobierno de Rajoy, pero necesita de la exigencia, complicidad y financiación europea. Si no ocurre así, la desafección ciudadana manifestada estos días en las urnas será aún mayor en el futuro inmediato. Y el leitmotiv de las élites bienpensantes (“¡Europa, Europa, Europa!”) devendrá sólo una suerte de europeísmo beato.
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