LA SOBERANÍA: ¿EXISTE? ¿ES ÚTIL? ¿ES DEFENDIBLE ETICAMENTE HABLANDO?
De forma recurrente observamos cómo de tiempo en tiempo se vuelve sobre este viejo concepto, sobre todo, en el ámbito de las relaciones internacionales; espacio en el que, precisamente, ha adquirido progresivamente menor sentido real desde que existe el modelo normativo de las Naciones Unidas y la globalización ha alcanzado niveles nunca antes vistos.
Obviamente, en las formas, en los tratados y discursos la noción de soberanía sigue teniendo su puesto central. Pero realmente ¿tiene contenido efectivo en el mundo de hoy? ¿No es acaso una hipocresía hablar de ella? ¿Es incluso ético seguir echando mano de ella de cara a los principios democráticos y los derechos humanos? ¿Es útil, pragmáticamente hablando, la soberanía? ¿tiene sentido darle realce en un programa político?
Sin entrar en mayores profundidades sobre el concepto, sabemos que fue producto de unas circunstancias políticas concretas de los siglos XV y XVI y que sirvió a los monarcas absolutos y soberanos de entonces para justificar su poder frente a las pretensiones de dominio del Papa romano. “Fue elaborado y desarrollado en nuestra cultura occidental -dice Bodenheimer- para lograr unos fines políticos específicos y no puede ser comprendido sino en relación con el contexto de su finalidad histórica”. En tal sentido, es un concepto con raíces históricas muy concretas; de allí que no haya existido en otras épocas como tal, y hablar en abstracto sobre él resulta fútil.
Con la revolución francesa y la llegada del constitucionalismo, la soberanía, atributo absoluto y exclusivo del rey, pasa al pueblo, quien la ejerce a través de sus representantes. Así, el carácter absoluto de la soberanía, como consecuencia del constitucionalismo que se inicia, se rompe, toda vez que incluso el nuevo soberano, el pueblo, deberá someterse al imperio del derecho. No deberá haber entonces poderes omnímodos y sin límites de nadie, o lo que es lo mismo, no hay soberano absoluto, porque la ley está por encima.
En el mundo real de hoy, recurrir al concepto que nos ocupa es un anacronismo, al menos en su versión externa, que es la que interesa para las relaciones internacionales. En estos escenarios es cada día más relativa, a pesar de la retórica. No sólo en lo formal-legal, sino también y sobre todo, en lo concreto.
En lo formal-legal, la primacía de las normas y principios de los tratados en general, y de los derechos humanos (y en algunos casos los tratados de integración económica) en particular, sobre las constituciones y leyes nacionales nos indica que la soberanía absoluta es cosa del pasado; afortunadamente. Los estados, gobiernos y gobernantes deben someterse no sólo al derecho interno, también al internacional, ergo, no son soberanos, porque soberano significaría no sujeción a ningún poder, norma o jurisdicción externos a ellos.
Sin embargo, si vamos al mundo real de la política y la economía, al de la interdependencia global, el asunto es más dramático. Allí la soberanía de los estados está aún más menoscabada. Harta razón tiene el constitucionalista italiano Gustavo Zagrebelsky cuando nos habla de los factores demoledores de soberanía que contiene la globalización, y las fuerzas de ésta, sin duda, han cumplido con creces ese trabajo.
Los márgenes de maniobra de los gobiernos frente a diversas situaciones internacionales -la financiera actual lo testimonia- son cada vez más estrechos. Incluso los gobiernos de los países más poderosos no tienen la libertad de actuar “soberanamente” sin ponerse de acuerdo con los otros sobre políticas y reglas, y muchas veces en contra de su voluntad e intereses. La autarquía y el aislacionismo son cada vez más inconcebibles e inconvenientes para grandes, medianas y pequeñas naciones. Es por eso que los países buscan cooperar e integrarse para hacer frente a los problemas diversos del planeta. Es un asunto pragmático, para el cual seguir enarbolando la noción de soberanía, constituye una rémora, un obstáculo, una inutilidad.
¿Qué queda entonces de la soberanía? No pocos nos hemos hecho esa pregunta. Lo cierto es que como concepto clave de un programa, de una propuesta o de un discurso político moderno, actualizado y acorde con las circunstancias presentes, no tiene vigencia alguna. Respondió a un mundo que se ha estado yendo paulatinamente, aunque todavía persistan o reaparezcan manifestaciones inéditas de él. El que tenemos ante nosotros es uno que debe perseguir la confluencia, la integración y los consensos posibles. Para lograr ese difícil objetivo, la soberanía no nos sirve. Finalmente, compartimos con algunos pensadores que la soberanía, desde el punto de vista ético, es sospechosa, particularmente, cuando detrás de ellas se esconden los tiranos para impedir que la mano de la justicia los atrape por las tropelías que contra los derechos humanos cometen.
EMILIO NOUEL V.
No hay comentarios:
Publicar un comentario