LUIS LANDERO
Ocurre a veces que uno necesita reconciliarse formalmente con la
razón, días en que el mundo se vuelve opaco y el alma se siente huérfana
de conceptos y anhelosa de armonía y claridad. Es el momento entonces
de regresar a la filosofía. Y es que a veces el conocimiento intuitivo y
emocional del arte y de la literatura empacha y cansa, quizá porque su
empeño no es tanto esclarecer las cosas como enriquecerlas y, valga la
paradoja, iluminarlas con nuevos enigmas, de modo que en la filosofía
descansamos de ese oscuro entender y, por decirlo así, canjeamos por
ideas claras y distintas nuestras perplejidades y vislumbres, como quien
convierte su incierta mercadería en letras de cambio bien acreditadas.
Siempre he sido aficionado a la filosofía, y nunca me ha faltado un
filósofo de cabecera. Cada momento ha tenido el suyo. Ha habido épocas
de Nietzsche, de Ortega, de Spinoza, de Berkeley, de Heidegger, de
Benjamin y Adorno, de Sartre y de Camus, y de tantos otros, y siempre de
Schopenhauer, de quien nunca me canso, y por supuesto de Montaigne. De
Montaigne me admira la suave y amena indagación que hace de sí mismo y
de las cosas sencillas de su alrededor. Pocas veces nos dice nada que el
lector no creyera haber pensado antes. La obviedad se convierte sin
saber cómo en un hallazgo y en un don. Los pensamientos de siempre
cobran en él el resplandor del primer día, y hasta sus muchas citas
clásicas se nos revelan con toda la fuerza repentina de la novedad. De
pronto descubrimos que todo en el mundo está por descubrir.
Así que uno es una especie de trotaconceptos, un vagabundo que en
cualquier parte (un tratado de lo más sesudo, un artículo de periódico,
una sentencia, hasta un refrán) encuentra hospedaje: es decir, encuentra
el consuelo, y hasta la caricia maternal, de una idea que de pronto,
como un relámpago en la noche, pone luz en el mundo. En cuestión de
ideas, soy nómada. Apenas he conocido el placer de la creencia, y aún
menos el de la militancia. Soy un viajero que hoy hace fonda aquí, y
pide siempre el menú degustación, y que mañana continúa alegremente su
camino. Como mero aficionado a la filosofía, me gusta además mi
irresponsabilidad de lector, cosa que en la literatura me ocurrió solo
en mis primeros años de juventud, cuando leía de todo, sin ley ni canon,
y tenía tan buen apetito que no había libro o cómic al que le hiciera
ascos. Por otra parte, yo suelo leer los textos filosóficos con cierto
ánimo novelero, como si me contasen una historia cuyos personajes,
héroes y malvados, son las ideas, y donde hay un argumento, un
conflicto, una trama, una intriga, y hasta un desenlace desdichado o
feliz. De filosofía, entiendo poco, y no aspiro a más, y en mis lecturas
hace tiempo que renuncié a obtener cualquier botín teórico, lo cual me
ofrece una levedad de lo más placentera. Vivo desde siempre en una
alocada soltería filosófica.
Luego, otro día, resulta que te cansas y hasta reniegas de ese
lenguaje y de esa luz, de esas pretensiones de alzar una torre de
conocimiento tan alta como la de Babel, y regresas a la penumbra del
arte y la literatura, y así vas, de los filósofos a los poetas, del
razonamiento a la revelación, del no entender entendiendo al alivio, y
acaso también al espejismo, de entender algo de una vez para siempre, y
de reposar al fin en esa Ítaca tan inalcanzable que es la ilusión de la
verdad. De las palabras que te guían a las palabras que te pierden.
Uno no sería ni la persona, ni el ciudadano, ni el lector y el
escritor que es, sin la filosofía, sin esa fina lluvia de ideas, de
pálpitos, de querellas intelectuales, de ecos dialécticos, que nos
vienen del pasado y que se filtran en nuestra inteligencia y en nuestro
corazón y que nos dotan de la clarividencia y el carácter necesarios
para enfrentar críticamente el mundo y construir nuestra visión propia
de la realidad, y que solo ahí, en ese gran río de conocimiento que es
el legado de nuestros mayores, podemos encontrar. Esa es nuestra
herencia, y no tenemos otra. En la filosofía (y, si se quiere, también
en la literatura, que no es otra cosa que el patio de vecindad de las
humanidades) está la llave de nuestra salvación como personas libres,
lúcidas y mayores de edad.
Porque ocurre que del mismo modo que las facciones de nuestro rostro o
las huellas de nuestros dedos son distintas, así también nuestro mundo
interior y nuestra visión de la realidad son por fuerza exclusivos.
Somos irrepetibles. Estamos condenados a ser originales. O mejor: en
nosotros está la semilla de la originalidad, y de nosotros depende que
caiga en buena tierra o que se agoste sin remedio. Pero para saber lo
que valemos, y para lograr ser nosotros mismos, nos lo tenemos que
ganar, y para eso es necesario un poco de soledad, de recogimiento, de
esfuerzo, de lentitud… y de la ayuda de nuestros filósofos, de los de
antes y de los de ahora, de los densos y de los ligeros, de los ceñudos y
de los festivos, porque sin ellos estaremos condenados a la ignorancia y
a la palabrería: carne de cañón.
Y he aquí que ahora, nuestros actuales gobernantes, no contentos con
haber menoscabado la literatura en las escuelas, los libros en las
bibliotecas y el teatro y el cine en las taquillas, han decidido también
arrinconar a la filosofía, haciéndola meramente optativa, lo cual
equivale a su extinción. ¿Qué muchacho, o qué padres de muchacho, van a
elegir o a animar a elegir como asignatura la filosofía, que al fin y al
cabo no sirve para nada, cuando se puede optar por otra materia más
técnica y práctica, que acaso pueda servir para aspirar a un puesto de
trabajo, por mísero que sea?
Triste país el nuestro. Trabajando cada cual para obtener sus
pequeñas ventajas, nos estamos labrando entre todos la desdicha
colectiva. Hoy sabemos ya que, en asuntos de educación, de ciencia y de
cultura, el sueño de la Transición produjo, si no monstruos, sí figuras
grotescas. Al cabo del tiempo, al cabo de tantos proyectos y sueños de
regeneración, uno contempla el panorama social y comprueba que, tras la
apariencia y el barniz de la modernidad, seguimos siendo el mismo país
ignorante y atrasado de siempre. Queda una gran minoría ilustrada, cómo
no, pero se antoja poco logro para las oportunidades históricas que
tuvimos y que una vez más desperdiciamos. Diríase que hay una conjura
para que estas cosas sean así. No de otro modo se puede interpretar el
desprecio y la saña con que nuestros gobernantes persiguen a las
humanidades en las escuelas y a la ciencia y a la cultura allá donde se
encuentren. Como si hubieran recibido de ellas una afrenta que hay que
vengar y reparar.
Seguimos, pues, como siempre en nuestra desdichada historia, a la
espera de un Gobierno ilustrado, que crea de verdad en esa gran
evidencia de que el progreso y la grandeza de un país se construyen por
fuerza desde la educación. Algo que todo el mundo dice pero que nadie
hace, quizá porque tampoco ellos, los mandatarios y demás malandrines,
son amigos de la lectura y el estudio. Basta leer un par de horas a
Montaigne, o cultivar el hábito de alternar, aunque sea solo de pasada,
con nuestros queridos filósofos, para defendernos de la banalidad y
desenmascarar y ponernos a salvo de los discursos baratos, tramposos,
fatuos y hasta ridículos de la mayoría de nuestros políticos. Más que
nunca, ante la ristra de elecciones que se nos avecinan, quizá esta sea
la hora de regresar a la filosofía.
Luis Landero es escritor. Su último libro es El balcón en invierno (Tusquets).
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