jueves, 26 de junio de 2014

Trece fontaneros polacos



     Xavier Vidal-Folch
El País
Las decisiones europeas de estos días serán trascendentales. La digestión de las elecciones del 25-M se concretará en la designación del presidente de la Comisión y los restantes altos cargos; la orientación del programa para la nueva legislatura; las actitudes, retraídas o dinámicas, de los distintos Gobiernos. Un nuevo mapa de políticas ambiciosas puede abrirse paso. O puede, por el contrario, volverse al pasado y desandarse el camino ya emprendido. Este será un agónico pulso entre una Europa (nueva, pero en crisis) contra la (vieja, pero resucitada) anti-Europa. O al revés.
Mucho dependerá de la lectura —e interiorización— de los resultados electorales. ¿Por qué han crecido los populismos ultras? La explicación de que son producto de la crisis económica es tan manca como coja. El aumento de los partidos xenófobos y antieuropeos ha sido mayor en países poco heridos por la doble recesión. Es el caso de Francia, Reino Unido y Dinamarca. O el de Austria, que goza de una excelente situación social de casi pleno empleo, con un paro del 4,5%. O el de Finlandia. Tampoco satisface la explicación de la mala gobernanza de la Unión: ¿por qué, entonces, se afianzarían los extremistas en países como Suiza o Noruega, ambos ajenos a la UE?
Seguramente afrontamos un cóctel de motivos, en el que pesan, y mucho, la crisis económica y los déficits de la construcción comunitaria, pero también otras angustias de la globalización sin reglas: el miedo a la inmigración, la inquietud hacia la velocidad de los cambios, la creciente desigualdad, el sentimiento de orfandad ante la acelerada irrelevancia del marco de sentimientos y lealtades que proporcionaba el cuasi-extinto Estado-nación. El voto antisistema encarna y simboliza algunos problemas del sistema, así como todas y cada una de las recetas erróneas para superarlos. De lo que se infiere que una respuesta basada en un único argumento —el económico— será necesaria, pero nunca suficiente.
Donde se van viendo sus efectos perjudiciales es en la conformación de actitudes de algunos Gobiernos, acongojados por esta nueva competencia. Ya François Hollande cometió la inicial torpeza (para Francia) de descartar más Europa “donde no sea necesaria”, sin percatarse de que a lo mejor lo innecesario es subvencionar su agricultura. En cualquier caso, el peligro del ascenso populista no radica en su (in)capacidad de bloquear nada, sino en su posibilidad de influir sobre las políticas europeas de algunos Estados miembros, contaminando a sus Gobiernos con sus posiciones reaccionarias. Por ejemplo, contra la inmigración; ya hemos tenido como muestra la reacción de Nicolas Sarkozy postulando el desmoche parcial de los acuerdos de Schengen. En la misma línea del infausto artículo que David Cameron publicó el 27 de noviembre en Financial Times: “La libre circulación debe ser menos libre”.La novedad que constituye la cuantía de la irrupción ultra en el Parlamento Europeo —un centenar de los 751 diputados—, jaleada por un hambriento papanatismo periodístico, no será relevante en la tarea legislativa. Nunca los ultras han pegado sello. Pacen en Estrasburgo desde siempre —Le Pen padre fue eurodiputado durante diez años— y jamás han escrito nada. Pero su presencia será más ruidosa e incordiante, tanto más cuanto los medios regalen altavoces a su demagogia.
O también contra los avances hacia una mayor integración económica y política.
La elección de los nuevos cargos europeos constituye un gran trampolín para la orientación programática de la UE. En ambos terrenos se libra una dura batalla. A un lado figuran quienes pretenden aprovechar la ocasión para jibarizar Europa: se excusan en que hay que atender las preocupaciones de los votantes, para adoptar, si no la agenda, sí el programa implícito de los populismos ultraderechistas, como si estos hubiesen ganado las elecciones. Es el partido del repliegue, del retroceso hacia la renacionalización de políticas y estrategias. Dará la vara. De hecho, ya la ha dado intentando deslegitimar al candidato del partido ganador, Jean Claude Juncker, aunque conceptualmente tenga perdido el debate, porque la cuestión nuclear de la gobernanza es que los problemas son globales y no se pueden atajar con soluciones locales o nacionales. Sucede en la política. Y en la industria: las empresas, incluso las británicas, están integradas en cadenas de valor europeas y mundiales, por ejemplo para los intercambios de componentes de la automoción, de manera que “ningún país puede aprovechar su potencial si el resto de países no progresa”, como sintetiza Enrico Letta (Ara, 12 de enero).
La única manera de no prenderse en esa tela de araña es poner en pie un programa europeísta, exactamente de signo contrario: pasar a la ofensiva. De entrada, en la inmigración. Es válida la insistencia del presidente saliente del Parlamento, Martin Schulz, en la necesidad de una política que incentive la inmigración legal, indispensable para una Europa demográficamente decadente. Pero no basta. Hay que pelear por la movilidad interna, enfatizar las conclusiones de los múltiples estudios que registran los beneficios económicos de la inmigración, replicar a los xenófobos que es imposible un mercado común de mercancías y no de personas, y que la libertad es indivisible. Y multiplicar iniciativas como la de los economistas que acaban de lanzar el bello y útil Trabajar sin fronteras: un manifiesto para el futuro de Europa (www.iza.org/working_without_borders/index).Pero la marea contamina no solo a Gobiernos chovinistas sino también a periódicos tan europeístas como elFT, que llegó a atacar editorialmente al socialcristiano luxemburgués por ser “un archifederalista de la vieja escuela” y porque “representa todo lo que los votantes de protesta desconfían de la UE”. Precisamente: a la inmensa mayoría europeísta, democristiana/socialcristiana/liberal/verde, no se le ocurrirá promocionar las payasadas nacionalistas de Nigel Farage. Y uno de sus comentaristas de cabecera, Gideon Rachman, postuló “explorar cómo los poderes del Parlamento Europeo pueden ser disminuidos significativamente” a favor de los domésticos y retroceder en la integración fiscal y presupuestaria. Esas posiciones ilustran bien el deterioro de los valores democráticos en el país-cuna del parlamentarismo. Y provocan la airada reacción de otros, asqueados por el chantaje y por tener que “explicar a sus votantes por qué un país euroescéptico debería paralizar las expectativas de todos los demás”, como criticaba el 4 de junio Nikolaus Blome (Der Spiegel). No solo un país euroescéptico: también un Gobierno derrotado y humillado por el nacionalismo más canalla (aún que el propio). Pero sobre todo esbozan el programa de esa Europa antieuropea, minoritaria pero fanatizada, para esta legislatura: xenofobia, renacionalización de políticas, ataques a las instituciones comunitarias, retroceso económico-monetario.
Porque, como recordó Enrico Letta en la jornada del Círculo de Economía, “este es un falso problema: la invasión de fontaneros polacos en Francia jamás se produjo; llegaron a ser un máximo de trece, pero la Constitución Europea se hundió por culpa de aquella imagen”. En los derechos sociales y la movilidad ciudadana es donde se librará buena parte de la batalla. ¿Por qué no imaginar, con el exprimer ministro italiano, una extensión del programa Erasmus a estudiantes de secundaria? ¿Por qué no financiar una iniciativa europea a favor de quienes buscan empleo, más fuerte que la “garantía joven”? Y una política de salarios mínimos; a la larga, hasta el seguro de desempleo… Si se toma la crisis y la irrupción populista como una oportunidad para reaccionar y no como una losa que nos doblega, queda mucho por hacer.
En el campo económico-monetario hay que completar lo realizado en el último lustro (control presupuestario, con la flexibilización que el exceso de austeridad revela indispensable, en plazos y concepto, como la reconsideración de los componentes del déficit); culminar lo pendiente (unión bancaria); abordar lo imprescindible (eurobonos, Tesoro único); o redoblar la política de crecimiento (grandes infraestructuras, industria). Y llevar el mercado común allá donde aún luce inédito; a la energía, al mundo digital y a las telecomunicaciones: en Europa actúan 70 operadores, por cuatro en EE UU y tres en China. ¿Es sostenible? ¿Pueden actuar a nivel mundial empresas tan pequeñas y fragmentadas? Y finalmente, en el campo político-institucional, más que imaginar utópicas revisiones del Tratado de Lisboa, conviene empezar a empujar los trabajos para un Tratado de la eurozona. Europa solo estará derrotada si el europeísmo se da por vencido.

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