martes, 3 de junio de 2014

España en Weimar o Bolivia


JOSE MARIA LASALLE

Las elecciones del 25 de mayo sitúan a España y Europa al borde del abismo de Weimar. Me explico y matizo. Es cierto que no hay la violencia totalitaria que quebró el espinazo de la democracia liberal que gobernó Alemania durante el periodo de entreguerras. Pero tampoco hay que olvidar que, aunque esta circunstancia nos resulte extraña, esto no significa que estemos inmunizados frente a ella. Especialmente si el peligro adopta fisonomías posmodernas que inyectan sobre el desmemoriado tejido social estrategias de hegemonía que reivindican, siguiendo a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, el populismo como un proceso de conquista del poder a lomos de una rabia antioligárquica fraguada mediante múltiples dispositivos de identificación colectiva frente a la crisis. Un proceso guiado por lo que Gramsci denominaba un bloque de intelectualidad orgánica en el que se ensaya un liderazgo constructor, organizador y persuasivo que modele una voluntad colectiva que conecte con lo que el autor de los Cuadernos de cárcel definía como ese “sentido común de la época” que puede modificar el orden existente mediante el combate ideológico. En este sentido, la historia nos advierte de que lo que hoy parece imposible, mañana puede configurar nuestra angustia cotidiana. Y es que, como reitera Simon Critchley, pensamos que “hemos acabado con el pasado, pero el pasado no ha acabado con nosotros”.
En resumen, una nueva batalla por la hegemonía cultural se ha desatado en Europa y en nuestro país de la mano de fuerzas inicialmente minoritarias que pueden —como ha sucedido en la historia de Europa pero, también, en América Latina— desestabilizar el sistema de partidos a través de una estrategia subversiva de antipolítica populista dirigida hábilmente. De hecho, el populismo organizado ha irrumpido con intensidad. No sabemos si de forma provisional o definitiva e, incluso, para iniciar una escalada de posiciones que erradique el protagonismo de los partidos que han soportado la alternancia de los Gobiernos democráticos desde la posguerra. Algo que, como se decía antes, sucedió en el periodo de entreguerras en Europa pero, también, hace apenas una década en América Latina. Aquí Bolivia es paradigmática. Constituye un laboratorio de la posmodernidad geopolítica ya que edificó un populismo de nuevo cuño que, sobre las ruinas de una hegemonía neoliberal previa, se ha consolidado e, incluso, exportado a otros países de la región.
Este diagnóstico hace que todo el continente comparta la emergencia de un populismo polifacético que participa de una retórica que sintoniza a Schmitt con Gramsci. El objetivo es desestabilizar el statu quo institucional, tanto a escala nacional como europea. Y todo ello con el fin de sustituirlo por aclamación multitudinaria a través de una constelación de formulaciones mágicas que piensan utópicamente que la complejidad del siglo XXI se resuelve de manera milagrosa, en tiempo real y a golpes de tuit de 140 caracteres. De este modo, la antipolítica se ha asentado en cada país adaptándose a las quiebras emocionales locales. Ayudadas por coberturas mediáticas muy diversas, ha visto normalizadas sus propuestas impulsadas por las audiencias y favoreciendo un clima de malestar, desencanto y fatiga dentro de un modelo de formación de opinión pública donde, como apunta Andrea Greppi en La democracia y su contrario: “La independencia del llamado cuarto poder, el poder de la opinión, se esfuma, como muestran los innumerables estudios sobre la segmentación de las audiencias, la transformación de la información en entretenimiento, la utilización sistemática del escándalo y el miedo para condicionar la atención del espectador, auténticas armas de persuasión y destrucción masiva, la comprensión de los lenguajes y el efecto deseducativo de la imagen sin concepto; y, desde una perspectiva aún más general, sobre la alteración de los procesos perceptivos en la sociedad del espectáculo y el éxtasis pornográfico de las imágenes sistemáticamente descontextualizadas”.Al abrigo de las urnas, las elecciones del 25 de mayo han legitimado todo aquello que significa la antipolítica: ser antesala del totalitarismo y soporte de una emocionalidad populista que rechaza los cauces deliberativos racionales que sustentan el modelo de legalidad institucional representativa. Cauces, por cierto, que ha decantado la experiencia política de Occidente a partir de las revoluciones transatlánticas para precavernos frente a la tiranía, venga de donde venga. Hoy, el populismo aglutina un porcentaje de votos inquietante. Todavía hay reaseguros culturales e intelectuales que permiten aventurar que mañana no se irá de las manos de la sensatez colectiva. Es de esperar que los procesos electorales nacionales no repliquen cotas tan alarmantes como las logradas en las elecciones europeas. Con todo, la amenaza es real. Lo sucedido refleja que una parte significativa de la sociedad europea y, también, española, están heridas emocionalmente al aceptar el populismo como catalizador de una variedad infinita de demandas que han logrado unificarse a través de un enemigo común frente al que dar una respuesta de firmeza popular que erradique la angustia y la incertidumbre individuales que proyectan la crisis y las estructuras inestables de la globalización. Haciendo realidad las tesis de Laclau, en 2014, el populismo se ha convertido en Europa en un instrumento eficaz para enhebrar épicamente en un amplio bloque social las diversas frustraciones causadas por el retroceso del Estado de bienestar tras las políticas de austeridad ensayadas contra la crisis. Con aldabonazos como el de Le Pen en Francia o Podemos en España, ¿alguien garantiza que no seguirá avanzando el fenómeno populista si los efectos de la crisis no remiten socialmente? La progresión ha sido tan fuerte e incontestable en el conjunto de Europa que, como se advertía al comienzo, el mapa partidista que regirá el funcionamiento del Parlamento de Estrasburgo recuerda al que acompañó el desgraciado devenir de la república de Weimar. La lectura que se desprende no puede ser otra que desear que la inestabilidad y la inquietud institucionales que imponen el retroceso electoral de los partidos que representan la centralidad, a derecha e izquierda, no nos arrastren hacia el desenlace que entregó en los brazos del totalitarismo a una Alemania herida de muerte por el colapso de la moderación partidista. Y digo esto porque en el origen de ello hubo también una gravísima crisis económica que minó las estructuras de legitimidad democráticas. Hoy sucede lo mismo. Seis años de crisis pesan ya demasiado. Sobre todo porque hablamos de una crisis tan abrupta como la que siguió al crash de 1929 y que, aunque no ha roto la paz social, sin embargo, ha hecho mella en la credibilidad de la Europa pos-Maastrich y, por qué no decirlo también, de la España de la Constitución de 1978. De hecho, la vigencia de los efectos sociales de la crisis y la acumulación de frustraciones asumida por las sociedades europeas para resolver aquélla, ha sido indudablemente la causa más directa que nos ha traído aquí.
Desde el domingo los partidos de la moderación y la centralidad deben hacer frente al nuevo escenario europeo con más moderación y centralidad que la que ponían antes. Especialmente al frente de los Gobiernos. Una partida de ajedrez se ha iniciado en el tablero de la geografía urbana y de las emociones de las clases medias europeas. Una partida en la que alguien lleva la iniciativa porque piensa que los cambios de hegemonía en el siglo XXI no se producen violentamente, sino desde enfoques constructivistas que aglutinan bloques de mayorías creadas a partir de condiciones de posibilidad que busquen lo que García Linera bautizó en Bolivia como un “empate catastrófico”. Pues bien, la rabia y el cansancio de la crisis nos han enseñado los dientes. Lo han hecho afortunadamente en las urnas, pero sería un error no percibir que las elecciones europeas son un serio aviso para todos. Sobre todo cuando los síntomas de recuperación económica anuncian que lo peor ha pasado. Olvidar que es necesaria la pedagogía y una acción política que despeje de reproches la arquitectura institucional de nuestro país y del conjunto europeo, puede conducirnos a un bucle tan alarmante como ver a un pueblo asumiendo colectivamente aquella frase nietzscheana que afirmaba que hay que vivir peligrosamente. Que nadie piense que es imposible porque, entonces, allanaremos el camino para que la antipolítica se traduzca totalitariamente.

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