viernes, 13 de junio de 2014

ESTABILIDAD Y CAMBIO

FERNANDO VALLESPIN

Dos de las actividades más difíciles de realizar en política son el control de los tiempos —cuándo hacer o dejar de hacer algo— y el delicado ajuste entre estabilidad y cambio; o sea, promover reformas sin remover las bases sobre las que se sustentan las instituciones y transita la política “normal”. En las últimas décadas hemos insistido tanto en la dimensión de la estabilidad, en los “ahora no toca” y en la inmutabilidad del edificio constitucional, que es hasta casi natural que demos paso a lo contrario, a las propuestas de ponerlo todo en cuestión. El cambio ha sido reprimido durante tanto tiempo que ahora nos está estallando en la cara ignorando los mecanismos de frenada. La ley del péndulo.
El “cambio”, cambiar, son las palabras más sexis de la vida política, aunque su semántica nunca esté clara. Vivimos en una sociedad sujeta al paroxismo de la novedad, algo que promueven activamente los medios de comunicación y de lo que nos hemos contagiado todos. Pero, ¿qué de lo que se nos vende como nuevo lo es en realidad? No, desde luego, la disputa entre Monarquía y República, ya centenaria en nuestro país, o la eclosión de los nacionalismos con su vuelta a las fronteras y al calorcito de los vínculos primarios de una supuesta comunidad originaria perdida en la historia. Más banderas y emociones, más ocasiones para discrepar, más fracturas en nombre de lo aparentemente soterrado. El pasado se erige como la fuente de los conflictos del presente cuando lo que en realidad necesitamos son soluciones de futuro. Nos sobra retórica y nos faltan ideas. Destruir, separar y descalificar es lo fácil; construir y consensuar, lo difícil. Y eso es lo que lamentablemente no se otea en el horizonte.
La política de nuestros días se ha dado la vuelta como un calcetín. Ya no puede regular por sí sola la vida de un país; ni los Estados son lo que eran, ni las ideologías tradicionales nos sirven para orientarnos en un mundo radicalmente transformado. Pero en vez de indagar en ello nos seguimos aferrando a los arquetipos, señal inequívoca de que el desconcierto y las emociones se están imponiendo. El resultado obvio es el populismo, la aparición de orates que hablan en nombre del “pueblo” y señalan al culpable de sus muchos males, siempre alguna élite perversa o un Estado opresor. La dialéctica del amo y el esclavo en clave del siglo XXI. Una nueva vuelta de tuerca en la infantilización de la política.
Nos sobran líderes impecables a los que se les llena la boca hablando de “justicia” o del destino de patrias insatisfechas y nos faltan políticos honestos dispuestos a resolver los verdaderos problemas de la gente. Menos metafísica y más política. De la de verdad, la que se sabe contingente, valora sus limitaciones y aun así no renuncia a ser valiente y a emprender los cambios necesarios sin prescindir de un paracaídas, de ese valor que ahora parece en desuso, una mínima estabilidad institucional.

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