No es el Bundesbank. Son los jueces.
El Tribunal Constitucional alemán debe pronunciarse sobre el Mecanismo Europeo de Estabilidad. Sea cual sea, el fallo dañará su autoridad. Es una de las consecuencias de la judicialización de la política
FRANCISCO RUBIO LLORENTEEl País
Se dice que la política se judicializa cuando queda en manos de los jueces (o sobre sus espaldas) el poder de decidir cuestiones puramente políticas. Ese desplazamiento, que choca con los principios propios del Estado democrático de derecho y suele ser funesto para el prestigio de la justicia, se produce en la mayoría de los casos por impulso de los órganos políticos, pero también es a veces obra de los mismos jueces. De lo primero tenemos en España muy abundantes ejemplos; el más reciente quizás, el recurso ante el Tribunal Constitucional contra la absurda Declaración del Parlamento catalán sobre el “derecho a decidir”. De lo segundo hay también ejemplos dentro y fuera de nuestras fronteras, pero pocos tan sobresalientes como el que ha conducido a la situación que hoy vivimos en Europa, cuyo destino pende de la sentencia que el Tribunal Constitucional alemán dictará (hacia septiembre, parece) sobre el Mecanismo Europeo de Estabilidad y muy en particular sobre el acuerdo del Banco Central Europeo de comprar en el mercado secundario (cuando la ocasión se presente, si es que llega a presentarse) la deuda a corto plazo emitida por los Estados que soliciten la ayuda de ese mecanismo. Lo que en su jerga anglófona llaman los economistas Outright Monetary Transactions (OMT, para los amigos).
El camino que ha llevado a los jueces alemanes a tomar en sus manos la política económica europea es muy largo; de hecho, comienza con la creación de la Unión Europea y la invención del euro, condiciones impuestas por Francia para aceptar la reunificación alemana, que los franceses en general y Mitterrand en particular veían con mucho recelo. Los alemanes, con Helmut Kohl a la cabeza, abrazaron con algunos escrúpulos la idea de la Unión, pero se resistieron a disolver el marco en el seno de una moneda única, cuyo valor podría verse amenazado por la laxa política fiscal de otros Estados miembros. Para aceptar el euro exigieron por eso que el Tratado de la Unión, además de imponer al Banco Central Europeo el mismo deber que su Constitución impone al Bundesbank —tener como objetivo primordial de su política monetaria la estabilidad de los precios—, le prohibiese autorizar descubiertos, conceder créditos a los Estados miembros, o comprar directamente la deuda emitida por estos. Con el fin quizás de despejar cualquier duda sobre cuál había de ser el modelo a imitar por el Banco Central Europeo, pidieron además que tuviera su sede Fráncfort, como el Bundesbank.
Por último, como inteligente complemento de estas estipulaciones del Tratado de la Unión, la República Federal reformó su propia Constitución para afirmar su voluntad de contribuir al desarrollo de una Unión Europea, obligada a respetar el principio de subsidiariedad al hacer uso de las competencias que los Estados le han transferido y comprometida con los principios democráticos, federativos y del Estado de derecho; en la misma reforma se abrió asimismo la posibilidad de transferir las competencias del Bundesbank a un Banco Central Europeo “independiente y cuyo objetivo prioritario sea la estabilidad de los precios”. Esta reforma, saludada frecuentemente como muestra del sólido compromiso alemán con la integración europea, entrañaba sin embargo, como después se ha visto, un riesgo para ésta. La constitucionalización de los principios de la Unión obliga a los jueces alemanes, y en especial al Tribunal Constitucional Federal, a controlar la constitucionalidad de las normas y actos del derecho europeo que hayan de aplicase en territorio alemán. Pero aunque ninguna permite escapar del embrollo creado por nociones tan confusas como las de subsidiariedad o de “identidad constitucional” —que en el Tratado de Lisboa se convierte ya en “identidad nacional”—, hay más de una manera de cumplir esta obligación. El Tribunal alemán hubiera podido optar por someter al Tribunal Europeo de Justicia sus dudas acerca de la compatibilidad de esas normas o actos con los principios europeos mencionados y partir de su respuesta para resolver sobre su aplicación en Alemania. No ha seguido esa opción y ha decidido verificar por sí mismo si, además de respetar los Derechos Fundamentales, la Unión ha actuado dentro de sus competencias y ha cumplido con su deber de respetar la identidad nacional de Alemania.A estas cautelas respecto de la moneda única, se añadieron en el Tratado de la Unión algunas otras destinadas a aliviar la preocupación por la expansión, aparentemente incontenible, del poder de las instituciones europeas. Una preocupación que compartían muchos Estados, pero que era especialmente viva en Alemania, cuyo Tribunal Constitucional venía sosteniendo, desde mucho tiempo atrás, que la primacía del derecho europeo sobre los derechos nacionales no podía llegar hasta el punto de ignorar las garantías que la Constitución alemana da a los derechos fundamentales. Una de estas cautelas es la plasmada en el precepto que impone a la Unión el deber de respetar la “identidad constitucional” de los Estados miembros.
El Tribunal aprovechó su primera sentencia sobre el Tratado de Maastricht para afirmar con energía su postura, que ya entonces despertó muchas inquietudes en el mundo académico y en el político, pero ha sido en la sentencia sobre el Tratado de Lisboa en donde ha proclamado en términos rotundos su facultad para someter la actividad de la Unión a un triple control: el de los derechos fundamentales, el del exceso de competencia y el de la identidad nacional. Para asegurar además que todos los alemanes pueden poner en marcha esos controles, ha construido una doctrina audaz y heterodoxa, según la cual el derecho fundamental a la participación política mediante la elección de representantes resulta violado si las cámaras así elegidas ven limitado su poder de decidir el marco social y económico en el que los alemanes desarrollan su vida. Y así hemos llegado hasta hoy. Dejando de lado otras precisiones, baste decir que por esta vía, frente a la ley que autoriza la incorporación de Alemania al Mecanismo Europeo de Estabilidad se presentaron alrededor de 38.000 recursos de amparo, algunos de ellos suscritos por grupos parlamentarios, diputados del Bundestag o catedráticos prestigiosos. Como ampliación de esos recursos, aun sin resolver, se han presentado a partir de septiembre del año pasado otras tantas impugnaciones del acuerdo del Banco Central sobre la OMT y es en el marco de este proceso, en el que no son partes, en donde, a solicitud del Tribunal, han presentado hace pocos días sus alegaciones el Bundesbank y el Banco Central Europeo.Esta alambicada construcción ha sido duramente criticada por muchos y muy notables juristas alemanes. Con escaso fruto, pues con un gesto notable de arrogancia, en una sentencia de septiembre de 2011, después de enumerar con minuciosidad teutónica un buen número de esas críticas académicas, el Tribunal afirmó que no veía razón alguna para cambiar su doctrina.
El Tribunal se encuentra así ante un difícil dilema. Si juzga que la actuación del Banco Central Europeo ha sido intachable, desautorizará al Bundesbank. Si, por el contrario, entiende que esa actuación es inaceptable para Alemania, censurará al Gobierno y al Bundestag el apoyo que le han dado. En ambos casos habrá dañado gravemente su autoridad. En el primero por enfrentarse con el Bundesbank, pues como Delors dijo una vez, hay algunos alemanes que no creen en Dios, pero no hay ninguno que no crea en el Bundesbank. En el segundo caso, porque no parece razonable que un órgano sin legitimidad democrática directa acuse a los órganos que encarnan esa legitimidad de haber violado precisamente el principio democrático.
Y como ha de construirse a partir de categorías tan profundamente políticas como la subsidiariedad o la identidad nacional, en un caso como en el otro, aunque se formule en términos jurídicos, la decisión será interpretada en términos políticos. Justizförmige Politik, que dijo un famoso jurista alemán del siglo pasado poco partidario de la jurisdicción constitucional.
Francisco Rubio Llorente es catedrático jubilado de la Universidad Complutense y director del Departamento de Estudios Europeos del Instituto Universitario Ortega y Gasset