BERFKELEY – El economista Suresh Naidu me comentó en cierta ocasión que la teoría económica de Karl Marx tenía tres grandes problemas. En primer lugar, Marx pensaba que una mayor acumulación de inversión y capital reducía el valor de la mano de obra para los empleadores y, por tanto, también la capacidad de negociación de los trabajadores. En segundo lugar, no acabó de entender que el aumento de los niveles de vida materiales y reales para la clase trabajadora podía perfectamente ir acompañado de un aumento de la tasa de explotación, es decir, un porcentaje menor de los ingresos para la mano de obra, y, en tercer lugar, Marx estaba obsesionado con la teoría del valor-trabajo.
Los problemas segundo y tercero siguen siendo enormes errores de análisis, pero, si bien la creencia de Marx de que el capital y la mano de obra eran substitutivos, no complementarios, era un error ya en su época y lo fue durante más de un siglo después, puede no serlo actualmente.
Veámoslo así. Los seres humanos tienen cinco competencias básicas por lo que se refiere al mundo del trabajo:
- Mover cosas con músculos potentes.
- Manipular hábilmente cosas con músculos reducidos.
- Utilizar nuestras manos, bocas, cerebro, ojos y oídos para velar por que los procesos y procedimientos en marcha se produzcan del modo debido.
- Participar en la reciprocidad y la negociación sociales para mantenernos a todos orientados en la misma dirección.
- Idear cosas nuevas –actividades que producen resultados necesarios, cómodos o lujosos– para que las hagamos.
Las dos primeras opciones comprenden puestos de trabajo que por lo general consideramos propios de los “trabajadores manuales”. Gran parte de las otras tres opciones encarnan puestos de trabajo que por lo general consideramos propios de los “trabajadores no manuales”.
La llegada de la Revolución Industrial –la máquina de vapor para producir energía y trabajos con metales para construir maquinaria– redujo en gran medida la necesidad de músculos y dedos humanos, pero aumentó enormemente la necesidad de combinaciones de ojos, oídos, cerebro, manos y bocas humanos tanto en las profesiones manuales como en las no manuales.
Con el tiempo, los precios reales de las máquinas siguieron bajando, pero los precios reales de los circuitos cibernéticos de control necesarios para mantener las máquinas funcionando adecuadamente no, porque cada uno de dichos circuitos requería un cerebro humano y cada uno de los cerebros humanos requería un proceso de crecimiento, educación y desarrollo de quince años.
Pero no hay una ley de hierro de los salarios que requiera que las tecnologías energéticas y de manipulación de la materia avancen más rápidamente que las del manejo y el control. Actualmente la dirección del progreso tecnológico consiste en trasladar a las máquinas gran número de funciones de supervisión de los procesos y procedimientos en marcha propias de los trabajadores tanto manuales como no manuales.
¿Cuántos de nosotros pueden ser empleados en servicios personales y cómo pueden estar muy bien remunerados esos puestos de trabajo (en términos absolutos)? La opinión optimista es la de que quienes, como yo, temen la distribución relativa de los salarios del futuro como causa de una desigualdad y un desequilibrio de poder ingentes padecen simplemente un fallo de la imaginación.
Marx no vio cómo la substitución de trabajadores textiles por telares automáticos podía hacer otra cosa que no fuera reducir los salarios de los trabajadores. Al fin y al cabo, el volumen de la producción no podía aumentar lo suficiente para volver a emplear a todos cuantos perdieran su puesto de trabajo como tejedores manuales, operadores de máquinas o vendedores de alfombras, ¿verdad?
Sí que podía, pero el error de Marx no era nuevo. Un siglo antes, los fisiócratas franceses Quesnay, Turgot y Condorcet no vieron cómo la participación de la mano de obra francesa empleada en la agricultura podía reducirse por debajo del 50 por ciento sin producir una ruina social. Al fin y al cabo, en un mundo de agricultores sólidos, artesanos útiles, aristócratas disolutos y lacayos, la demanda de artículos manufacturados y de lacayos estaba límitada por la cantidad de cada uno de ellos que podían utilizar los aristócratas. Así, pues, una reducción del número de agricultores no podía producir otro resultado que la pobreza y la mendicidad generalizada.
Ni Marx ni los fisiócratas podían imaginar la gran cantidad de cosas bien pagadas que podíamos llegar a hacer, una vez que dejara de ser necesario emplear al 60 por ciento de la mano de obra en la agricultura y a otro 20 por ciento en el hilado a mano, el tejido a mano y el transporte terrestre mediante caballos y carros. Y actualmente la opinión optimista es la de que quienes tienen un exceso de riqueza seguirán pensando en cosas que los demás deban hacer para volver su vida más cómoda y lujosa y el ingenio de los ricos superará la oferta de mano de obra por parte de los pobres y convertirá a éstos en clase media.
Pero, en vista del rápido desarrollo de las tecnologías del manejo y del control, la opinión pesimista merece atención. Conforme a esa hipótesis, ciertos aspectos de la tercera opción continúan resistiéndose tenazmente a la inteligencia artificial y siguen siendo aburridas hasta el atontamiento, mientras que la cuarta opción –la participación en la reciprocidad y la negociación sociales– sigue siendo limitada. Bienvenidos a la economía virtual y explotadora, en la que la mayoría de nosotros estamos por siempre jamás encadenados a los escritorios y las pantallas de computadoras, como otras tantas piezas impotentes para el Turco mecánico de Amazon.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Editor's note: A shorter version of this commentary was previously published by the New York Times.
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