El centinela de Europa se repliega
A las naturales incertidumbres que se ciernen sobre el proceso de integración europea se añadía en las dos últimas décadas la generada por un Tribunal que, paradójicamente, es por completo ajeno al orden institucional de la Unión Europea. Se trata del Tribunal Constitucional Federal alemán desde el momento que tuvo ocasión de pronunciarse sobre la compatibilidad del Tratado de Maastricht —que suponía un notable avance en ese proceso integrador— con la Ley Fundamental, la Constitución alemana. Lo hizo en su sentencia de 12 de octubre de 1993, comúnmente conocida allí como la sentencia Solange; adverbio que corresponde a nuestro “mientras” o “en tanto que”. El Tribunal admitía la compatibilidad del Tratado de Maastricht con la Ley Fundamental sólo “mientras” (solange) de la aplicación de aquél no resultasen afectados o desvirtuados elementos esenciales de la identidad constitucional alemana. El alto Tribunal alemán concebía así el ordenamiento europeo como un ordenamiento secundario, derivado de los Estados miembros que se mantienen así como los verdaderos “dueños de los tratados de la Unión Europea”; la ciudadanía europea se percibía como un status derivado que no habría de alterar la existencia del pueblo alemán. Pero lo más destacable era el poder que se reconocía y reservaba el Tribunal de revisar y declarar contrario a la Ley Fundamental cualquier desarrollo del Derecho europeo que pudiera atentar contra la identidad constitucional alemana. Al afirmarlo así, el Tribunal Constitucional alemán se situaba en una insólita posición de vigía del proceso de integración europea.
Cierto es que altas instancias de control de constitucionalidad de otros Estados miembros manifestaron también sus reservas ante un proceso de integración europea que pudiera desnaturalizar su orden constitucional interno. Así lo hicieron el Consejo Constitucional francés, la Corte Suprema danesa o, más recientemente, la Corte Constitucional checa; pero ninguna lo hizo con la firmeza del Tribunal Constitucional Federal alemán y, sobre todo, se extendió la fundada impresión de que un fallo adverso suyo, al afectar de lleno al Estado con la economía más pujante de la Unión, podría dar al traste con la evolución en el proceso integrador.
La posición adoptada por el Tribunal Constitucional de Karlsruhe se puso entonces a prueba ante dos serios envites planteados al concluir la primera década del presente siglo. Uno fue el giro de tuerca que en el proceso de integración europea se producía con el Tratado de Lisboa. El otro, la crisis económica desatada en un espacio trasnacional, global, que reclamaba un rearme de la Unión Europea con los instrumentos de intervención necesarios para combatirla eficazmente.
La sentencia, que concluía con la afirmación “la Ley Fundamental dice sí al Tratado de Lisboa”, fue severamente criticada en los círculos universitarios más avanzados, resueltamente europeístas, que de modo irónico entendieron así su conclusión: “el Tribunal Constitucional dice sí a Alemania”. Las críticas a la orientación adoptada por el Tribunal de Karlsruhe se centraban en tres puntos fundamentales. Primero, su marcado tono identitario, poco abierto a concepciones multiculturales y pluralistas extendidas por Europa y plenamente aceptadas por los Tribunales Constitucionales de otros Estados miembros. Segundo, el previsible conflicto que se suscitaría ante políticas y regulaciones comunitarias que comportasen un apoderamiento de instancias europeas, particularmente el Banco Central Europeo, para poder afrontar una crisis económica de dimensiones planetaria que amenazaba la propia supervivencia del euro. Jürgen Habermas criticó con dureza ese redescubrimiento del Estado nacional alemán cuando más necesaria era la respuesta europea a la crisis.La cuestión de la compatibilidad del Tratado de Lisboa con la Ley Fundamental fue resuelta por la sentencia de 30 de junio de 2009. En ella el Tribunal Constitucional alemán fijó por vez primera —tampoco la había hecho ningún otro Tribunal de los Estados miembros— el elenco de materias que constituyen el núcleo de materias que, al conformar la identidad constitucional, resultan intransferibles a la Unión Europea. En esa relación de materias y funciones ocupan un lugar central, nuclear, las que afectan a la cultura, los valores, la estructura institucional característica de sustrato federal, estableciéndose así una fusión o equiparación entre identidad constitucional e identidad cultural alemana.
El tercer aspecto en cuestión era la propia deriva del Tribunal Constitucional alemán que, al autoerigirse en celoso vigilante del proceso de integración, se adentraba de lleno en el espacio europeo donde serían inevitables los conflictos —frecuentes, aunque no dramáticos, en los últimos años— con dos poderosos competidores que tenían ya ganada esa posición: el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, establecido en Luxemburgo, y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo. Hace un par de años, cuatro destacados profesores de Derecho público de distintas Universidades alemanas publicaron un libro muy clarificador y a la postre influyente: El Tribunal sin fronteras. Un balance crítico de sesenta años del Tribunal Constitucional Federal.
La primera, la decisión de hace un mes por la que el Tribunal Constitucional se declara incompetente para apreciar si el Banco Central Europeo, en su plan de compras de deuda pública de Estados amenazados, se excedió del mandato que le atribuyen los Tratados de la Unión Europea. Esa es una cuestión en la que el Tribunal de Karlsruhe reconoce novedosamente la exclusiva competencia del de Luxemburgo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. La segunda es la reciente decisión del 18 de marzo por la que se desestima la acción colectiva de un heterogéneo grupo de personas, que alcanzó la cifra de 37.000, de políticos, asociaciones diversas y ahorradores individuales contra la creación del Mecanismo Europeo de Estabilidad. Una acción que, como anticipara la profesora y magistrada Lübbe-Wolff en un voto particular anterior, no debería haberse admitido nunca a trámite. El Tribunal la admitió en septiembre de 2012 con la idea de contrarrestar de algún modo el famoso déficit democrático de la Unión Europea, abriendo así una vía a la acción ciudadana, por la que entró también alguna corriente populista. Pero en su reciente decisión el Tribunal Constitucional deja claro que el principio democrático queda salvaguardado si se garantiza la capacidad de decisión y autonomía presupuestaria del Parlamento como genuina instancia representativa.Reconociendo el prestigio alcanzado en todo ese tiempo por el Tribunal, se destacaba críticamente como en los últimos años —desconcertado tal vez por su propio éxito— había perdido la noción de sus límites y con ella su legitimación para resolver cuestiones que tienen su adecuado planteamiento más allá de donde su jurisdicción alcanza. Los autores del libro pertenecen a la misma generación —todavía joven y muy activa— de profesores de la que forman parte el presidente, Andreas Vosskuhle, y otros magistrados de un Tribunal en el que la Universidad ha tenido siempre una representación mayoritaria. De ahí que esa reflexión crítica desarrollada en foros académicos no parece ajena a la posición, más contenida y por ello más deferente ante las instancias europeas, adoptada en el último mes por el Tribunal Constitucional alemán. Tres decisiones u orientaciones merecen destacarse.
La tercera, es la orientación que ahora se abre a favor de la integración europea, con los instrumentos de intervención necesarios para afrontar las crisis que pudieran amenazarla. Un horizonte que parece ahora más seguro al abandonar el Tribunal Constitucional alemán esa torre en Europa a la que inopinadamente se había subido.
José Esteve Pardo es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Barcelona
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