miércoles, 2 de abril de 2014

EL HOMBRE QUE MATÓ A FRANCISCO FRANCO

Javier Cercas


El País

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La muerte de Adolfo Suárez ha deparado más de una sorpresa. No me refiero al hecho previsible de que algunos de los que con más brutalidad le trataron cuando era presidente lo hayan abrumado ahora de elogios. Sí es sorprendente, en cambio, que hayamos oído a menudo cosas como que, después del 23 de febrero de 1981, todos le quedamos agradecidos para siempre a Suárez por haber demostrado sin posibilidad de duda, mientras las balas de los golpistas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso, que estaba dispuesto a jugarse el tipo por la democracia; es sorprendente porque es falso: a raíz del golpe casi nadie dio importancia al gesto de Suárez, la mayoría lo interpretó como la última vaciedad de un presidente oportunista, amortizado y gestero, y a no pocos casi les molestó, quizá porque delataba por contraste el comportamiento general: la prueba es que, apenas año y medio después de la asonada, Suárez se presentó a las elecciones y su partido obtuvo la friolera de dos diputados. ¿Y quién podía esperar que algunos intentaran legitimar las martingalas mediante las cuales persiguen ahora la independencia de Cataluña con las que Suárez usó hace 40 años a fin de instaurar la democracia? Cualquier martingala es legítima para cambiar una dictadura por una democracia; dentro de una democracia, las martingalas no son solo ilegítimas sino —sobra decirlo— antidemocráticas. Por lo demás, no sé cuántas veces se habrá dicho, tras su muerte, que Suárez fue un héroe; a mi juicio lo fue, aunque de un tipo muy peculiar, que quizá explica en parte la peculiaridad de nuestra democracia.
Esa fue la mitad evidente del precio que Suárez tuvo que pagar por su proeza; la otra mitad es más secreta, pero a través de ella el destino de Suárez conecta con el de Tom Doniphon, el protagonista de un westernimbatible de John Ford: El hombre que mató a Liberty Valance. Valance es el tipo más duro al sur del Picketwire, un territorio salvaje donde se levanta el pueblo de Shinbone y donde solo impera la ley del propio Valance, que es la de la barbarie. He dicho el tipo más duro; no es exacto: debería haber dicho el tipo más duro después de Doniphon, la contrafigura de Valance. Doniphon no impone la barbarie, pero la barbarie es su reino; allí lo tiene todo, incluido un futuro próspero junto a la mujer que ama. Hasta que llega a Shinbone un abogado, Ramson Stoddart, que trae consigo la ley y la civilización, y todo se trastoca. Valance quiere acabar con Stoddart para impedir que la ley entre en Shinbone, pero Doniphon, que además de tener el coraje tiene el instinto de la virtud, entiende que en la ley está el bien y en la barbarie el mal, así que traiciona su mundo, se pone de parte de Stoddart y consigue que triunfe de la única forma que puede triunfar: ensuciándose él las manos, matando a Valance y salvando la vida del abogado. Esto es lo mejor que podía pasarle a la gente del sur del Picketwire, porque la ley es la única defensa posible de los débiles frente a los poderosos, pero lo peor que podía pasarle a Doniphon: mientras Stoddart le quita a la mujer que ama y parte con ella hacia Washington en pos de su carrera política, Doniphon, incapaz de vivir con otra ley que la de la barbarie, lo pierde todo y se hunde en la oscuridad de la historia.En otro lugar lo llamé un héroe de la traición; el oxímoron sigue pareciéndome válido. ¿Qué es un héroe de la traición? Estamos acostumbrados a pensar en la lealtad como una virtud, y lo es; pero hay momentos en la historia en que es más ardua, más valiente y más honesta la traición que la lealtad. La Transición fue uno de ellos. Se ha recordado a menudo estos días que, cuando el Rey designó a Suárez presidente del Gobierno, los demócratas se horrorizaron ante el nombramiento de aquel arribista del franquismo, ministro secretario general del Movimiento por más señas; apenas se ha recordado que, a la inversa, fueron los franquistas más duros quienes se entusiasmaron con la elección de Suárez. Es natural: aquel joven hábil, seductor, enérgico, kennediano y complaciente era uno de los suyos, de modo que consideraron su nombramiento como la mejor garantía de que el franquismo no iba a morir con Franco. Qué error, qué inmenso error. En menos de un año, a base de diálogo, claro, pero también de pases de magia y trucos de trilero, Suárez liquidó el franquismo y puso los fundamentos de la democracia. Fue así como el gran héroe se convirtió en el gran traidor, al menos para los franquistas; para los demás, o para casi todos los demás, acabó convertido con el tiempo en el advenedizo de sucio pasado que se había ensuciado las manos traicionando a los suyos.
Muchos años después de la muerte de Valance, Stoddart regresa a Shinbone para asistir al funeral de Doniphon; regresa con su mujer, la que le arrebató a Doniphon, o quizá la que huyó de él. Todo ha cambiado al sur del Picketwire, donde la ley ha traído consigo libertad, bienestar y justicia; todo ha cambiado también para Stoddart, convertido ahora en un político relevante. En cuanto a su mujer, cabe sospechar que en algún momento descubrió, demasiado tarde ya, que se equivocó de hombre. Sea como sea, nadie en Shinbone recuerda ya quién fue Tom Doniphon: a su velatorio solo asiste Pompey, su fiel criado negro; el dueño de las pompas fúnebres ha aprovechado para robarle sus botas al muerto. A juzgar por los funerales de Adolfo Suárez, se diría que el viejo presidente ha tenido más suerte que el viejo cowboy; aunque, a juzgar por las obscenidades, mentiras y vilezas que hemos escuchado —unos y otros tirando de las botas del muerto para arrebatárselas—, quizá no sea así. Quizá hubiese sido mejor que muriera solo y a su velatorio no asistieran más que su familia y sus pocos amigos. Al fin y al cabo, ese es el destino común de los héroes.Algo parecido le ocurrió a Adolfo Suárez. En julio de 1976, cuando llegó a la presidencia del Gobierno, Suárez era el tipo más duro al sur de los Pirineos, el franquista que no se arrugaba nunca, y el que mejor conocía el franquismo. Por eso lo contrató el Rey: para matar a Liberty Valance; quiero decir: para matar el franquismo. Suárez cumplió. Pero no se conformó con ello; también engendró una democracia, una democracia donde creyó que todo le iría tan bien como en la dictadura, o mejor. Era una ingenuidad. Igual que Doniphon se equivocaba al pensar que, en la civilización que creó destruyendo a Valance, podría prosperar junto a la mujer que amaba, Suárez se equivocaba al creer que podría prosperar en la democracia que creó destruyendo el franquismo. Doniphon era el mejor en el mundo de Valance —igual que Suárez era el mejor en el mundo de Franco—, pero solo era uno más en el mundo de Stoddart —igual que Suárez era solo uno más en democracia—: el reino de Doniphon y el de Suárez no era el de este mundo, el de la civilización que crearon, sino el de la barbarie que destruyeron. Como Doniphon, Suárez traicionó un error para construir un acierto, traicionó un pasado esclavo para construir un futuro libre, traicionó a unos pocos para ser leal a todos. Al matar a Valance, Doniphon se estaba matando en el fondo a sí mismo; lo mismo le ocurrió a Suárez: en el fondo, la muerte del franquismo fue para él una forma de suicidio. La democracia norteamericana, viene a decir Ford, se funda en un crimen real: el asesinato de Valance a manos de Doniphon; la democracia española se funda en un crimen simbólico, podríamos decir nosotros: el asesinato del franquismo a manos de Suárez. Por eso Suárez no es solo un héroe de la traición; también es el héroe fundacional de nuestra democracia.
Javier Cercas es escritor. En su libro Anatomía de un instante (Mondadori) reconstruye el in tento de golpe de Estado de 1981.


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