sábado, 8 de marzo de 2014

¿DECLINA EL LIDERAZGO DE EE.UU?
Álvaro Vargas Llosa

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Es la pregunta recurrente luego de la captura de Crimea por parte de Rusia. A primera vista hay hechos que permiten defender dos posturas muy distintas. Me atrevería a sugerir que pierde aceleradamente liderazgo sólo si se le confieren responsabilidades desproporcionadas.
La captura de Crimea por parte de Rusia a través de una combinación de tropas bajo su mando y aliados locales vuelve a situar al mundo ante la recurrente pregunta: ¿está en decadencia el liderazgo de los Estados Unidos? Y, en caso de una respuesta afirmativa, se plantea esta otra: ¿es la política exterior de Barack Obama responsable o víctima de esa decadencia?
A primera vista, hay hechos que permiten defender dos posturas muy distintas. Uno podría concluir que la musculatura de Washington sigue siendo altamente fibrosa si se fija en ciertos acontecimientos: la operación contra Bin Laden en Pakistán sin conocimiento de Islamabad; la caída de Gadafi, facilitada por el respaldo político y militar estadounidense en la trastienda; el acuerdo entre el grupo conocido como P5+1 e Irán que congeló el programa nuclear iraní a fines de 2013 y la renuncia de Siria a las armas químicas tras la presión que puso Obama sobre Assad y Rusia.
Pero podría sacarse la conclusión contraria echando mano de una larga lista de reveses: la suspensión indefinida de las negociaciones del Grupo de los Seis con Corea del Norte tras las pruebas desafiantes de Pyonyang; la reversión de la “Primavera Arabe” en Egipto; la negativa de Israel a poner fin a su política de asentamientos en Palestina y a negociar un acuerdo a pesar de la presión de Washington; la permanencia de Assad en el poder; la incapacidad para detener la política afirmativa de Pekín tanto en el Mar Oriental de China como en el Mar del Sur de China, o la incapacidad para movilizar a los aliados latinoamericanos a fin de hacer algo mínimamente significativo en la OEA a propósito de Venezuela. Para no hablar, claro, de lo que acaba de suceder en Crimea, en abierto desafío al mundo occidental.
Pero sería un error juzgar las cosas en función de esta lista o una más amplia. Porque lo que importa no está en estos hechos en sí mismos, sino en el sentido general de las cosas en los últimos años. ¿Y cuál es ese sentido? Me atrevería a sugerir que Estados Unidos pierde aceleradamente liderazgo sólo si se le confiere responsabilidades desproporcionadas, es decir poco realistas. En un mundo donde Rusia es una potencia nuclear amparada en reservas de hidrocarburos importantes de las que depende Europa, y donde el gigante chino ha despertado de su largo letargo para afianzar su poder en una vasta zona de influencia asiática, no es realista pensar que Washington puede imponer su opinión allí donde otras potencias, por inferiores que sean, están dispuestas a marcar su territorio agresivamente. Mucho menos si, como es el caso en relación con Ucrania, los aliados europeos, los más directamente interesados en que prevalezca la posición de Washington, no están dispuestos a correr los riesgos -y pagar las consecuencias- de enfrentarse a Vladimir Putin.
Una segunda consideración que refuerza, creo, esta idea tiene que ver con lo parecidas que son las limitaciones de Obama y las que tenía George W. Bush, su antecesor. A pesar de su imagen de sheriff mundial, Bush no fue capaz de evitar que Putin invadiera Osetia del Sur, es decir Georgia, en 2008, un hecho comparable en gravedad con lo ocurrido ahora en Ucrania, porque forma parte del mismo problema: la decisión de Putin de impedir la “europeización” de una vasta zona que considera subordinada a una Rusia “paneslavista” y de reconstruir un imperio euroasiático.
Estados Unidos no tiene, es cierto, pares en el campo militar. Aun con la reducción del presupuesto del Pentágono, su gasto será este año casi cinco veces superior al de China (Pekín, al menos oficialmente, dedicará unos 130 mil millones de dólares a esta materia). La superioridad de su tecnología y la capacidad para actuar en cualquier parte no están en discusión. Por tanto, cuando se trata de acciones unilaterales o de dar soporte a iniciativas multilaterales que requieran una intervención militar no hay por ahora, ni habrá en mucho tiempo, potencia capaz de igualar a Estados Unidos. Su primacía, en esto, no admite duda.
El problema es que ninguna potencia que tenga el liderazgo militar puede o debe ir por el mundo resolviendo problemas a bombazo limpio. Siendo la democracia que es, el costo del intervencionismo militar no es sólo fiscal y económico: también político, como lo confirmó Bush y como estuvo a punto de confirmarlo Obama, a quien se le puso en contra buena parte de su país cuando amenazó con atacar Siria tras revelarse el uso de armas químicas por parte de Assad.
Siendo este el caso, surge la disyuntiva: ¿abstenerse en política exterior, es decir limitarse a asuntos comerciales, como querían muchos de los Padres Fundadores y hoy piden los aislacionistas, o tratar de ejercer un liderazgo político y moral que mueva las cosas hacia los valores liberales en el mundo?
Estados Unidos en la práctica siempre acaba optando, a grandes rasgos, por lo segundo aun cuando por momentos la tendencia de su clase dirigente pueda apuntar a un cierto retraimiento. Dicho en cristiano: no puede darse el lujo, por ahora, de no ser Estados Unidos. Gran parte de la responsabilidad por esto la tiene la falta de liderazgo de Europa. Aunque los europeos respaldaron la revolución ucraniana contra Yanucóvich, el hombre de Moscú (de un modo que marca un gran contraste con la actitud latinoamericana frente a Venezuela), lo cierto es que no tienen apetito para pagar un alto precio por defender sus valores fuera de sus propias fronteras.
Lo acaba de demostrar Alemania. Aunque recientemente este país, líder indiscutible de Europa, ha anunciado que su política exterior pasará de una “cultura de la prudencia” a una “cultura del compromiso”, dicha transición no ha pasado su primera prueba. Angela Merkel ha sido la más reacia, en Europa, con apoyo de países como Holanda e Italia, a enfrentarse a Putin por Crimea. Pesan en ello las relaciones comerciales (10 por ciento de las importaciones rusas provienen de Alemania), energéticas (Alemania el principal comprador de gas natural europeo que tiene Gazprom) y políticas: la clase política alemana tiene vínculos muy estrechos con Moscú. Estas realidades, sumadas a la renuencia a entrar en conflictos internacionales de un país traumado por dos guerras mundiales, privan a Europa, en su hora de debilidad económica, de un gran líder.
¿Qué puede hacer Estados Unidos ante eso? La verdad es que no mucho.No es realista pretender que Washington reemplace a Berlín como líder de Europa. Pasa, dicho sea de paso, algo similar en América Latina, aunque hay matices de diferencia. No se le puede pedir a Estados Unidos que reemplace a los propios países latinoamericanos en la actitud frente a Venezuela si potencias locales como Brasil o el propio México prefieren convivir con un régimen dictatorial e ideológico que emponzoña la región que hacer algo para facilitar una salida democrática. Lo contrario sería colocar a Estados Unidos en un rol ya superado -el imperial- y por lo demás inútil, porque Washington sólo puede ser eficaz en la región en defensa de sus valores si la iniciativa y el liderazgo lo ejercen los propios latinoamericanos. Con su respaldo, cuando sea necesario, por cierto.
Una consecuencia de la relativa impotencia por parte de Estados Unidos ante la debilidad europea es que cunde pánico en Europa central, precisamente el vecindario de Ucrania. Nadie sabe mejor que los países que fueron satélites de la URSS, como Polonia, la República Checa, Hungría y los bálticos, lo que implica la captura de Crimea (para todo efecto práctico) por parte de Putin. Ya están pidiendo a Estados Unidos que, a través de la OTAN, refuerce la alianza entre Europa y Washington de cara a las amenazas de Rusia. El problema es que quizás le están pidiendo a Estados Unidos algo que ya no puede darles.
Podría decirse, estirando un poco las cosas, que en el Medio Oriente la falta de liderazgo estadounidense -o lo que se señala como tal- tiene que ver con la composición de fuerzas locales. Abdel Fatah al-Sisi no habría podido restablecer la dictadura militar en Egipto sin el respaldo abierto de los países del Golfo encabezados por Arabia Saudí (en alianza tácita aunque inconfesa con Israel, vaya ironía). Y en cuanto a las dificultades persistentes para que se inicie un proceso de negociación entre Israel y los palestinos como pretende la Administración Obama desde su inicio, lo cierto es que Benjamín Netayanhu encarna un posición que cuenta con enorme respaldo dentro de los estamentos que influyen en esta cuestión en Estados Unidos. Se vio cuando Obama, a pesar de su poca disimulada antipatía por Netanyahu, se opuso a que el estatus de los palestinos fuese elevado a “Estado observador” por parte de la ONU.
Todos estos factores están fuera del control directo de Estados Unidos e imponen unos límites lógicos a su capacidad para determinar la marcha de las cosas. Lo que puede variar es la visión de quien manda en la Casa Blanca, la determinación de jugarse por ciertas causas o el énfasis que se les pone a ciertas zonas del mundo. En el caso de Obama el liderazgo ha sido errático en muchos casos y no parece haber respondido a una visión clara y permanente, ni a un discurso consistente. Excepto, quizá, en una cosa: el “giro estratégico”, también conocido como “pivote” hacia el Asia. Esta política, que toma su nombre de la expresión acuñada por Halford Mackinder, el académico británico considerado uno de los fundadores de la geopolítica, fue anunciada en 2011. Su norte es doble: de un lado (la parte confesa), ampliar y multiplicar los lazos con el Asia emergente, la zona más dinámica del mundo; del otro (la parte inconfesa), contener a China. El empuje que ha dado Washington a las negociaciones de la Asociación Trans-Pacífico, y especialmente a la incorporación de Japón y Corea del Sur, sus dos grandes aliados, al proceso tiene que ver con la idea de establecer unos nexos que protejan a Asia de la creciente pretensión hegemónica china.
El aspecto militar de este “pivote” asiático ha sido mucho menos explícito que el político y comercial, pero incluye un redireccionamiento de la presencia en el exterior para robustecerla en países clave para esta estrategia (incluyendo Australia, donde Obama anunció originalmente la nueva política). El Pentágono tiene incluso un plan para cortar las rutas navales mediante las cuales China se abastece de petróleo en caso de conflicto.
¿Adónde voy con esto? A que aquí hay un esfuerzo de liderazgo -altamente reclamado por países tanto del norte de Asia como del Sudeste Asiático que le temen mucho a China- por parte de Estados Unidos. Pero no ha contribuido a darle una expresión concreta todavía la tendencia errática de la política exterior, permanentemente distraída por las crisis que saltan en un lado y otro, y ante las cuales muchas veces no hay claridad. Este liderazgo, limitado por las razones antes expuestas y por la incapacidad para definir prioridades consistentes, ha sido menos útil del que habría podido ser para llevar a cabo la estrategia asiática con más eficacia.



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