SHLOMO BEN-AMI
MADRID – La relación entre paz y justicia es desde hace mucho tiempo tema de un arduo y conflictivo debate. Algunos dicen que el afán de justicia puede ser un obstáculo en la búsqueda de soluciones a los conflictos, mientras que otros (entre quienes se cuenta Fatou Bensouda, fiscal general del Tribunal Penal Internacional) afirman que la justicia es una precondición de la paz. Esta cuestión debería ser objeto de una cuidadosa consideración de parte del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, en momentos en que dirige las conversaciones de paz más prometedoras que haya habido en su país, tras cinco décadas de conflicto brutal con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Un modelo ideal de aplicación de justicia post-conflicto puede hallarse en los juicios de Núremberg, celebrados tras la rendición incondicional de la Alemania Nazi en la Segunda Guerra Mundial. Pero cuando se trata de conflictos que terminan sin vencedores ni vencidos, la tarea del pacificador es mucho más compleja, ya que en estos casos, lo que está en juego puede obligar a elegir entre la reconciliación y la búsqueda de responsabilidades.
De 1945 a esta parte, la historia nos muestra más de 500 casos de transiciones post‑conflicto que incluyeron una amnistía; y desde los años setenta, al menos catorce países (entre ellos España, Mozambique y Brasil) otorgaron amnistías a regímenes culpables de graves violaciones a los derechos humanos. En Sudáfrica, la amnistía fue un elemento clave del proceso de “verdad y reconciliación” que hizo posible poner fin a más de cuatro décadas de gobierno de la minoría blanca y lograr una transición pacífica hacia la democracia.
Puede citarse también lo ocurrido en 2003, cuando el presidente de Nigeria ofreció asilo a su homólogo de Liberia, Charles Taylor, con la condición de que este se retirara de la política, medida que contribuyó a poner fin a la rebelión en su contra. (En este caso, la justicia llegó, pero más tarde: en 2012, el TPI halló a Taylor culpable de 11 cargos de complicidad con crímenes de guerra en Sierra Leona; fue la primera vez después de Núremberg que un tribunal internacional condenó a un ex jefe de estado por esa clase de crímenes.)
Claro que ofrecer una vía de escape a criminales de guerra y violadores de los derechos humanos puede ser doloroso, pero a veces la posibilidad de terminar el sufrimiento de la población civil puede más que una búsqueda principista de justicia. ¿Quién se opondría hoy a una amnistía al presidente de Siria, Bashar Al Assad, si esta sirviera para terminar la brutal guerra civil que ya causó más de 100.000 muertes y creó casi dos millones de refugiados (entre ellos, un millón de niños) en apenas dos años?
Tal es, precisamente, el dilema al que se enfrenta ahora Santos. Las infinitas atrocidades cometidas por las FARC hacen difícil de aceptar la idea de dejarlas sin castigo. Pero a nadie beneficia prolongar un conflicto que ya produjo más de 200.000 muertes y alrededor de cinco millones de desplazados.
El motivo original del conflicto en Colombia quedó resuelto con el reciente logro de un acuerdo de reforma agraria, de modo que ahora la cuestión de la justicia transicional será lo que determine el éxito del proceso de paz. Si conferir impunidad a los perpetradores de crímenes de lesa humanidad (por más moralmente reprobables que sean) puede servir para poner fin al conflicto y proteger de daño a las posibles víctimas futuras, tal vez dicho resultado justifique sacrificar el objetivo de justicia plena para las víctimas pasadas.
En vez de lanzarse a vencer a los insurgentes como fuera, Santos eligió el camino políticamente más difícil: la búsqueda de un acuerdo negociado. Esto es señal de que está dispuesto a hacer lo que sea necesario para proteger de más violencia a las comunidades rurales que tanto la han sufrido.
Y Santos no sería tampoco el primer jefe de estado que renuncie a pedir castigo a los culpables. En 2003, Estados Unidos y la Unión Europea dieron su conformidad al acuerdo que terminó formalmente la guerra civil en la República Democrática del Congo (que ya se había cobrado casi cuatro millones de vidas), aunque el arreglo no incluía ninguna disposición respecto de los responsables de crímenes de guerra. Lo mismo puede decirse del Acuerdo Integral de Paz firmado en Sudán en 2005, que puso fin a 22 años de guerra civil en la que murieron más de dos millones de personas.
En estos casos (y lo mismo vale para Colombia hoy) no era viable aplicar una idea fundamentalista de justicia transicional; más bien, había que hacer justicia de acuerdo con las condiciones políticas concretas que hicieron posible la transición. Después de todo, la justicia transicional no es un asunto estrictamente judicial, sino que es, en esencia, una solución política, un contrato histórico de reconciliación nacional.
Puede ocurrir que el complejo contexto político de Colombia obligue a Santos a buscar fórmulas alternativas para conciliar la paz con la justicia; por ejemplo: reducción de penas, condenas a labores comunitarias, veredictos condicionales o asilo en otros países. Pero todas estas opciones (y mucho más una amnistía) deben estar supeditadas a que los insurgentes desmovilizados cooperen plenamente con los tribunales (lo cual incluye confesar todos los crímenes cometidos).
Siguiendo este razonamiento, el líder de las FARC, Pablo Catatumbo, reconoció que las guerrillas provocaron “dolor” y ejercieron “crueldad”, y pidió una amnistía general que incluya tanto las violaciones de los derechos humanos cometidas por las FARC como las debidas a las fuerzas de seguridad estatales. Además, insistió en que un prerrequisito para la paz y la reconciliación nacional es que se identifique y compense a las víctimas.
Cuando está en juego la solución de un conflicto, pensar solamente en castigar a los culpables suele ser mala decisión. El arzobispo Desmond Tutu, líder de la transición democrática sudafricana, describió una alternativa (la justicia restauradora) que hace hincapié en “crear puentes, reconstruir equilibrios perdidos y restaurar relaciones”. Esta idea de justicia, constructiva y orientada al futuro, también puede ayudar a Santos a garantizar el futuro pacífico y seguro que los colombianos se merecen.
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