Moisés Naím
"La idea de un mercado todopoderoso sin reglas y sin intervención política es una locura... La era de la autorregulación se acabó. El laissez-faire se acabó". Esto no lo dijo Fidel Castro. Son palabras del presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, quien ganó las elecciones prometiendo más mercado y menos Estado. Hank Paulson, el secretario del Tesoro de Estados Unidos y antes magnate de Wall Street, también piensa así: "El capitalismo crudo llegó a su final", dijo. La idea de que la actual catástrofe financiera es el comienzo del fin del capitalismo se ha popularizado y es aceptada tanto por quienes la celebran como por quienes la deploran.
No hay dudas de que esta crisis financiera será larga, dolorosa y mundial. El colapso de Wall Street dañará más familias, en más países y por más tiempo que el colapso de las Torres Gemelas. Y tampoco hay dudas de que las leyes, reglas del juego e instituciones que definen al sistema financiero mundial cambiarán drásticamente. Los Gobiernos adoptarán regulaciones y controles más estrictos sobre las actividades financieras. Aumentará la concentración de las decisiones financieras y las más importantes serán moldeadas por un número más reducido de protagonistas. Muchos de estos importantes personajes serán funcionarios públicos o jefes de los gigantescos bancos y fondos de inversión privados en los que se apilarán los capitales. Todo esto no hará desaparecer la especulación financiera: la cambiará y la hará más compleja, lo que a su vez aumentará las ganancias de quienes sepan cómo hacerla o tengan buenos amigos en los Gobiernos y entes reguladores.
¿Marca todo esto el fin del capitalismo o una transformación tan profunda que lo hará irreconocible? La respuesta es que las conversaciones y afirmaciones con ese nivel de generalidad son banales. Todos los sistemas son una combinación de mercado y Estado. Las economías comunistas de Corea del Norte o Cuba tienen áreas donde funciona el mercado y la economía estadounidense incluye sectores donde el Estado es el actor dominante, si no el único. Por ejemplo, Fannie Mae y Freddie Mac, las gigantescas empresas hipotecarias estadounidenses que fracasaron, eran en la práctica empresas públicas. Su fracaso se debió más a fallas del Gobierno que a fallas del mercado. A su vez, el mercado está fallando de manera brutal y cruel no sólo en el sector financiero. También falla en protegernos de alimentos o medicinas adulteradas que pueden hacernos enfermar o hasta matar. ¿Quién duda de que necesitamos mucha más y mejor intervención del Estado en el área de protección al consumidor? ¿O que los problemas del medio ambiente sólo se resolverán con una creativa combinación de Estado y mercado?
Por otro lado, ¿qué pensarán del anunciado ocaso del capitalismo los miles de millones de chinos, hindúes, brasileños o indonesios cuya cotidianeidad -y supervivencia material- hoy en día depende del mercado? Nunca antes ha habido tanta gente en el mundo tan dependiente de la economía de mercado como ahora. El capitalismo puede estar acosado en Wall Street, pero no lo está en Pekín, São Paolo o Bangkok ¿Es realista además suponer que empresas privadas, de Seattle a Shangai y de Lyon a Taipei, que están llenas de capital, de talento, de creatividad y de clientes ávidos de sus productos dejen de ser un bastión del capitalismo global? Estas empresas seguramente se verán afectadas por una crisis financiera que no va a dejar a nadie intocado y crecerán más lentamente por un tiempo. Pero no desaparecerán.
"El mundo jamás será igual después de esta crisis", le anunció hace poco el ministro de finanzas de Alemania a su Parlamento. Hace siete años, después del 11-S, frases como ésta se transformaron, a fuerza de ser repetidas, en un cliché. Por supuesto que los ataques terroristas cambiaron muchas cosas, pero no tantas como nos pronosticaron los expertos. En efecto, esta crisis financiera tendrá un impacto global y cambiará más cosas que el 11-S. Pero no tantas como las que nos anuncian.
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