Que los negociadores de oposición y gobierno en República Dominicana
no se hayan puesto de acuerdo es una muy mala noticia para Venezuela y
nuestro entorno hemisférico.
Más allá de las reservas y dudas que podamos tener respecto de las intenciones y la sinceridad del gobierno en la negociación que se adelanta, lo razonable es apostar a la consecución de unos prontos resultados que permitan empezar a salir de la situación crítica que vivimos.
Quien se contente o promueva el fracaso de tales tratativas es un inconsciente, un irresponsable. Porque si deseamos que las partes enfrentadas busquen una solución pacífica, consensuada y viable, lo lógico es que empujemos para que se tomen decisiones sin mucha dilación, habida cuenta de la profundización diaria de la tragedia social.
Debemos estar conscientes de que no enfrentamos una negociación sencilla por los temas a resolver, ni a adversarios sensatos y juiciosos.
Los venezolanos tenemos demasiadas pruebas de lo torcidos, nada confiables y perversos que son los que gobiernan nuestro país. Las triquiñuelas y mentiras son su modo de proceder. No tienen moral, ni escrúpulos, y dudamos mucho de que honren la palabra empeñada. De allí que haya sido necesario que representantes de terceros países den testimonio y certifiquen lo que se negocia y se dice en las reuniones que han tenido lugar.
Los adversarios que enfrentamos se rehúsan terca y suicidamente a aceptar soluciones razonables. No hacen más que perder tiempo haciendo su segura salida más dura y costosa, y prologando el drama social. Creen que un quimérico milagro petrolero o aurífero los salvara de la caída.
Cierto es que hay algunos repugnantes personajes que difícilmente tendrían vida en cualquier país y están decididos a resistirse con las botas puestas. A ellos la negociación les importa un bledo pues piensan que no les significaría nada para su supervivencia posterior.
Ese cuadro hace todo más complicado, haciendo indispensable una presión mayor de la comunidad internacional para que los sectores más pragmáticos del régimen se avengan a una fórmula definitiva de acuerdo.
Lo que desde la oposición democrática se pide es una solución que pase por convocar al pueblo a un pronunciamiento electoral con todas las garantías normales de un proceso de esta naturaleza: nueva conformación del CNE, actualización del registro de electores, voto para los residentes en el exterior, eliminación de las inhabilitaciones, supervisión y vigilancia de organismos internacionales, acceso de la oposición a los medios públicos y privados, entre otros asuntos no menos importantes; es decir, que se restaure el Estado de derecho. Obviamente, esto requeriría un tiempo prudencial que llevaría el proceso hasta el mes de agosto como lo más cercano.
¿Cederán en todos estos pedimentos los representantes del gobierno en la negociación? ¿Los aceptaran las distintas facciones oficialistas? O ¿hay que dar la razón a los que dicen que ya es muy tarde para una solución convencional a la desventura venezolana?
Dada la experiencia es comprensible el escepticismo al respecto. Pero quienes estamos convencidos de que de esta calamidad hay que salir de la manera menos penosa posible, no nos queda otra que seguir apostando a un pacto negociado que le ahorre al país más dolor, hambre y perjuicios humanos y materiales. Debemos agotar todos los esfuerzos en tal sentido, porque la alternativa es el infierno. Que sea el gobierno el que quede en evidencia ante el mundo si por su posición absurda la negociación fracasa.
En estos días, las semanas que vienen o más adelante, inexorablemente nos tendremos que sentar en una mesa de negociación, los mismos negociadores u otros, seguro en condiciones peores, pero ese es el camino pacifico. Esperamos que la senda de la reconstrucción nacional se abra sin más demoras y que la oposición sepa afrontar cualquier escenario de manera unida.
Más allá de las reservas y dudas que podamos tener respecto de las intenciones y la sinceridad del gobierno en la negociación que se adelanta, lo razonable es apostar a la consecución de unos prontos resultados que permitan empezar a salir de la situación crítica que vivimos.
Quien se contente o promueva el fracaso de tales tratativas es un inconsciente, un irresponsable. Porque si deseamos que las partes enfrentadas busquen una solución pacífica, consensuada y viable, lo lógico es que empujemos para que se tomen decisiones sin mucha dilación, habida cuenta de la profundización diaria de la tragedia social.
Debemos estar conscientes de que no enfrentamos una negociación sencilla por los temas a resolver, ni a adversarios sensatos y juiciosos.
Los venezolanos tenemos demasiadas pruebas de lo torcidos, nada confiables y perversos que son los que gobiernan nuestro país. Las triquiñuelas y mentiras son su modo de proceder. No tienen moral, ni escrúpulos, y dudamos mucho de que honren la palabra empeñada. De allí que haya sido necesario que representantes de terceros países den testimonio y certifiquen lo que se negocia y se dice en las reuniones que han tenido lugar.
Los adversarios que enfrentamos se rehúsan terca y suicidamente a aceptar soluciones razonables. No hacen más que perder tiempo haciendo su segura salida más dura y costosa, y prologando el drama social. Creen que un quimérico milagro petrolero o aurífero los salvara de la caída.
Cierto es que hay algunos repugnantes personajes que difícilmente tendrían vida en cualquier país y están decididos a resistirse con las botas puestas. A ellos la negociación les importa un bledo pues piensan que no les significaría nada para su supervivencia posterior.
Ese cuadro hace todo más complicado, haciendo indispensable una presión mayor de la comunidad internacional para que los sectores más pragmáticos del régimen se avengan a una fórmula definitiva de acuerdo.
Lo que desde la oposición democrática se pide es una solución que pase por convocar al pueblo a un pronunciamiento electoral con todas las garantías normales de un proceso de esta naturaleza: nueva conformación del CNE, actualización del registro de electores, voto para los residentes en el exterior, eliminación de las inhabilitaciones, supervisión y vigilancia de organismos internacionales, acceso de la oposición a los medios públicos y privados, entre otros asuntos no menos importantes; es decir, que se restaure el Estado de derecho. Obviamente, esto requeriría un tiempo prudencial que llevaría el proceso hasta el mes de agosto como lo más cercano.
¿Cederán en todos estos pedimentos los representantes del gobierno en la negociación? ¿Los aceptaran las distintas facciones oficialistas? O ¿hay que dar la razón a los que dicen que ya es muy tarde para una solución convencional a la desventura venezolana?
Dada la experiencia es comprensible el escepticismo al respecto. Pero quienes estamos convencidos de que de esta calamidad hay que salir de la manera menos penosa posible, no nos queda otra que seguir apostando a un pacto negociado que le ahorre al país más dolor, hambre y perjuicios humanos y materiales. Debemos agotar todos los esfuerzos en tal sentido, porque la alternativa es el infierno. Que sea el gobierno el que quede en evidencia ante el mundo si por su posición absurda la negociación fracasa.
En estos días, las semanas que vienen o más adelante, inexorablemente nos tendremos que sentar en una mesa de negociación, los mismos negociadores u otros, seguro en condiciones peores, pero ese es el camino pacifico. Esperamos que la senda de la reconstrucción nacional se abra sin más demoras y que la oposición sepa afrontar cualquier escenario de manera unida.
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