Hace ya más de una década elaboramos un pequeño ensayo sobre
la normativa internacional sobre corrupción y el delito transnacional incluido
en el libro Nuevos Temas de Derecho Internacional (Editorial El Nacional,
2005).
El objeto era introducir al lector en esa temática desde la
perspectiva del derecho supraestatal, así como subrayar lo novedoso del tema en
el ámbito de esta normativa jurídica.
En el capítulo titulado Corrupción
global y regulaciones internacionales, hice referencia, obviamente, a la Convención
de las NNUU contra la delincuencia organizada transnacional y sus protocolos (Resolución 55/25 de la Asamblea General de 15 de noviembre de 2000), conocida también como Convención
de Palermo, la cual ha sido traída a colación en días recientes por
algunos articulistas nacionales y extranjeros que piden la aplicación de ella a
jerarcas del régimen tiránico que asola Venezuela, sin hacer mayores análisis
sobre su viabilidad real.
Sin duda, el crimen organizado y la corrupción gubernamental
son dos fenómenos que podrían ir aparejados y hoy constituyen asuntos muy
preocupantes que encara el mundo. En el tema de la corrupción, la prestigiosa
organización Transparencia Internacional
señala que ella socava el buen gobierno, distorsiona la
política pública, lleva al despilfarro de recursos, daña el desarrollo del
sector privado y perjudica, sobre todo, a los que menos tienen.
En ciertas ocasiones he aludido a una suerte de organización
internacional de la corrupción que he llamado Corruptos sin fronteras,
por la dimensión transnacional que ha alcanzado. Este fenómeno lo hemos visto
patentizado en la comandita delictiva que se fraguó entre los gobiernos
kirchneristas de Argentina, Pepetistas de Brasil y chavistas de Venezuela,
entre otros. Las firmas Odebrecht y PDVSA, por ejemplo, han sido instrumentos
para perpetrar tales crímenes contra la hacienda pública de esos países.
Sobre el alcance del concepto de corrupción, debe decirse, no
hay unanimidad. Los ordenamientos
jurídicos y las distintas culturas no enfocan el asunto de la misma forma. Lo
que puede ser condenable en un país puede que no lo sea en otro. Albert Calsimiglia
dice que el concepto está teñido de ideología y de distintas valoraciones,
siendo la ambigüedad, la vaguedad y lo emotivo obstáculos para la delimitación
del concepto.
En cualquier caso, la corrupción administrativa, pública y
privada, ligada a otras formas delictuales, entra en el ámbito del derecho
penal, de allí que una normativa que sancione al crimen transnacional pueda ser
aplicable en estos casos, aunque siguen habiendo escollos que los ordenamientos
jurídicos nacionales ponen a estos dispositivos internacionales.
En los espacios interestatales, en virtud de la envergadura
del problema del crimen transfronterizo, ha surgido la necesidad de regular la
cooperación con vistas a una mayor efectividad en la represión y condena de los
involucrados. La Convención de Palermo (2000) tiene ese propósito.
Ahora bien, debe tenerse bien claro la viabilidad de la
aplicación de estas disposiciones a un eventual sujeto criminal. A la luz de la
naturaleza jurídica de ellas, no resulta muy expedita su activación, como
algunos lo han querido hacer ver. Es más o menos lo mismo que sucede con la
normativa de la Corte Penal Internacional, cuya “eficacia” ya conocemos.
La Convención de Palermo tiene como objeto “promover
y reforzar las medidas para prevenir y combatir la corrupción de manera más
eficiente y efectiva: promover, facilitar y apoyar la cooperación
internacional y la asistencia técnica en la prevención y lucha contra la
corrupción …promover la integridad, responsabilidad y el adecuado manejo
de los negocios públicos …”
Por otro lado, establece que los Estados adelantaran sus
obligaciones en forma consistente con los principios de igualdad soberana,
integridad territorial de los Estados y de no intervención en los asuntos
internos de los Estados. Y agrega que nada autorizara a los Estados a
asumir en el territorio de otro Estado “el
ejercicio de jurisdicción o ejecutar funciones
que son reservadas exclusivamente
a ese Estado por sus leyes nacionales”.
La Convención en cuestión establece obligaciones para los
Estados partes de tomar medidas dentro de sus fronteras en materia de crimen
transnacional, pero no están
facultados para adoptar decisiones sobre crímenes perpetrados en varios
territorios o en territorios de otros Estados.
Kofi Annan, siendo secretario general de las NNUU, señaló en
su momento que “La
Convención nos facilita un nuevo instrumento para hacer frente al flagelo de la
delincuencia como problema mundial. Fortaleciendo la cooperación internacional,
podremos socavar verdaderamente la capacidad de los delincuentes
internacionales para actuar con eficacia y ayudaremos a los ciudadanos en su a
menudo ardua lucha por salvaguardar la seguridad y la dignidad de sus hogares y
comunidades”.
Pese a que este instrumento es de crucial importancia y
constituye un avance significativo y novedoso en la lucha global contra el
delito transnacional, debe verse con cuidado su aplicación en los casos
concretos que se presenten. No está exento del cumplimiento de requisitos
normativos sustantivos y formales, nacionales e internacionales, y de
interpretaciones desde tradiciones jurídicas diversas, de allí que no sea tan
expeditivo como algunos lo plantean. Las visiones jurídicas soberanistas,
desafortunadamente, aún mantienen vigencia y fuerza en esta y otras materias. Y
no son obstáculos menores a vencer.
EMILIO NOUEL V.
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