VACLAV KLAUS
(Discurso del 12 de Marzo de 2013 en el CATO INSTITUTE)
Hoy es un día especial para mi. En marzo, mi segundo periodo como presidente de la República Checa expiró,
y con un alto grado de probabilidad esto marcará el fin de mi carrera
de 23 años en la política —una carrera que duró sin interrupción desde
la caída del comunismo, pasando por la Revolución de Terciopelo, hasta esta primavera.
He sido extremadamente honrado al ser invitado a convertirme en un
distinguido Académico Titular del Cato Institute y estoy ansioso por
cumplir con este nuevo papel. Aprecio mucho el papel que Cato ha
desempeñado a lo largo de las últimas décadas defendiendo la libertad,
los mercados libres y el gobierno limitado. Hoy es simplemente el inicio
de mi nueva vida aquí con ustedes.
Me pidieron que dijera unas palabras acerca de Europa —que siempre ha
sido uno de mis temas favoritos— y quisiera empezar colocando los
problemas del continente europeo en una perspectiva más amplia.
Mi nuevo libro, que la editorial inglesa decidió titular Europe: The Shattering of Illusions (Europa: La destrucción de las ilusiones),
refleja mi frustración con lo que ha pasado en Europa. Ese título, por
cierto, no fue exactamente mi idea. Nunca me hice ilusiones acerca de
la integración europea, así que para mí nunca fue necesario destruirlas.
Sin embargo, el libro explora el marco institucional actual de Europa
—que se desarrolló a lo largo del tiempo desde la Segunda Guerra
Mundial hasta el inicio de la crisis de deuda en la Eurozona— así como
también las costosas reacciones a estos sucesos. En pocas palabras, el
optimismo excesivo alrededor de los beneficios económicos de la
integración territorial es, y siempre ha sido, ingenuo. Las
consecuencias de la desnacionalización y de la centralización son, en una palabra, anti-democráticas.
Es importante enfatizar que la República Checa es parte de Europa, es un miembro de la Unión Europea
(UE) y no es miembro de la Eurozona. Un país no puede ser miembro de
Europa, y es importante enfatizar este hecho. Casi 85 por ciento de las
exportaciones checas se dirigen a Europa —una región que experimenta
tanto un estancamiento económico prolongado como una severa crisis de
las deudas soberanas. Incluso con una moneda en libre flotación, la
República Checa no puede desconectarse de las tendencias económicas del
resto del continente.
Mi país es un ejemplo de un país pequeño con una economía abierta.
Pero para crecer, la República Checa necesita una relación sólida con
socios comerciales que gocen de una buena salud económica.
Lamentablemente, este no es el caso en la actualidad. En marzo, la
Oficina de Estadísticas de la República Checa anunció que el producto
interno bruto del país se contrajo en 0,2 por ciento. Toda la evidencia
disponible sugiere que el futuro económico no será fácil para los que
vivimos en Europa con nuestras familias, hijos, y nietos. No podemos
escapar del destino del continente en general. Por lo tanto tenemos un
interés genuino, y no simplemente uno académico, en el futuro de Europa.
La situación económica actual no es accidental. Esta es la
consecuencia de por lo menos dos cosas. Por un lado, se debe al cada vez
más deficiente sistema económico y social a lo largo de Europa, que sin
embargo fue escogido de manera deliberada. Por otra parte, es una
consecuencia de los acuerdos institucionales dentro de la UE que son
crecientemente centralizados y burocráticos. Ambas cosas constituyen un
obstáculo fundamental para cualquier desarrollo positivo, un obstáculo
que no puede ser removido con correcciones marginales a las políticas
económicas de corto plazo. Los problemas son mucho más profundos.
Es más que evidente que la excesivamente regulada economía en Europa
está todavía más limitada por una carga pesada de requisitos sociales y
ambientales, que operan dentro de la atmósfera de un Estado de Bienestar
paternalista. Esta carga es demasiado pesada y los incentivos para el
trabajo productivo demasiado débiles como para que este pueda lograr
crecimiento. Si Europa quiere reactivar su desarrollo económico, tiene
que realizar una transformación fundamental, un cambio sistémico. Esto
es algo que nosotros en Europa Central y del Este tuvimos que hacer hace
20 años.
La segunda parte del problema es el modelo europeo de integración.
Las excesivas y antinaturales metas de unificación, estandarización, y
armonización del continente europeo, basadas en el concepto de “una
Unión cada vez más estrecha” son verdaderamente un obstáculo para
cualquier desarrollo positivo.
El momento en el que los costos marginales del proyecto de
integración europea empezaron a exceder visiblemente los beneficios,
llegó como resultado del intento de unificar monetariamente a todo el
continente. Este fracaso era esperado —y era inevitable, de hecho— y sus
consecuencias fueron bien comprendidas por muchos de nosotros antes de
que sucedieran. Este camino era totalmente predecible para los países
más económicamente débiles de Europa también, que repetidas veces habían
experimentado desagradables, aunque inevitables, ajustes mediante la
devaluación de sus monedas en el pasado.
Todos los economistas que merecen el título estaban conscientes del hecho de que Grecia
estaba destinada al fracaso, habiendo estado encarcelada en el sistema
que acabo de describir. La historia nos da muchos ejemplos similares.
Los beneficios prometidos como resultado de aceptar una moneda común
nunca llegaron. El supuesto incremento del comercio internacional y de
las transacciones financieras fue relativamente pequeño y más que
contrarrestado por los costos de este arreglo.
En buenos tiempos económicos, incluso las áreas monetarias no-óptimas
pueden funcionar, así como todos los regímenes de tipo de cambio fijo
funcionaron durante algún tiempo. Pero cuando llegan los malos tiempos,
incluyendo la crisis financiera a fines de la última década, todas las
inconsistencias, debilidades, ineficiencias, discrepancias, desbalances y
desequilibrios se vuelven evidentes y la unión monetaria
deja de funcionar adecuadamente. Esto no debería ser una sorpresa. En
el pasado, todos los regímenes de tipo de cambio fijo, incluyendo el
sistema de Bretton Woods, requerían de ajustes al tipo de cambio tarde o
temprano —una explicación que uno puede encontrar en cualquier libro de
texto sobre economía elemental.
Las expectativas —o más bien, ilusiones— de que una economía europea
muy heterogénea se homogenizaría mediante la unificación monetaria
demostraron ser erróneas rápidamente. Desde la introducción del euro,
las economías europeas han divergido en lugar de converger. La
eliminación de una de las variables económicas más importantes —el tipo
de cambio— del sistema económico existente condujo a una especie de
ceguera entre los políticos, los economistas y los banqueros.
Algunos recordarán que hace 20 años se dio la disolución de otra
unión monetaria, política y fiscal, conocida como Checoslovaquia. Yo
estuve a cargo de organizar la separación. De hecho, febrero marcó el
aniversario No. 20 de la desintegración monetaria de la República Checa
con Eslovaquia, y nuestra experiencia es muy clara.
La anterior federación checoslovaca estuvo unida durante 70 años pero
tuvo que aceptar que la integración nominal no era suficiente para la
eliminación de diferencias económicas entre los dos países. Habían, por
supuesto, otras razones para la separación, pero las económicas fueron
las principales.
Pero no nos dejemos engañar. Cuando se discuten los problemas
actuales que afligen a Europa, está mal concentrarse en los logros o
fracasos de países individuales. Grecia no causó el problema europeo
actual. Al contrario, Grecia es la víctima del sistema de una sola
moneda en la Eurozona. Cometieron solamente un error trágico al ingresar
a la Eurozona. Todo lo demás corresponde al comportamiento usual del
país, comportamiento que ninguno de nosotros tiene el derecho de
criticar.
El grado de eficiencia o ineficiencia económica de Grecia, así como
también su tendencia a vivir con deuda soberana, deberían haber sido
bien conocidas por todos. Creo que permitir que Grecia abandone la
Eurozona sería el principio de un viaje largo de este país hacia un
futuro económico saludable. Pero no tengo la ambición de cambiar a
Grecia. Quiero cambiar el marco institucional de la UE. Los griegos
ojalá entiendan a estas alturas que la misma talla no le calza a todos.
Solo deseo que los políticos más importantes en la UE comprendieran esta
visión.
No lo veo, sin embargo. Su manera de pensar está basada en cierto
tipo de razonamiento, como si las leyes económicas no existieran y la
política puede por lo tanto determinar la economía. Personas como yo
fuimos criados en una época en que esta forma de pensar era dominante en
los países comunistas de Europa del Este y Central. Algunos de nosotros
nos atrevimos a expresar nuestro desacuerdo con esto en ese entonces.
Éramos considerados enemigos en ese entonces y somos considerados
enemigos ahora.
Europa está lista para una decisión fundamental: ¿Debemos continuar
creyendo en el dogma de que la política puede determinar la economía y
defender el marco institucional actual a cualquier costo? O,
¿deberíamos, finalmente, aceptar que debemos volver a la racionalidad
económica?
La respuesta que ha dado una mayoría abrumadora de los políticos
europeos hasta ahora es que están dispuestos a continuar en la ruta
actual. Es nuestro deber decirles que las consecuencias de tales
conclusiones serán más graves y producirán costos más altos para todos
nosotros. Eventualmente, estos costos se volverán insoportables. Estoy
convencido de que deberíamos cambiar de dirección.
Lo que necesitamos en Europa no son cumbres más frecuentes en
Bruselas, sino una transformación fundamental de nuestro pensamiento y
comportamiento. Europa tiene que efectuar un cambio sistémico —un cambio
de paradigma— y esto requiere de un proceso político genuino, no de la
aprobación de un documento sofisticado preparado detrás de puertas
cerradas. La solución debe surgir como resultado de debates políticos
dentro de cada país miembro de la UE. Debe ser generada por el pueblo,
por el demos de estos países.
Está de moda ahora tanto en EE.UU. como en Europa hablar de una
crisis. Pero una crisis implica, en la definición del economista Joseph Schumpeter, un proceso de “destrucción creativa”.
Luego de una crisis, no todo puede ser rescatado y mantenido. Algo debe
quedarse atrás del proceso, especialmente las ideas equivocadas. En
este momento, deberíamos crear el hábito de descartar los sueños
utópicos, de rechazar las actividades económicas irracionales, de negar
su promoción por parte de los gobiernos europeos. Parte de esto implica
dejar que incluso se permita que caigan algunos estados.
Quienes se oponen a esta posición siguen diciendo que una solución
como esta sería costosa. Lo veo de otra manera. Para mí, prolongar el
curso actual es más costoso. Los costos a los que le temen los europeos
ya están aquí. Deberían denominarse costos hundidos.