miércoles, 4 de diciembre de 2013

El mapa de América Latina sin Brasil

                 JUAN ARIAS

EL PAÌS
José Saramago, el fallecido Nobel de literatura portugués, me hizo notar un día que en España, cuando muestran el tiempo en la televisión, nunca lo hacen quitando a Portugal. Y me comentó: “Es que los españoles, si arrancáis del mapa a Portugal sentís complejo de castración”.
Y es cierto: la piel de toro ibérica, sin Portugal, aparece como una imagen mutilada, esquisita, en la acepción negativa del vocablo portugués.
Se discute, cada vez más si Brasil pertenece a título completo a América Latina. Los brasileños, en general, no se sienten del todo latinoamericanos sino simplemente “brasileños”, por múltiples razones históricas, no la última, la lengua que los separa de los otros pueblos del continente.
Sin embargo, Brasil, visto en el mapa, aparece como la barriga del continente. Recordando la anécdota de Saramago, he probado a imaginarme la figura de Latinoamérica, sin Brasil. Hagan una prueba con papel y lápiz. Todo queda desfigurado. Ese cuerpo robusto, compacto, macizo, lleno, que forma el continente, se convierte enseguida en una imagen irreconocible, como una serpiente en pie o un cuerpo al que le han vaciado del tronco y de la barriga.

La Unión Europea es, por ejemplo, en la época moderna, la más fuerte experiencia de un continente unido al que se le han borrado hasta las fronteras con una moneda única, un gobierno y un parlamento propios y hasta un Banco Central.Se puede discutir hasta el infinito sobre si existe la brasilinidad, sobre si hay dos Américas: la hispana y la portuguesa. Y es innegable que dentro de un mismo continente, cada rincón mantiene su idiosincrasia, sus características antropológicas e históricas.

Y nadie podrá decir que la diversidad, no sólo de lenguas, sino de identidades culturales e históricas no sean menos más disparatadas que las de Brasil y México, por ejemplo. ¿Qué
tienen en común Suecia con Grecia, o Portugal con Reino Unido o con Holanda?
Y sin embargo, Europa, que ya fue el centro del mundo, del arte y de la cultura, es vista siempre como una identidad en sí. Se viaja a Europa, se vaya a Polonia o a Bélgica.
El sueño de no pocos latinoamericanos ha sido siempre el de llegar a ser de alguna forma, con sus profundas diversidades individuales, la Europa del Nuevo Mundo, es decir una unidad diferente en sus partes, pero formando una sola realidad.

Hoy, en Europa vuelven a latir, sin embargo, tentaciones de vuelta a su antiguo desgarro. Nacen los movimientos contra la Unión Europea por parte de los que un día, como los seguidores de Moisés en el desierto, sienten la nostalgia de las ollas hirviendo de carne y cebollas del tiempo de la esclavitud.El fruto mayor de estos últimos setenta últimos años en Europa ha sido el ser un continente que, por primera vez en muchos siglos, se ha visto libre de las guerras que fueron, en el pasado, su amargo pan cotidiano.

Y Europa puede rasgarse de nuevo con el fantasma de fondo del retorno de las guerras. Fue faro de civilización, pero también campo de guerras sin fin. Ahora unido por la paz, sus pueblos vuelven a agitarse en una tentación diabólica de volver a su dramático pasado.


Europa se ve azotada por la tentación pesimista que aqueja a los que sienten haber perdido la ilusión y hasta el liderazgo de una de las mayores civilizaciones que han existido.El peligro es que Europa, de nuevo con su túnica dividida, acabe siendo solo un museo de riquezas artísticas, un ”ya fue”, un imperio en declive, como lo fueron tantos en la historia antigua, una reliquia del pasado. Algo muerto.

Europa está de regreso de su civilización. Por ello, cansada. América Latina, al revés, está empezando un nuevo camino, quizá con las ilusiones que un día acunaron a Europa. Sobre esa experiencia de un mundo nuevo en ascensión en vez de en camino de vuelta, están estudiando justamente antropólogos y sociólogos europeos que ven en la nueva experiencia latinoamericana el germen de aquellas ilusiones que forjaron un día la Europa que hoy hace marcha atrás.
Es la ilusión- a pesar de los inmensos problemas y llagas aún abiertas y de la carga de corrupción política- contra la desilusión que acogota a tantos europeos.
Los pueblos nuevos de AL, de la que no podemos arrancar a Brasil sin sentir complejo de castración, se diferencian hoy de Europa en cuanto a la visión del futuro. La conciencia de sus ciudadanos, empezando por los brasileños, de que el futuro será mejor que el presente, es algo que diferencia fundamentalmente a ambos continentes.
Recuerdo una entrevista en Madrid, hace ya años, con el sociólogo italiano, Domenico de Masi, hoy un gran analista de la idiosincrasia brasileña, autor del famoso libro El ocio creativo.
Masi me sorprendió en aquella conversación al ponerme a Brasil como un laboratorio de análisis de las tendencias de una civilización nueva que podría estar surgiendo, ya que sus gentes, me decía, “trabajan para vivir y no viven sólo para trabajar”. Un país con rara tolerancia religiosa, con una enorme capacidad de aceptación del diferente, algo que es hoy la gran espina castradora de Europa: el miedo y el rechazo a los “otros”, considerados como nuevos enemigos.
En aquellos mismos días, el filósofo español Fernando Savater me puso, curiosamente, el mismo ejemplo de Brasil como germen de lo que podría ser un mundo nuevo “sin las guerras que asolaron a Europa” durante siglos. Me decía que esa capacidad de los brasileños de ser tan diferentes, pero sintiéndose todos orgullosos de su país y esa capacidad de recibir y mezclarse con todos los pueblos y razas (en São Paulo conviven en paz gentes de más de cien países que aportan libremente sus características propias) era el mejor antídoto contras las tentaciones de las guerras.
En Europa crecen, por ejemplo, peligrosamente, los movimientos y partidos ultras y vuelven a levantar cabeza los viejos fantasmas que habían sido domados de fascismos y nazismos. Se recela de la democracia y de las libertades tan duramente conquistadas para entregarse a la tiranía de los nuevos ídolos del capitalismo y del mercado.
En AL, al revés, se van disipando las nubes de las viejas dictaduras, existen anhelos cada vez más fuertes de abrir espacios a nuevas formas de democracia y participación ciudadana, a nuevos organismos que puedan ser, aunque aún confusamente, el embrión de un futuro continente sin fronteras y con una sola moneda. Y quizás hasta con dos lenguas hermanas dialogando amigablemente entre sí.
Y la historia nos enseña que son justamente las guerras de religión y de pensamiento, la tentación de querer marcar lo que nos separa más que lo que nos une, lo que hizo sufrir a Europa con sus hogueras de la Inquisición.
Aquí, en esta nueva Europa de las Américas, está amaneciendo algo nuevo que lleva, al revés, el cuño de la esperanza y del gusto por la vida y su disfrute, en un entorno natural aún con el sabor de la naturaleza no violada.
Lo dicen los que llevan analizando el fenómeno de estos pueblos nuevos que, pese a llevar todavía a cuestas las cicatrices de viejas esclavitudes y de dolorosas experiencias autoritarias colonizadoras, están apostando por un nuevo Renacimiento, quizá distinto del que forjó a la vieja Europa, pero también- y tantos apuestan por ello- más pegado a los valores humanos de convivencia, solidaridad, acogida del otro y ganas de vivir mejor, más cerca de la naturaleza que de las máquinas.
Y en este nuevo renacimiento del Nuevo Mundo o de la nueva Europa americana, Brasil no solo no puede ser arrancado del mapa del continente, que quedaría muy feo sin él, sino tampoco de la nueva experiencia que está germinando y que explicaría esa fascinación actual de los europeos hasta por la vida pobre de las favelas brasileñas, ricas en humanidad y creatividad y que apuntan, con todas sus contradicciones, valores de una nueva civilización en gestación.
Todo ello es más profundo en su realidad verdadera que lo que puede aparecer en la superficie de la banalidad de la simple política cotidiana.
El 98% de los europeos que visitan AL, y en concreto Brasil , confiesan que les gustaría volver. Sobre todo, por la calidez y la alegría de sus gentes. ¿Es poco en un mundo cada vez más huérfano de acogida del diferente?

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