LA CLAUSULA DEMOCRÁTICA Y VENEZUELA
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Los graves acontecimientos políticos en Venezuela han llevado a algunos a pedir la aplicación de la cláusula democrática contenida en varios tratados suscritos por nuestro país.
Política y jurídicamente
no es asunto fácil. Cada gobierno hace su interpretación y mira, sobre todo,
por sus intereses.
A mi juicio, a pesar
de las controversias que pudieran tener lugar, la aplicación de la cláusula, su
necesidad y conveniencia para los intereses de la democracia, como valor
universal, están fuera de toda discusión.
La democracia no está exenta
de riesgos involutivos. Su fragilidad congénita la hace presa fácil de las
embestidas de fuerzas políticas despóticas. Sobre todo, en países en que ella
aún no está sólidamente establecida.
Aun en Latinoamérica,
región que ha experimentado avances democráticos importantes, la democracia
sigue adoleciendo de importantes vicios que no la hacen inmune a derivas
autoritarias.
Cuando vemos, incluso,
el resurgimiento en Europa de movimientos políticos ultranacionalistas,
xenófobos y racistas, se confirman los temores y aprensiones respecto de las
debilidades de la democracia contemporánea.
Mientras se mantenga
el concepto de soberanía externa absoluta de los Estados, la aplicación
eventual de la cláusula confrontará dificultades propias de los intereses
envueltos y las distintas ópticas sobre cada caso particular.
Si los países y sus
gobiernos, los liderazgos políticos, económicos y sociales, no asumen la democracia
de manera firme, sincera y consistente, y se toleran los atropellos a los
derechos humanos perpetrados por tiranos o aspirantes a tales, la cláusula no
será más que un texto de buenas intenciones en los tratados, cuya utilización
dependerá de los vaivenes que den las distintas coaliciones que se formen ante
casos puntuales.
En cualquier caso,
pareciera que la política exterior de los países que asuman la protección y
promoción de los valores democráticos y de los derechos humanos, debería ser la
de fortalecer, afinar y consolidar este mecanismo, a sabiendas de las
dificultades que deberá enfrentar no solo en los campos político y jurídico,
sino también en el de la moral.
La globalización propicia la reorganización democrática de la
política a escala planetaria, y se tiende hacia una democracia transnacional.
La democracia ha devenido un valor altamente estimado y
esencial, al punto de que países que en su conducta real son autoritarios o
despóticos, hacen esfuerzos por que los consideren como democráticos.
Queda claro que una auténtica democracia no es solo un entramado
de instituciones, mecanismos de elección y leyes, es también una cultura, un
talante colectivo que impregna a una sociedad. El respeto absoluto por el
pluralismo en todas sus formas, el diálogo libre y abierto, la tolerancia, los
equilibrios entre las distintas fuerzas sociales y políticas, y la rendición de
cuentas de autoridades de los representantes políticos, deben ser partes
esenciales de aquella manera de vivir.
La Democracia y la tutela de los derechos humanos deben ser
principios sustanciales reales en toda sociedad libre. La Comunidad
Internacional, y las organizaciones internacionales públicas y privadas que la respaldan
y promueven son necesarias e insustituibles. El principio de legitimidad
democrática de los gobiernos debe ser consolidado y apuntalado por el Derecho
Internacional.
La tensión entre valores humanos universales y política puede
tener un camino de solución en la vida real de las relaciones internacionales.
Debe tenerse presente la observación que hace el teólogo
alemán Hans Kung, cuando apunta que una
completa subordinación de la política a la ética puede conducir al
irracionalismo, porque no respetaría la relativa autonomía de la dimensión
política. Pero también una total independencia de la política respecto de la
ética lesiona la vigencia universal de los valores morales y llevaría al
amoralismo.
Es irreal y utópico ignorar el elemento poder, y lo es también
desconocer el elemento moral en cualquier orden internacional. Ni el “imperialismo de la moral” ni “el
imperialismo de la política” deben imponerse.
Compartimos con Kung su conclusión de que en el mundo de hoy
necesitamos un nuevo paradigma de política internacional que mantenga la unión
entre “una seria salvaguarda de intereses y una orientación ética fundamental.”
Él ha expresado que “una new global politics no es realizable
sin una new global ethics”, para lo
cual es menester que haya una “política de responsabilidad” de parte de los Estados, sus gobernantes y líderes. Y ésta implica
reconocer que los Estados no sólo tienen intereses, sino que éstos deben ser moralmente responsables; entendiendo
la ética política como “un deber de conciencia que no se dirige a lo bueno y
justo abstracto, sino a lo bueno y justo
concreto: lo adecuado en una determinada situación, que conjuga una constante
normativa general con una variable particular condicionada por la situación.
Sólo en una determinada situación política se concreta un deber moral”.
La aplicación de la clausula democrática está íntimamente
ligada a los principios morales, va mas allá de los fríos textos de los tratados,
de las decisiones negociadas de los organismos internacionales y de las complejas
interpretaciones judiciales, y apunta a la convicción profunda de que se tiene
una responsabilidad y unos deberes frente a la democracia.
Es la responsabilidad que grandes demócratas como Rómulo
Betancourt, en nuestro hemisferio, reclamaron de los gobiernos.
El Derecho Internacional sobre la democracia y los derechos
humanos no tendrá ninguna fortaleza ni eficacia si detrás no está presente una
voluntad política sustentada en principios morales compartidos que lo sostengan.
¿Existe esa voluntad hoy en los gobiernos de los países del hemisferio americano ante lo que está sucediendo en Venezuela?
¿Existe esa voluntad hoy en los gobiernos de los países del hemisferio americano ante lo que está sucediendo en Venezuela?
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