EL SIGUIENTE ES UN ARTÍCULO ESCRITO EN 2006
Locura Fundamentalista, Injerencia y ¨civilizados espantosos¨
Emilio NouelMiércoles, 8 de febrero de 2006
“El derecho de injerencia procede de la ley no escrita de Antígona.
El deber de detener a un perpetrador de masacres está autorizado por la masacre misma, no por una firma en blanco conferida por señores que desvían la mirada. El que libera no tiene por qué rendir cuentas más que a los liberados y a los demás liberadores. El terro- rismo, la tortura y la esclavitud legitiman y bastan para legitimar la acción emprendida contra esas plagas".
André Glucksmann
Nunca está de más volver sobre un tema que a muchos inquieta, a otros su sola mención irrita sobremanera y a algunos no les gusta hablarlo para no tener que expresar francamente lo que sus convicciones internas le indican.
En la actualidad, en nombre de una cuestionable, irreal y “old fashioned” concepción de soberanía formal de los Estados, se sigue contemplando y tolerando impasiblemente que gobiernos tiránicos o autoritarios cometan los más graves atropellos contra los derechos humanos o amenacen la paz internacional. Al respecto, algunos llegan a decir que fronteras adentro de un país, no debemos inmiscuirnos, al igual que si viéramos a nuestro vecino asesinar en su casa a esposa e hijos o prepararse a disparar contra nosotros; eso no sería asunto nuestro.
Así, el principio de no injerencia en los asuntos internos de los países consagrado en la normativa internacional, se ha convertido en valladar casi sacrosanto frente a las demandas y denuncias provenientes de la sociedad internacional, tanto la oficial, las de las ONG como la de los individuos de a pie, que exigen la supresión o reparación de enormes injusticias.
Ante hechos monstruosos como los que perpetraron Hitler o Stalin, vivió Ruanda hace unos años (murió casi un millón de personas por razones tribales); o los de la ex Yugoslavia en donde el régimen asesino de Milosevic realizaba una limpieza étnica de los albano-kosovares, o el exterminio de kurdos con gases venenosos de Sadam Hussein, la conciencia libre y democrática mundial no puede permanecer indiferente sin convertirse en cómplice pasiva de tales desmanes que claman al cielo. En tales casos, la comunidad internacional debió actuar a pesar de la criticable dilación con que se hizo, de los pruritos soberanistas y de la indecisión de algunos gobiernos.
Pero igualmente hay otros hechos en el presente que si bien no revisten aún tales rasgos pavorosos, sí constituyen amenazas graves a la seguridad colectiva y la convivencia pacífica. El terrorismo y la proliferación de armas nucleares en manos de movimientos políticos fanáticos o sectas de enloquecidos por el fundamentalismo religioso, ambos impregnados de odio, resentimiento y de una ideología de la destrucción son muestras de estas amenazas.
Ciertamente, estos temas plantean problemas de difícil solución, por su complejidad. Muchos son los factores que los generan, y en ellos, sin duda, juegan papel importante las ideologías, particularmente, las visiones e interpretaciones religiosas medievales cargadas de intolerancia, como las que estamos viendo, por ejemplo, con la reacción desproporcionada y sospechosa frente a las caricaturas de Mahoma.
Sin embargo, de cara a ellos y sus amenazas crecientes no podemos permanecer imperturbables o inmóviles, como humanos que valoramos la vida y aspiramos a un mundo mejor sin exclusiones y de respeto al libre pensamiento. Estamos obligados moralmente a afrontarlos sin demora, con instrumentos de diálogo y acciones preventivas de disuasión idóneas, incluso con medios de fuerza, antes de que su proliferación o desbocamiento nos lleven a la destrucción.
El derecho y el deber de injerencia son principios legítimos, cuando de situaciones como las mencionadas se trata. Los dogmas jurídicos respecto de soberanías cada vez más formales e ineficaces, sospechosas moralmente, ya no tienen más cabida frente a los atentados a la libertad y la democracia provenientes de los “locos de Dios” o de gobernantes autoritarios que padecen de demencia político-ideológica. Voltear la mirada cuando presenciamos atrocidades o violaciones flagrantes a los derechos civiles y políticos, o amenazas a la paz, sin hacer lo que esté a nuestro alcance para remediarlo o impedirlo, es no sólo una insensatez, es un crimen imperdonable.
Ejercer el derecho de injerencia por parte de la comunidad internacional es una opción legítima. Su uso, preferiblemente consensuado, es un instrumento al que sólo se puede renunciar sacrificando principios éticos superiores en el altar de nociones jurídicas formales decadentes. La dignidad humana y la equidad nos imponen una conducta diferente.
"Los salvajes que cometen esas fechorías son horribles, y los civilizados que les dejan cometerlas, espantosos" escribió Víctor Hugo.
¿Estamos condenados a ser unos hombres “civilizados espantosos? Rotundamente, no. Antígona nos asiste.
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