Silencio y desconcierto en la elite francesa
Luisa Corradini
Corresponsal en Francia
PARIS.-- El silencio es ensordecedor. Ese oxímoron refleja claramente el profundo desconcierto que invade los medios intelectuales franceses desde que comenzó la actual crisis del mundo árabe. En Les Deux Magots, el Café de Flore y los otros templos bohemios de Saint-Germain-des-Prés y el Café des Phares en la Bastilla, los herederos de Juan-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Albert Camus no consiguen explicar -ni comprender- el alcance de la rebelión que se extiende desde Túnez hasta el extremo de la península arábiga, a las orillas del Mar Rojo.
Ese desconcierto obedece tanto a las dificultades para imaginar una democracia en el mundo árabe como al temor que inspira el islamismo y las amenazas que pueden acechar a Israel.
"La ceguera de las elites francesas, que van de vacaciones a Túnez o tienen residencias de verano en Marruecos, es cultural e incluso racista", denunció el médico tunecino Moncef Marzuki, que pasó varios años en las cárceles de Ben Alí por militar en defensa de los derechos humanos y las libertades políticas. Marzuki no oculta su sorpresa -y su indignación- por la actitud reservada de los escritores, artistas y filósofos franceses.
En otras circunstancias, esas figuras de referencia apoyaron todas las manifestaciones de protesta contra los regímenes prosoviéticos de Europa del Este; en 2003 no vacilaron en condenar la intervención de Estados Unidos en Irak y, más recientemente, condenaron la reelección del presidente Mahmoud Ahmadinejad en Irán.
"Túnez y Egipto son otra historia", afirmó sorpresivamente el filósofo Alain Finkielkraut, que en los últimos años se alejó progresivamente de sus posiciones de izquierda para acercarse a la derecha y terminar apoyando la candidatura presidencial de Nicolas Sarkozy en 2007. Egipto y Túnez "son países sin tradición democrática. En Europa del Este, había una elite opositora al comunismo heredera de una gran tradición", que perduró hasta que fueron ocupadas por la ex URSS.
El padre de los "nuevos filósofos", Bernard Henri-Lévy, que posee un suntuoso palacete en Marrakech, fue más prudente al evaluar la madurez de los egipcios. Pero no pudo evitar lanzar una advertencia sobre los riesgos que implica abrir el juego a la Hermandad Musulmana y la "perspectiva de un Egipto que gira al fundamentalismo de Estado (versión sunnita de lo que Irán representa para el chiismo)".
André Glucksmann, que realizó un gigantesco salto mortal de las barricadas de mayo de 1968 hacia la derecha para terminar apoyando a Sarkozy, también se alarma por los riesgos: "Alegrémonos de las revoluciones árabes. Pero no las elogiemos [porque] las acechan riesgos y peligros".
Esos comentarios suscitaron el sarcasmo del ex guerrillero y ex asesor de François Mitterrand, Régis Debray. Reconvertido desde hace años al gaullismo y la fe cristiana, el filósofo dijo: "¿Qué se puede esperar de gente que pasa sus vacaciones en sus palacetes de Marrakech, Túnez o Egipto?".
Alexander Adler, que se convirtió en analista internacional del diario conservador Le Figaro después de haber militado durante 20 años en el Partido Comunista, también se interroga sobre la amenaza de que la revolución egipcia "desemboque en una dictadura integrista" y califica al ex presidente de el OIEA, Mohammed el-Baradei, de "caballo de Troya interesado de la Hermandad Musulmana".
El miedo al islamismo se explica, según Debray, porque "no saben qué pensar de los movimientos populares que, tarde o temprano, pueden convertirse en una amenaza para Israel".
El ensayista Olivier Mongin, director de la revista católica Esprit , explica que -a fuerza de repetir que "más vale Mubarak que Ben Laden"- los intelectuales cayeron en una trampa: "Toda su dificultad consiste en concebir que puedan surgir valores democráticos en culturas diferentes".
El desconcierto también fue atribuido a la pérdida de influencia de los intelectuales comprometidos en un mundo banalizado sin ideologías ni causas sublimes, como esos combates épicos entre izquierda y derecha que caracterizaron la vida política y cultural desde el siglo XIX hasta la caída del Muro de Berlín. En un libro publicado en 2000, Régis Debray profetizó, incluso, "el fin" de los intelectuales: "Lo que cambió fue la naturaleza de la política en Occidente", estimó en «I. F. [Intelectual Francés] continuación y fin». Como epílogo de esa provocación, propuso "emanciparse" de los intelectuales.
El historiador Daniel Lindenberg fue aún mucho más descarnado al analizar el comportamiento reciente de la intelligentsia de la rive gauche : esa actitud, que traduce un "prejuicio racista", es la consecuencia de un progresivo deslizamiento de los intelectuales franceses hacia posiciones "neoconservadoras". "Muchos intelectuales piensan en el fondo que los pueblos árabes son atrasados congénitos que sólo entienden la política del garrote", sentenció.
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