DERRIBAR A GADAFI DEL PODER: IMPERATIVO MORAL
La conducta repudiable del gobierno del tirano Muammar Gadafi en estos días en que el pueblo libio salió con todo coraje a conquistar su libertad, levanta de nuevo el tema de la legitimidad de la intervención de la comunidad internacional ante casos espantosos de violación de los derechos humanos, cercanos al genocidio.
Así como en la vida corriente no se puede permanecer impávido al ver que tu vecino está matando a sus hijos y esposa, en el campo internacional, moral y jurídicamente, no podemos cuestionar que países u organizaciones internacionales actúen para frenar matanzas de ciudadanos o impedir que se cometan violaciones masivas de los derechos humanos.
Estas situaciones, desde luego, estremecen la conciencia de los hombres y mujeres de bien de todo el planeta.
Kosovo, Rwanda o Sudán son sólo tres ejemplos espeluznantes de matanzas motivadas por razones políticas, étnicas o religiosas, ante las que cualquier ser humano con sensibilidad no puede ser indiferente.
En presencia de estas carnicerías perpetradas por gobernantes asesinos y enloquecidos, ya no es ético sostener los principios absolutos de soberanía y de no intervención, muy caros al Derecho Internacional tradicional.
La sacrosanta soberanía absoluta de los Estados es un anacronismo, una rémora, en un mundo globalizado, interconectado y con fronteras cada vez más permeables, como el nuestro. Detrás de ella no pocas veces se han atrincherado los déspotas más repulsivos. De allí que el concepto de soberanía, hoy, no sólo sea un concepto inútil, sino también éticamente sospechoso.
A propósito de este tema de la soberanía, el jurista Hans Kelsen decía que tal concepto debía ser extirpado. Y Politis, por su parte, afirmaba que: “O el estado es soberano, y entonces él no estaría sometido a reglas imperativas, o él está sometido a ellas, entonces no es soberano.”
Por otro lado, y ligado íntimamente a este tema está el de respeto y garantía a los derechos del hombre, toda vez que la naturaleza humana es una, independiente del país al que se pertenezca. Los valores de la libertad, la democracia y del respeto a la vida, deben ser iguales para todos: negros, blancos o amarillos; cristianos, judíos, ateos, budistas o musulmanes. Gracias a los avances del Derecho Internacional, aquellos valores y principios se han convertido en normas de obligatorio cumplimiento.
Cuando se cometen actos monstruosos como los que está perpetrando Gadafi contra su pueblo, no existen fronteras físicas, morales o jurídicas que valgan. Es una obligación imperativa de la comunidad internacional intervenir para frenar desmanes como los de los gobernantes libios.
El filósofo francés André Glucksman lo ha expresado muy elocuentemente: Cuando un régimen somete a su población al suplicio, las sociedades democráticas tienen el derecho de intervenir mediante la palabra y la escritura, sin duda; mediante asistencia, desde luego; mediante presiones diplomáticas o financieras, por supuesto; y mediante armas, si es necesario. El derecho de injerencia procede de la ley no escrita de Antígona.
Obviamente, aún hay muchos gobernantes o políticos que no se atreven a defender este derecho natural imprescriptible y necesario, porque siguen reaccionando con los paradigmas de antes. Otros no lo hacen por interés político o económico.
Precisamente, por la defensa a ultranza de estos intereses, es que hombres como el sanguinario Gadafi se han consolidado en el poder, gracias a la complacencia de gobernantes democráticos.
La comunidad internacional tiene ahora la preciosa oportunidad de actuar de manera ejemplar. No sólo denunciando a Gadafi y sus matachines, como ya lo ha hecho, en
Y que los tiranuelos de otros rincones del planeta, vayan tomando nota.
EMILIO NOUEL V.