UNA LECCIÓN DE MITTERAND EN ESTA HORA AZAROSA
Pensando en
nuestra penosa y angustiosa circunstancia política, cuyo desenlace desconocemos
aunque lo sintamos próximo, he llegado a sentir que los odios y la venganza están
tomando pavoroso vuelo, y que eso nos podría conducir al infierno.
Las escenas de
represión aterradoras, la saña de los militares y otros cuerpos de seguridad
que nos muestran las redes sociales a diario, nos reafirman esos escalofriantes
temores.
Sí, pensando
en tal probabilidad, recordé uno de los últimos discursos de un gran estadista
europeo, ya ido: François Mitterand, ex presidente de Francia.
A él –permítanme
una referencia personal- tuve la suerte de verlo y oírlo de cerca, en una
reunión en Miraflores, en 1989. Me había tocado participar en la negociación de un convenio bilateral
con el Ministerio de Finanzas de Francia, que fue firmado en tal encuentro en
Caracas con el presidente C. A. Pérez.
Había seguido
por mucho tiempo, la trayectoria de este gran político, cuya figura estuvo
presente por muchas décadas en la política de su país, colocado en posiciones
cimeras y decisorias. Sentí siempre una admiración por el político que fue, más
allá de lo ideológico. Reconocer su valor es obligado, y ante su sabiduría y
experiencia no se podía ser indiferente.
Decía que de
él evocaba una intervención pública ante el Parlamento Europeo un día de Enero
de 1995, en la cual tocó el tema de las guerras europeas que a su juicio eran producto,
sobre todo, de los nacionalismos exacerbados, el de creerse, desde una
nacionalidad cualquiera, superiores a los otros. Es célebre su frase, expresada
de manera enfática en tal ocasión: “¡El
nacionalismo es la guerra!”.
En el discurso
en cuestión decía que había pasado su infancia con familias desgarradas que
lloraban sus muertos y guardaban un rencor y odios contra el que había sido su
enemigo.
Sin embargo,
Mitterand afirmaba que a pesar de tanto dolor, separación y muerte debía dejarse de transmitir el odio,
y más bien habría que abrir la posibilidad de la reconciliación entre las
naciones. “Uno tiene la audacia de
imaginar lo que podría ser un porvenir más brillante fundado en la
reconciliación y la paz.”
Era un hombre
que había podido experimentar el horror de la guerra; de allí su rechazo
inequívoco a ella. Pero no había sido en ésta -afirmaba- en la que había
alcanzado tal convicción, sino en su propio hogar, donde las virtudes de la
benevolencia y la humanidad le fueron inculcadas.
En momentos en
que nuestro país pudiéramos estar bordeando la posibilidad del espanto que
podría traer una guerra fratricida, como consecuencia de la conducta de unos
gobernantes bárbaros e inconscientes, habría que recordar la experiencia amarga
de otros pueblos para evitar, así, sumergirnos en un infierno similar o peor.
Sé que tal
eventualidad no depende sólo de los que queremos solucionar nuestra crisis de
manera pacífica.
Hemos
demostrado hasta con la ofrenda de vidas de decenas de jóvenes, nuestra
voluntad de resolver nuestra tragedia por las vías civilizadas.
La pérdida de
esas valiosas vidas y las consecuencias emocionales que conlleva, no son fáciles
de asimilar y superar. Comprendemos el dolor, la rabia y la impotencia que
genera llevar tal carga.
No obstante, ese profundo pesar no puede hacernos caer en lo que unos gobernantes enloquecidos quieren, consciente o inconscientemente: la aniquilación del adversario político, mediante una guerra. No son pocos los que desde fuera de nuestro país están viendo un peligro de conflicto violento entre nosotros.
Estamos obligados política y moralmente a rechazar esa deriva demencial, agotando todos los recursos y medios (diálogos, negociaciones, mediaciones) para impedirla, antes de que sea muy tarde.
Imaginemos, mas bien, con Mitterand, un futuro brillante de reconciliación y paz, sin que ello comporte renunciar a defender y ejercer nuestros legítimos derechos, y luchar por un nación próspera y pacífica.
Pero poniendo por delante todas las salvaguardias que cierren el paso a la violencia de todos contra todos. Simplemente, no dejemos que la lógica del odio y de la muerte se impongan en una sociedad que merece otro destino.
EMILIO NOUEL
V.